Steve Berry - El Club de París

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Cuando Napoleón Bonaparte murió en 1821, se llevó a la tumba un impactante secreto. Como emperador, había saqueado incalculables riquezas de palacios y tesoros nacionales, e incluso de los Caballeros de Malta y el Vaticano. En sus últimos días, sus captores británicos esperaban averiguar dónde se ocultaba el botín. Pero él nos les desveló nada. ¿O tal vez sí? Cotton Malone está a punto de averiguarlo cuando los problemas llaman a la puerta de su librería: un agente del servicio secreto estadounidense que terminara convirtiéndose en su aliado. Sólo igualando el ingenio de un terrorista a sueldo, frustrando un atentado catastrófico, y emprendiendo una desesperada búsqueda del legendario tesoro perdido de Napoleón, podrá Malone evitar la anarquía económica internacional. Desde Dinamarca, pasando por Inglaterra y terminando en las calles de París, Malone participa en un intenso juego de duplicidad y muerte, todo para conseguir un tesoro de valor incalculable. Pero, ¿a qué precio?.

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– ¿Eso es lo que sucedió?

– Conozco a muchos inversores que sacaron tajada de aquella catástrofe.

– ¿Me está diciendo que lo que ocurrió en Serbia fue algo orquestado?

– Es una forma de hablar. No de manera activa, pero desde luego sí de manera tácita. Aquella situación demostró que es totalmente factible sacar réditos de situaciones destructivas. Existen beneficios en la discordia política y nacional. Siempre, por supuesto, que la discordia termine en algún momento. Solo entonces pueden obtenerse beneficios de cualquier inversión.

Larocque disfrutaba hablando de teorías. Rara vez tenía la oportunidad de hacerlo. No estaba diciendo nada inculpatorio, tan solo haciéndose eco de las observaciones que muchos economistas e historiadores habían señalado durante mucho tiempo.

– En los siglos xviii y xix -prosiguió-, los Rothschild dominaban esta técnica. Se las ingeniaban para jugar en todos los bandos, generando unos beneficios enormes en una época en que los europeos luchaban entre sí como niños en un patio de recreo. Los Rothschild eran ricos, internacionales e independientes, tres cualidades peligrosas. Los gobiernos monárquicos no podían controlarlos. Los movimientos populares los odiaban porque no rendían cuentas ante el pueblo. Los constitucionalistas recelaban de ellos porque trabajaban en secreto.

– ¿Al igual que usted?

– El secretismo es esencial para el éxito de cualquier conspiración. Estoy segura, Herre Thorvaldsen, de que comprende cómo se puede incidir con discreción en los acontecimientos simplemente concediendo o negando fondos, influyendo en la selección de personal clave o manteniendo relaciones comerciales diarias con quienes toman las decisiones. Permanecer entre bastidores amortigua buena parte de la ira ciudadana, que va dirigida, como debe ser, a las figuras políticas públicas.

– Que en su mayoría están controladas.

– Como si usted no fuese propietario de unas cuantas -Larocque necesitaba encauzar de nuevo la conversación-. Deduzco que podrá aportar pruebas sobre la traición de lord Ashby…

– En el momento apropiado.

– Hasta entonces, ¿debo transmitir sus palabras sobre las afirmaciones de lord Ashby a estos financieros desconocidos?

– ¿Qué le parece esto? Permítame unirme a su grupo y juntos descubriremos si miento o digo la verdad. Si soy un embustero, pueden quedarse con los veinte millones de euros que he pagado por mi ingreso.

– Pero nuestro secreto se vería comprometido.

– Ya lo está.

La repentina aparición de Thorvaldsen resultaba desconcertante, pero también podía ser maná del cielo. Lo que Larocque le había dicho a Mastroianni era cierto: creía en el destino.

¿Tal vez Henrik Thorvaldsen estaba llamado a formar parte de su destino?

– ¿Puedo enseñarle algo? -preguntó Larocque.

картинка 11

Malone vio que el camarero regresaba con agua embotellada, vino y una cesta de pan. Los restaurantes franceses nunca le habían causado buena impresión. Todos los que había visitado eran excesivamente caros, sobrevalorados o ambas cosas a la vez.

– ¿De verdad te gustan los riñones salteados? -le preguntó a Foddrell.

– ¿Qué tienen de malo?

No pensaba exponer los numerosos motivos por los que ingerir un órgano que elimina la orina del cuerpo es insalubre. Por el contrario, dijo:

– Háblame del Club de París.

