– Ese libro sobre los merovingios podría ser la clave -dijo Caroline.
– Debemos encontrarlo.
Caroline se acercó, le rodeó el cuello y le besó.
– Ha llegado el momento de que atiendas a tu amante.
Ashby se disponía hablar, pero ella se lo impidió poniéndole un dedo sobre los labios.
– Después te diré dónde se encuentra el libro.
París
Sam no podía creerse que aquellos dos hombres estuviesen siguiendo a Jimmy Foddrell. Malone había hecho bien en bajarle los humos a aquel sabiondo en el restaurante. Se preguntaba si sus superiores del Servicio Secreto lo miraban a él con la misma perplejidad. Nunca había sido tan radical o paranoico, aunque había desafiado a la autoridad y defendido creencias similares. Las normas no estaban hechas para él.
Sam y Malone continuaron avanzando por las laberínticas callejuelas repletas de gente embutida en gruesos abrigos y jerseys. Los restauradores se enfrentaban al frío pregonando sus menús con la intención de captar clientes. Sam saboreó los ruidos, los olores y los movimientos, resistiéndose a su efecto hipnótico.
– ¿Quién cree que eran esos dos tipos? -preguntó finalmente.
– Ese es el problema del trabajo de campo, Sam, que nunca sabes. Todo se reduce a la improvisación.
– ¿Podría haber alguien más?
– Por desgracia no hay forma de saberlo en medio de este caos.
Sam recordó las películas y las series de televisión en las que el héroe siempre parecía oler el peligro, por confuso o lejano que fuese. Pero en el alboroto que los asaltaba por todos los flancos se dio cuenta de que no había manera de percibir una amenaza hasta que se cerniera sobre ellos.
Foddrell no dejaba de andar. Más adelante, la vía peatonal desembocaba en una concurrida calle llamada Boulevard Saint Germain, una marabunta de taxis, carros y buses. Foddrell se detuvo hasta que un cercano semáforo paró el tráfico y entonces cruzó a galope los cuatro carriles, colapsados de gente. Los dos hombres le pisaban los talones.
– Vamos -dijo Malone.
Ambos echaron a correr y llegaron a la intersección en el preciso instante en que los semáforos que tenían a su derecha volvían a ponerse en verde. Sin detenerse, él y Malone cruzaron el bulevar y llegaron a la otra acera justo cuando los motores rugían junto a ellos con impaciencia.
– Ha faltado poco -dijo Sam.
– No podemos perderlos.
La parte interior de la acera estaba bordeada por un muro de piedra que les llegaba a la cintura y sostenía una verja de hierro forjado. La gente se abría paso a codazos en ambas direcciones con animación.
Al no tener familia directa, para Sam las vacaciones siempre habían sido una época solitaria. Las cinco últimas Navidades las había pasado solo en una playa de Florida. No conoció a sus padres. Se crió en un lugar conocido como el Instituto Cook, una manera elegante de referirse a un orfanato. Llegó allí de niño y se marchó una semana antes de su decimoctavo cumpleaños.
– ¿ Tengo otra alternativa? - pregunt ó .
– S í, la tienes - respondi ó Norstrum.
– ¿ Desde cu á ndo? Aqu í no hay m á s que normas.
– Son para los ni ñ os. Ahora ya eres un hombre. Eres libre de vivir tu vida como te plazca.
– ¿ Y ya est á ? ¿ Me puedo ir? As í, sin m á s.
– No nos debes nada , Sam.
Se alegr ó de o í r aquello. No ten í a nada que dar.
– La decisi ó n est á en tus manos - dijo Norstrum -, as í de sencillo. Puedes quedarte y formar parte de este lugar o puedes irte.
Aquello no era una elecci ó n.
– Quiero irme.
– Lo supon í a.
– No es que no me sienta agradecido. Simplemente me quiero ir. Ya estoy harto de…
– Normas.
– Eso es. Ya basta de normas.
Sab í a que muchos de los instructores y cuidadores se hab í an criado all í, pues tambi é n eran hu é rfanos , pero otra norma les prohib í a hablar de ello. Como se marchaba , decidi ó preguntar:
– ¿ T ú tuviste elecci ó n?
– Yo eleg í otra cosa.
Su respuesta lo dej ó asombrado. No sab í a que aquel hombre mayor tambi é n era hu é rfano.
– ¿ Podr í as hacerme un favor? - pregunt ó Norstrum.
Se encontraban sobre la hierba del campus , entre edificios de dos siglos de antig ü edad. Sam conoc í a cada cent í metro cuadrado de ellos , hasta el ú ltimo detalle , ya que se exig í a que todos colaboraran en el mantenimiento. Otra de aquellas normas que hab í a llegado a odiar.
– Ten cuidado , Sam. Piensa antes de actuar. El mundo no es tan complaciente como nosotros.
– ¿ As í lo llaman aqu í ? ¿ Complaciente?
– Hemos cuidado de ti - Norstrum hizo una pausa -. Yo te he cuidado de verdad.
En sus dieciocho a ñ os de vida nunca hab í a percibido tal sentimentalismo en aquel hombre.
– Eres un esp í ritu libre , Sam. Eso no es por fuerza algo malo , pero ten cuidado.
Sam vio que Norstrum , a quien conoc í a de toda la vida , le hablaba con sinceridad.
– Puede que fuera encuentres normas que te sean m á s f á ciles de cumplir. Esto ha sido un desaf í o para ti.
– Quiz á lo lleve en los genes.
S ó lo intentaba quitar hierro al asunto , pero el comentario le record ó que no ten í a padres ni ascendencia. Lo ú nico que conoc í a estaba a su alrededor. El ú nico hombre que le hab í a importado en su vida se encontraba junto a é l. As í que , por respeto , le tendi ó la mano , que Norstrum estrech ó educadamente.
– Ten í a la esperanza de que te quedases - dijo el hombre en voz baja.
Unos ojos llenos de tristeza le devolvieron la mirada.
– Que te vaya bien , Sam. Intenta ser bueno siempre.
Y así lo hizo. Se licenció en la universidad con honores e luego ingresó en el Servicio Secreto. A veces se preguntaba si Norstrum seguiría vivo. Habían hablado por última vez hacía catorce años. Simplemente, Sam nunca se había puesto en contacto con él porque no quería decepcionar más a aquel hombre.
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