Steve Berry - El Club de París

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Cuando Napoleón Bonaparte murió en 1821, se llevó a la tumba un impactante secreto. Como emperador, había saqueado incalculables riquezas de palacios y tesoros nacionales, e incluso de los Caballeros de Malta y el Vaticano. En sus últimos días, sus captores británicos esperaban averiguar dónde se ocultaba el botín. Pero él nos les desveló nada. ¿O tal vez sí? Cotton Malone está a punto de averiguarlo cuando los problemas llaman a la puerta de su librería: un agente del servicio secreto estadounidense que terminara convirtiéndose en su aliado. Sólo igualando el ingenio de un terrorista a sueldo, frustrando un atentado catastrófico, y emprendiendo una desesperada búsqueda del legendario tesoro perdido de Napoleón, podrá Malone evitar la anarquía económica internacional. Desde Dinamarca, pasando por Inglaterra y terminando en las calles de París, Malone participa en un intenso juego de duplicidad y muerte, todo para conseguir un tesoro de valor incalculable. Pero, ¿a qué precio?.

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– “Tenía la esperanza de que te quedases”.

Pero no podía.

Él y Malone doblaron una esquina y entraron en un callejón situado tras el gran bulevar. La acera ascendía hacia la siguiente intersección y otro muro con una verja de hierro se extendía a su derecha. Siguieron la lenta marea de pies hasta la esquina y después giraron. Una pared alta coronada por almenas sustituía a la verja. De la basta piedra colgaba una colorida pancarta que anunciaba: “Musée National du Moyen Age, Thermes de Cluny” (Museo Cluny de Historia Medieval).

El edificio que se alzaba por encima del muro era una estructura gótica almenada cubierta por un tejado de pizarra a dos aguas salpicado de buhardillas. Foddrell desapareció por una entrada y los dos hombres le siguieron. Malone aceleró el paso.

– ¿Qué estamos haciendo? -preguntó Sam.

– Improvisando.

картинка 13

Malone sabía adonde se dirigían. El Museo Cluny estaba construido sobre el emplazamiento de un palacio romano y las ruinas de sus antiguos baños se conservaban todavía en su interior. La actual mansión fue erigida en el siglo xi por un abad benedictino. Hasta el siglo xix los terrenos no fueron de propiedad estatal, y ahora exhibían una impresionante colección de objetos medievales. Seguía siendo una de las visitas obligadas en cualquier itinerario parisino. Malone había estado allí en un par de ocasiones y recordaba el interior. Dos plantas, una sala de exposiciones desde la que se accedía a la siguiente, una entrada y una salida. Espacios pequeños. Un mal lugar para pasar desapercibido.

Malone iba en cabeza cuando entraron en un claustro y divisaron a los dos hombres franqueando la entrada principal. Unas treinta personas pertrechadas con cámaras de fotos se arremolinaban en el patio.

Malone vaciló y después se dirigió hacia la misma entrada. Sam lo siguió.

La estancia contigua era una antesala con muros de piedra convertida en centro de recepción, con una consigna y una escalera que descendía a los servicios. Los dos hombres estaban comprando las entradas a una cajera; luego dieron media vuelta, ascendieron los escalones de piedra y entraron en el museo. Mientras desaparecían por una puerta estrecha, él y Sam compraron sus entradas. Subieron por las mismas escaleras y entraron en una tienda de recuerdos abarrotada de gente. No había rastro de Foddrell, pero los dos gorilas habían rebasado ya otra puerta baja que quedaba a su izquierda. Malone vio trípticos en inglés, cogió uno y estudió rápidamente el plano.

– Henrik dice que tiene memoria fotográfica. ¿Es verdad? -preguntó Sam.

– Memoria eidética -corrigió-. Tan solo buena memoria para los detalles.

– ¿Siempre es tan preciso?

Malone se guardó el tríptico en el bolsillo trasero.

– Casi nunca.

Entraron en una sala de exposiciones bañada por la luz del sol que se filtraba por una ventana dividida con parteluces y por diversos focos incandescentes colocados estratégicamente que resaltaban la porcelana, el vidrio y el alabastro medievales. Ni Foddrell ni sus perseguidores estaban allí.

Sam y Malone avanzaron a empujones hasta la siguiente estancia, que contenía más cerámica, y vieron a los dos hombres justo cuando salían por el otro extremo. Hasta el momento, visitantes parlanchines y cámaras habían animado las dos salas. Por el tríptico, Malone sabía que más adelante se encontraban las termas romanas.

