A diferencia de Ashby, Caroline hablaba francés moderno y antiguo con fluidez.
– Es un tratado de finales del siglo xix, escrito por un soldado británico destacado en Santa Elena. Me llama la atención lo mucho que admiraba esta gente a Napoleón. Va más allá de la veneración al héroe, como si no pudiera equivocarse nunca. Y este libro es de un británico, nada menos.
Caroline entregó el libro a Ashby. Varias páginas estaban marcadas con tiras de papel que asomaban por sus desgastados márgenes.
– Existen tantos relatos que es difícil tomarse alguno en serio. Pero este es interesante.
Ashby quería hacerle saber a Caroline que cabía la posibilidad de que él también hubiese encontrado algo.
– En el libro de Córcega que nos condujo hasta el oro se menciona Sens.
El rostro de Caroline se iluminó.
– ¿De verdad?
– Contrariamente a lo que puedas pensar, yo también soy capaz de descubrir cosas.
Caroline sonrió.
– ¿Y cómo sabes tú lo que pienso?
– No es difícil de intuir.
Ashby le habló de la introducción y de lo que Saint-Denis había legado a la ciudad de Sens, sobre todo la mención de un libro, Los reinos merovingios 450-731 d. C. Ashby sabía que había algo importante en ese libro. Al instante, Caroline se acercó a otra mesa y hurgó entre los montones de libros. Verla tan enfrascada en sus pensamientos, pero vestida provocativamente, le excitaba.
– Aquí está -dijo Caroline-. Sabía que ese libro era importante. Testamento de Napoleón. Disposición VI. “Cuatrocientos volúmenes, seleccionados de mi biblioteca, de los cuales he utilizado la mayoría, incluida mi copia de Los reinos merovingios 450-751 d. C. Ordeno a Saint-Denis que se haga cargo de ellos y que los entregue a mi hijo cuando cumpla la edad de dieciséis años”.
Ashby y Caroline estaban recomponiendo poco a poco un rompecabezas que no había sido concebido para ser descifrado hacia atrás.
– Saint-Denis era leal -dijo Caroline-. Sabemos que guardó fielmente esos cuatrocientos tomos. Por supuesto, no hubo manera de entregárselos al hijo de Napoleón. Tras la muerte de este, vivió en Francia y el hijo fue prisionero de los austríacos hasta que falleció en 1832.
– Saint-Denis murió en 1856 -precisó Ashby, recordando lo que había leído-. Guardó esos libros durante treinta y cinco años. Luego los legó a la ciudad de Sens.
Caroline le dedicó una sonrisa maliciosa.
– Todo esto te excita, ¿verdad?
– Lo que me excita eres tú.
Caroline señaló el libro que sostenía Ashby.
– Antes de cumplir gustosamente mis responsabilidades como amante, lee lo que señala el primer marcador. Creo que aumentará tu placer.
Ashby abrió el libro. Pedazos de cuero seco de la quebradiza encuadernación cayeron al suelo.
El abate Buonavita, el más anciano de los dos sacerdotes de Santa Elena, llevaba algunos meses tullido, hasta el punto de que no podía abandonar su habitación. Un día, Napoleón fue en su busca y le explicó que sería mejor que regresara a Europa en vez de permanecer en Santa Elena, cuyo clima debía de ser perjudicial para su salud, mientras que el de Italia seguramente prolongaría sus días. El emperador mandó escribir una carta a la familia imperial solicitando el pago de una pensión de tres mil francos al sacerdote. Cuando el abate agradeció al emperador su bondad, lamentó no acabar sus días junto a él, pues deseaba consagrar su vida a la suya. Antes de abandonar la isla, Buonavita hizo una última visita al emperador, quien le dio varias instrucciones y cartas que debía entregar a la familia de Napoleón y al Papa.
– Napoleón ya estaba enfermo cuando Buonavita se fue de Santa Elena -dijo Caroline-, y murió pocos meses después. He visto las cartas que Napoleón quería que entregaran a su familia. Se encuentran en un museo de Córcega. Los británicos leían todo lo que entraba y salía de Santa Elena. Aquellas misivas se consideraron inofensivas, así que permitieron que el abate se las llevara.
