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Steve Berry: El Club de París

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Cuando Napoleón Bonaparte murió en 1821, se llevó a la tumba un impactante secreto. Como emperador, había saqueado incalculables riquezas de palacios y tesoros nacionales, e incluso de los Caballeros de Malta y el Vaticano. En sus últimos días, sus captores británicos esperaban averiguar dónde se ocultaba el botín. Pero él nos les desveló nada. ¿O tal vez sí? Cotton Malone está a punto de averiguarlo cuando los problemas llaman a la puerta de su librería: un agente del servicio secreto estadounidense que terminara convirtiéndose en su aliado. Sólo igualando el ingenio de un terrorista a sueldo, frustrando un atentado catastrófico, y emprendiendo una desesperada búsqueda del legendario tesoro perdido de Napoleón, podrá Malone evitar la anarquía económica internacional. Desde Dinamarca, pasando por Inglaterra y terminando en las calles de París, Malone participa en un intenso juego de duplicidad y muerte, todo para conseguir un tesoro de valor incalculable. Pero, ¿a qué precio?.

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El joven se movió con cautela y extendió la mano hacia el extintor que había detrás del mostrador. Malone observó cómo quitaba el pasador de seguridad y, antes de que pudiera oponerse a ello, Collins salió de allí y sumió la librería en una niebla química utilizando unos estantes a modo de parapeto y lanzando agente ignífugo a los pistoleros.

No hubo un solo movimiento… Excepto cuatro disparos. Las balas surcaron la niebla y se hundieron en la madera y los muros de piedra. Malone descargó otra ráfaga en dirección opuesta. Oyó cómo se rompía el cristal con un gran estrépito y luego pasos acelerados. Se marchaban.

Un aire frío sopló por encima de su cabeza. Entonces vio que habían huido por el escaparate.

Collins bajó el extintor.

– Se han ido.

Malone debía asegurarse de ello, así que permaneció agachado, se apartó del mostrador y, protegiéndose con las estanterías, echó a correr entre la niebla, que ya se estaba disipando. Llegó hasta la última hilera y se aventuró a lanzar una mirada rápida. El humo se escabullía hacia la gélida noche por un ventanal destrozado.

Malone meneó la cabeza. Un desastre más.

Collins se acercó por detrás.

– Eran profesionales.

– ¿Y cómo lo sabes?

– Sé quién los envía.

Collins dejó el extintor en el suelo.

– ¿Quién?

– Henrik me dijo que se lo explicaría él.

Malone se dirigió al mostrador y cogió el teléfono para llamar a Christiangade, la casa solariega propiedad de Thorvaldsen, situada quince kilómetros al norte de Copenhague. El teléfono sonó varias veces. Normalmente respondía Jesper, el mayordomo, fuese la hora que fuese. El teléfono siguió sonando. Era un mal presagio. Malone colgó y decidió prepararse.

– Ve arriba -ordenó a Collins-. Sobre mi cama hay una mochila. Cógela.

Collins subió los escalones a toda prisa. Malone aprovechó el momento para llamar una vez más a Christiangade y permaneció a la espera mientras el teléfono continuaba sonando.

Collins bajó ruidosamente la escalera. El carro de Malone estaba estacionado a varias manzanas de distancia, justo a las afueras del casco antiguo y cerca del palacio de Christianborg. Malone cogió su teléfono móvil de debajo del mostrador.

– Vámonos.

IV

Eliza Larocque sentía el éxito cerca, aunque su compañero de vuelo dificultaba la tarea. Esperaba sinceramente que aquel viaje transatlántico que había organizado de forma apresurada no fuese una pérdida de tiempo.

– Se llama el Club de París -dijo en francés.

A 15.000 metros de altura, sobrevolando el Atlántico norte en la suntuosa cabina de su nuevo Gulfstream G650, había decidido hacer un último intento. Estaba orgullosa de su último juguete de vanguardia, uno de los primeros que habían salido de la cadena de montaje. La espaciosa cabina tenía cabida para ocho pasajeros, acomodados en unos lujosos asientos de piel. Disponía de cocina, un amplio cuarto de baño, muebles de caoba y módulos de video con Internet de alta velocidad conectados al mundo vía satélite. El reactor volaba alto y rápido, podía recorrer largas distancias y era fiable. Treinta y siete millones, y había merecido la pena la inversión, hasta el último céntimo.