Al salir vio a los dos hombres recorriendo un estrecho pasillo pintado de azul y forrado de placas de alabastro que culminaba en un majestuoso vestíbulo de piedra. Bajando un tramo de escaleras de piedra estaba el frigidarium , pero una placa anunciaba que estaba clausurado por reformas, y una cadena de plástico impedía el acceso. A su derecha, atravesando un elaborado arco gótico, una sala densamente iluminada acogía restos de estatuas. Delante de una plataforma y un pódium había dispuestas varias sillas metálicas plegables; era una especie de sala de presentaciones que ocupaba lo que en su día había sido un patio exterior. A la izquierda, uno se internaba en el museo. Los dos hombres siguieron ese camino.

Malone y Sam se aproximaron y observaron con cautela la sala adyacente, que tenía una altura de dos pisos y gozaba de luz natural proveniente de un techo opaco. Los muros de piedra sin pulir alcanzaban los doce metros de altura. Antaño probablemente había sido otro patio abierto entre los edificios, pero ahora estaba cubierto y exponía marfiles, fragmentos de capiteles y más estatuas.

No había rastro de Foddrell, pero sus perseguidores se dirigían hacia la siguiente sala de exposiciones, que nacía en lo alto de otra escalinata de madera.

– ¡Esos dos me están siguiendo! -gritó alguien, rompiendo un silencio digno de una biblioteca.

Malone levantó la cabeza. Apoyada en una balaustrada, en la que parecía ser la planta superior del edificio contiguo, y señalando a los dos hombres a los que Sam y Malone seguían, vio a una mujer. Rondaría los treinta años y tenía el pelo corto de color castaño. Llevaba una bata azul que Malone ya había visto a otros empleados del museo.

– ¡Vienen por mí! -gritó la mujer-. ¡Quieren asesinarme!

XXVII

Valle del Loira

Thorvaldsen y Larocque abandonaron el salón y se adentraron en el castillo hasta llegar al Cher, que fluía por debajo de los cimientos. Antes de su llegada, Thorvaldsen había estudiado la historia de la finca y sabía que su arquitectura se había concebido a principios del siglo xvi como parte de la elegante y civilizada corte de Francisco I. Una mujer había ideado inicialmente el diseño y esa influencia femenina todavía resultaba evidente. No había muros reforzados ni una envergadura abrumadora que ejercieran su poder. Por el contrario, su garbo inimitable evocaba solo una agradable opulencia.

– Mi familia posee esta finca desde hace tres siglos -dijo Larocque-. Uno de los propietarios construyó el castillo central en la orilla norte, donde estábamos sentados hace un momento, y un puente que conectaba con la orilla sur del río. Otro erigió una galería sobre el puente.

Larocque señaló hacía adelante. Thorvaldsen contempló el largo salón rectangular, con una extensión de sesenta metros o más, un suelo de baldosas blancas y negras y un techo sustentado en unas pesadas vigas de roble. Los rayos de sol se colaban por unas ventanas dispuestas simétricamente de pared a pared a ambos lados de la estancia.

– Durante la guerra, los alemanes ocuparon la finca -explicó Larocque-. La puerta sur que ve al fondo en realidad estaba ubicada en la zona libre. La puerta de este otro extremo estaba en la zona ocupada. Se hará cargo del problema que eso suponía.

– Odio a los alemanes -aclaró Thorvaldsen.

Larocque lo escrutó con una mirada calculadora.

– Destruyeron a mi familia y a mi país e intentaron acabar con mi religión. Nunca podré perdonarlos.

Thorvaldsen dejó que calara su condición de judío. Su investigación sobre Larocque había desvelado un arraigado prejuicio antisemita. No descubrió ninguna razón en particular, tan solo un desagrado innato, nada fuera de lo común. Sus indagaciones evidenciaron otra de las numerosas obsesiones de su anfitriona. Thorvaldsen había abrigado la esperanza de que ella lo acompañara en su visita por el castillo. Allí, delante de ellos, junto al umbral que preludiaba otra de las numerosas salas, iluminado por dos halógenos diminutos, colgaba el retrato. Justo donde le habían dicho.

Thorvaldsen contempló la imagen. Una larga y fea nariz, unos ojos oblicuos y hundidos que proyectaban una astuta mirada de soslayo. La mandíbula poderosa, la barbilla prominente. Un sombrero cónico cubría un cráneo prácticamente calvo que daba a aquella figura el semblante de un Papa o un cardenal. Pero había sido mucho más que eso.

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