– ¿Qué tienen de especial?
– ¿Quieres verlas?
– ¿Las tienes?
– Tengo fotografías. No tiene sentido viajar a Córcega y no hacer fotografías. Tomé unas cuantas cuando estuve investigando allí el año pasado.
Ashby estudió su puntiaguda nariz y su barbilla, sus cejas arqueadas, la redondez de sus senos. La deseaba. Pero lo primero era lo primero.
– Tú me has traído unos lingotes -dijo Caroline-. Ahora soy yo quien tiene algo para ti -sacó una fotografía que acompañaba una carta de una página escrita en francés y preguntó-: ¿Ves algo?
Ashby estudió la temblorosa caligrafía.
– Recuerda -dijo Caroline- que la caligrafía de Napoleón era atroz. Saint-Denis lo reescribió todo. Eso lo sabía todo el mundo en Santa Elena. Pero esta carta no es ni mucho menos pulcra. Comparé la letra con otras atribuibles a Saint-Denis.
Ashby percibió el brillo travieso de sus ojos.
– Esta fue escrita por el propio Napoleón.
– ¿Eso es importante?
– Sin duda. Escribió estas palabras sin la intervención de Saint-Denis. Eso les otorga todavía mayor relevancia, aunque hasta hace un rato no he sabido hasta qué punto.
Ashby continuó observando la fotografía.
– ¿Qué dice? Mi francés no es ni por asomo tan bueno como el tuyo.
– Es solo una nota personal. Habla de su amor y su devoción y de lo mucho que echa en falta a su hijo. Nada que pueda levantar las sospechas de un británico entrometido.
Ashby sonrió y entonces prorrumpió en una carcajada.
– ¿Por qué no te explicas y así podemos pasar a otra cosa?
Caroline le arrebató la fotografía y la dejó sobre la mesa. Cogió una regla y la colocó debajo de una línea del texto:
– ¿Lo ves? -preguntó Caroline-. Con la regla debajo queda más claro.
Ashby lo vio. Algunas letras eran más altas que las otras. Sutil, pero estaba allí.
– Es un código que utilizó Napoleón -explicó Caroline-. Los británicos de Santa Elena no se percataron. Pero cuando descubrí ese relato sobre cómo Napoleón envió las cartas a través del abate, unas cartas que escribió él mismo, empecé a estudiarlas más detenidamente. Solo esta contiene letras más elevadas.
– ¿Qué palabras forman las letras?
– Psaume trente et un.
Eso podía traducirlo, “salmo treinta y uno”, aunque Ashby no comprendía el significado.
– Es una referencia concreta -respondió ella-. La tengo aquí -Caroline cogió una Biblia abierta de la mesa-. “Escúchame, ven pronto a mi rescate; sé mi refugio de roca, una sólida fortaleza que me salve. Puesto que tú eres mi roca y mi fortaleza, por el amor de tu nombre guíame. Libérame de la trampa que me ha sido tendida” -Caroline levantó la vista-. Eso encaja perfectamente con el exilio de Napoleón. Escucha esta parte: “Mi vida está consumida por la angustia y mis años por mi sufrimiento; mi fuerza flaquea por causa de mi aflicción y mis huesos se debilitan. Porque de todos mis enemigos, mis vecinos sienten desprecio absoluto por mí; mis amigos se sienten atemorizados por mí; quienes me ven por la calle huyen. Me han olvidado como si estuviese muerto”.
– Es el lamento de un hombre derrotado -sentenció Ashby.
– Cuando escribió esta carta sabía que el final estaba cerca.
La mirada de Ashby se clavó inmediatamente en la copia del testamento de Napoleón, que estaba sobre la mesa.
– De modo que dejó los libros a Saint-Denis y le pidió que los conservara hasta que su hijo tuviese dieciséis años. Luego mencionó el tomo concreto y envió una carta en clave lamentándose de su situación.
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