– Conozco esa organización -repuso Robert Mastroianni en la lengua materna de Larocque-. Es un grupo informal de mandatarios financieros de los países más ricos del mundo. Reestructuración, ayuda a damnificados y cancelación de deudas. Conceden créditos y ayudan a las naciones en apuros a reembolsar sus obligaciones. Cuando estaba en el Fondo Monetario Internacional trabajamos muchas veces con ellos.

Larocque conocía el dato.

– Ese club -dijo- nació de unas conversaciones de crisis mantenidas en París en 1956 entre una Argentina en bancarrota y sus acreedores. Sigue reuniéndose cada seis semanas en el Ministerio francés de Economía, Finanzas e Industria, presidido por un alto cargo de la Hacienda francesa. Pero no me refiero a esa organización.

– ¿Otro de sus misterios? -preguntó Mastroianni con cierto aire crítico-. ¿Por qué tiene que ser tan complicada?

– Quizá porque sé que le irrita.

El día anterior se había encontrado con Mastroianni en Nueva York. Él no se alegró de verla, pero aquella noche cenaron juntos. Cuando Larocque le ofreció cruzar el Atlántico, él aceptó, lo cual fue una sorpresa para ella. Aquella sería su última conversación, o quizá la primera de muchas más.

– Adelante, Eliza. Soy todo oídos. Evidentemente, no puedo hacer otra cosa, lo cual sospecho que formaba parte de su plan.

– Si pensaba eso, ¿por qué vuelve a casa conmigo?

– Si lo hubiese rechazado, me habría encontrado de nuevo. Así podremos resolver nuestros asuntos y a cambio de mi tiempo obtengo un confortable vuelo de regreso a casa. Así, pues, prosiga por favor. Pronuncie su discurso.

Larocque contuvo su ira y dijo:

– Existe un tópico que tiene su origen en la historia: “Si un gobierno no puede afrontar el desafío de la guerra, se viene abajo”. La santidad de la ley, la prosperidad ciudadana, la solvencia… Cualquier Estado sacrifica todos esos principios cuando su supervivencia corre peligro.

Su interlocutor bebió un sorbo de una copa de champaña.

– Aquí tenemos otra realidad -apostilló-. Las guerras siempre se han financiado por medio de la deuda. Cuanto mayor es la amenaza, mayor es la deuda.

Mastroianni hizo un ademán despectivo.

– Ya sé lo que viene ahora. Para que cualquier nación entre en guerra, debe tener un enemigo creíble.

– Por supuesto. Y si este ya existe, magnifico.

Mastroianni sonrió al ver que Larocque utilizaba el italiano, su lengua materna. Era la primera vez que relajaba su granítico semblante.

– Si existen enemigos -observó Larocque- pero falta poder militar, puede aportarse dinero para generar dicho poder. -Con una sonrisa agregó-: Si no existen, siempre pueden crearse.

Mastroianni se echó a reír.

– Es usted un demonio.

– ¿Y usted no?

– No, Eliza, yo no -respondió sin apartar la mirada.

Mastroianni era unos cinco años mayor que ella, igual de rico y, aunque enervante, también podía resultar encantador. Acababan de degustar un suculento solomillo de ternera, papas Yokon Gold y judías verdes ligeramente tostadas. Larocque descubrió que a su acompañante le agradaban los platos sencillos: nada de especias, ni ajo ni pimiento picante. Era un paladar único para tratarse de un italiano, pero aquel multimillonario atesoraba muchas particularidades. Pese a todo, no era nadie para juzgarlo. Ella también tenía sus idiosincrasias.

– Existe otro Club de París -dijo ella-. Uno mucho más antiguo. Data de los tiempos de Napoleón.

– Nunca lo había mencionado.

– Hasta ahora no había mostrado usted ningún interés.

– ¿Puedo serle franco?

– Por favor.

– No me gusta. O, para ser más exactos, no me gustan sus negocios ni sus socios. Son despiadados en sus transacciones y no tienen palabra. Algunas de sus políticas de inversión son cuestionables en el mejor de los casos y, en el peor, delictivas. Lleva casi un año persiguiéndome con cantinelas de beneficios fabulosos, pero ofreciendo escasa información que apoye sus aseveraciones. Quizá sea su gen corso y simplemente no pueda controlarlo.

Su madre era corsa y su padre francés. Se habían casado jóvenes y estuvieron juntos más de cincuenta años. Ambos estaban muertos y ella era su única heredera. Los prejuicios sobre su ascendencia no eran nuevos, los había padecido en numerosas ocasiones, pero eso no significaba que los aceptara gratamente.

Larocque se levantó y retiró los platos de la cena.

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