– ¿Sabes de dónde nació la idea?

Malone notó que Foddrell se regocijaba en su superioridad.

– En tu página tratabas el tema de forma un poco vaga.

– Napoleón. Después de conquistar Europa, lo que realmente quería era relajarse y disfrutar, así que reunió a un grupo de gente y creó el Club de París, que estaba concebido para facilitarle su mandato. Por desgracia, la idea no llegó a cuajar; estaba demasiado ocupado librando una guerra tras otra.

– Me pareció oírte decir que quería dejar de luchar…

– Y así era, pero algunos pensaban de otra manera. Mantener a Napoleón enfrascado en el combate era lo mejor para que bajara la guardia. Algunos se aseguraron de que siempre tuviese una caterva de enemigos a la vuelta de la esquina. Napoleón intentó firmar la paz con Rusia, pero el zar le dijo que se la metiera por donde le cupiese. Por eso invadió Rusia en 1812, un acto que a punto estuvo de costarle todo su ejército. Después de aquello, todo fue cuesta abajo. Tres años después, adiós. Depuesto.

– Eso no me dice nada.

Foddrell miró por la ventana, como si algo llamara su atención repentinamente.

– ¿Algún problema? -preguntó Malone.

– Solo echaba un vistazo.

– ¿Por qué sentarse en la ventana para que te vea todo el mundo?

– No lo entiendes, ¿verdad?

Aquella pregunta denotaba el creciente enojo que le provocaba a Foddrell ser despreciado tan a la ligera, pero eso a Malone no le importaba.

– Intento comprender.

– Como has leído la página web, sabrás que Eliza Larocque ha fundado un nuevo Club de París. La misma idea, en distinta época y con gente diferente. Se reúnen en un edificio de la Rue l’Araignée. Lo sé con certeza. Los he visto allí. Conozco a un tipo que trabaja para uno de sus miembros. Se puso en contacto conmigo a través de la página y me lo contó. Esta gente está confabulada. Harán lo mismo que los Rothschild hace doscientos años. Lo que pretendía hacer Napoleón. Es una gran conspiración. El Nuevo Orden Mundial renovado. La economía es su arma.

Durante la conversación, Sam había guardado silencio. Malone se dio cuenta de que debía de pensar que Jimmy Foddrell vivía a años luz de la realidad o algo que se asemejara a ella, pero no pudo resistirse.

– Aunque eres un paranoico, no me has preguntado cómo me llamo.

– Cotton Malone. Me lo dijo Sam en su correo electrónico.

– No sabes nada de mí. ¿Qué pasa si he venido aquí a matarte? Como tú dices, están por todas partes, vigilando. Saben lo que ves por Internet, qué libros tomas prestados de la biblioteca, conocen tu grupo sanguíneo, tu historial médico, tus amigos.

Foddrell empezó a estudiar el restaurante, las mesas llenas de clientes, como si fuera una jaula.

– Tengo que irme.

– ¿Qué hay de los riñones salteados?

– Cómetelos tú.

Foddrell se levantó de la mesa y se dirigió a toda prisa hacia la puerta.

– Se lo merecía -dijo Sam.

Malone vio cómo aquel memo salía del restaurante, sondeaba la atestada acera y echaba a andar a paso ligero. Él también estaba dispuesto a marcharse, de ser posible antes de que llegara la comida. Entonces algo le llamó la atención al otro lado de la concurrida calle peatonal, en uno de los puestos de arte. Eran dos hombres enfundados en oscuros abrigos de lana. Se habían puesto en alerta en cuanto apareció Foddrell. Luego iniciaron una persecución, caminando deprisa con las manos en los bolsillos.

– No parecen turistas -dijo Sam.

– En eso tienes razón.

XXV

Ashby y Caroline recorrieron los laberínticos pasillos hacia el ala más septentrional de la mansión. Allí entraron en uno de los muchos salones, convertido en el estudio de su compañera. En su interior, había libros y manuscritos esparcidos sobre varias mesas de roble. La mayoría de los libros tenían más de doscientos años de antigüedad y fueron adquiridos a un coste considerable y localizados en colecciones privadas de lugares tan remotos como Australia. Algunos, no obstante, habían sido robados por Guild-hall. Todos versaban sobre el mismo tema: Napoleón.

– Encontré la referencia ayer -dijo Caroline mientras buscaban entre las montañas de libros-. En uno de los que compramos en Orleans.

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