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Steve Berry: El Club de París

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Cuando Napoleón Bonaparte murió en 1821, se llevó a la tumba un impactante secreto. Como emperador, había saqueado incalculables riquezas de palacios y tesoros nacionales, e incluso de los Caballeros de Malta y el Vaticano. En sus últimos días, sus captores británicos esperaban averiguar dónde se ocultaba el botín. Pero él nos les desveló nada. ¿O tal vez sí? Cotton Malone está a punto de averiguarlo cuando los problemas llaman a la puerta de su librería: un agente del servicio secreto estadounidense que terminara convirtiéndose en su aliado. Sólo igualando el ingenio de un terrorista a sueldo, frustrando un atentado catastrófico, y emprendiendo una desesperada búsqueda del legendario tesoro perdido de Napoleón, podrá Malone evitar la anarquía económica internacional. Desde Dinamarca, pasando por Inglaterra y terminando en las calles de París, Malone participa en un intenso juego de duplicidad y muerte, todo para conseguir un tesoro de valor incalculable. Pero, ¿a qué precio?.

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Graham Ashby se encontraba en la Place du Dujon admirando la serenidad del puerto. A su alrededor, las desvencijadas casas de color pastel se amontonaban como cajones entre las iglesias. Las viejas estructuras se veían eclipsadas por la sencilla torre de piedra que se había convertido en su atalaya. El yate de Ashby, el Arquímedes, se hallaba anclado a medio kilómetro de distancia, en el puerto de Vieux. Contemplaba su elegante e iluminada silueta, que se perfilaba contra el agua plateada. La segunda noche del invierno había traído un viento frío y seco del norte que azotaba toda Bastia. En el aire flotaba una pesada quietud vacacional. Faltaban solo dos días para Navidad, pero a él no podía importarle menos.

Terra Nova, otrora el centro de actividad militar y administrativa de Bastia, se había transformado ahora en un barrio próspero con pisos majestuosos y tiendas a la última moda que bordeaban un laberinto de calles adoquinadas. Hace unos años, él estuvo a punto de invertir en el boom, pero se desdijo. El sector inmobiliario, sobre todo en el litoral mediterráneo, ya no reportaba los beneficios de antaño.

Miró hacia el Jetée du Dragon, un muelle artificial situado al noreste, inexistente unas décadas antes. Para edificarlo, los ingenieros habían destruido una gigantesca roca en forma de león bautizada como “El Leone”, y que en su día bloqueaba el puerto y aparecía de forma prominente en numerosos grabados anteriores al siglo xx. Cuando el Arquímedes se había adentrado en aguas protegidas dos horas antes, no tardó en avistar la torre del homenaje apagada -construida por los gobernadores genoveses de la isla en el siglo xiv- sobre la que se encontraba ahora, y se preguntaba si aquella noche sería la noche. Tenía la esperanza de que así fuera.

Córcega no era uno de sus lugares predilectos. No era más que una montaña que afloraba en el mar. Ciento ochenta y cinco kilómetros de largo, ochenta y cuatro de ancho, 14.200 kilómetros cuadrados y 966 kilómetros de costa. Su geografía iba desde picos alpinos a profundos desfiladeros, bosques de pino, lagos glaciares, pastos, valles fértiles e incluso alguna zona desértica. En un momento u otro, griegos, cartagineses, romanos, aragoneses, italianos, británicos y franceses conquistaron la isla, pero jamás subyugaron su espíritu rebelde, otro motivo por el que no había invertido allí. Demasiadas variables en aquel indisciplinado département francés.

Los diligentes genoveses fundaron Bastia en 1380 y construyeron fortalezas para protegerla. La atalaya de Ashby era una de las últimas que quedaban. La ciudad había sido la capital de la isla hasta 1791, cuando Napoleón decidió trasladarla a su lugar de nacimiento, Ajaccio, situada más al sur. Ashby sabía que los lugareños todavía no habían perdonado aquella transgresión al pequeño emperador.

Se abotonó el abrigo Armani y se plantó junto a un parapeto medieval. La camisa a la medida, los pantalones y el jersey le sentaban como un guante a su figura de cincuenta y ocho años. Compraba todos sus conjuntos en Kingston & Knight, como antes habían hecho su padre y su abuelo. El día anterior, un barbero de Londres había invertido media hora en recortar su melena gris y eliminar las blanquecinas ondas que le hacían parecer mayor. Estaba orgulloso de conservar la apariencia y el vigor de un hombre más joven y, mientras contemplaba el mar Tirreno, que se extendía frente a la oscura Bastia, saboreaba la satisfacción de un hombre que había llegado muy lejos.

Consultó su reloj. Había venido a resolver un misterio que había atormentado a los cazatesoros durante más de sesenta años, y detestaba la falta de puntualidad.

Oyó pasos desde la cercana escalinata de veinte metros de longitud. Durante el día, los turistas subían a admirar el paisaje y hacer fotos. A aquella hora no había visitas.

Un hombre apareció bajo la tenue luz. Era pequeño y tenía una cabellera espesa. Dos arrugas profundas surcaban la carne desde la nariz hasta la boca. Su piel era tan marrón como una cáscara de nuez, y el bigote blanco resaltaba su oscura pigmentación. Iba vestido de clérigo. Las faldas de la sotana negra se agitaban al andar.

– Lord Ashby, disculpe el retraso, no ha sido culpa mía.

– ¿Sacerdote? -preguntó señalando el atuendo.

– Me pareció que un disfraz sería lo mejor para esta noche. La gente no suele hacerles preguntas -el hombre, agotado por la subida, trató de recobrar el aliento.

Ashby había elegido la hora con sumo cuidado y calculado su llegada con precisión británica, pero aquella media hora de retraso lo había desbaratado todo.

– Detesto las situaciones desagradables -dijo-, pero a veces es necesaria una conversación sincera cara a cara -Ashby lo señaló con el dedo-. Usted, señor, es un mentiroso.

– Lo soy, he de reconocerlo.

– Me ha costado usted tiempo y dinero, cosas que no me gusta malgastar.

– Por desgracia, lord Ashby, me hallo en escasez de ambas cosas -el hombre hizo una pausa-. Y sabía que usted necesitaba mi ayuda.

La última vez, Ashby había permitido que aquel hombre supiera demasiado. Había sido un error.

Algo había sucedido en Córcega el 15 de septiembre de 1943. Un barco transportaba seis cofres desde Italia. Algunos decían que fueron arrojados al mar cerca de Bastia y otros creían que habían sido llevados hasta la costa. Todos coincidían en que cinco alemanes habían participado en la operación. Cuatro de ellos fueron sometidos a un consejo de guerra por dejar el tesoro en un lugar que pronto estaría en manos aliadas y fueron fusilados. El quinto fue absuelto. Lamentablemente, no sabía dónde se encontraba el último escondite, así que buscó en vano durante el resto de sus días, como habían hecho muchos otros.

– La mentira es la única arma que poseo -afirmó el corso-. Es lo que mantiene a raya a hombres poderosos como usted.

– Viejo…

– Me atrevería a decir que no soy mucho más viejo que usted, aunque mi estatus no es tan impopular como el suyo. Qué reputación tiene usted, lord Ashby.

Este reconoció la observación inclinando la cabeza. Sabía lo influyente que podía ser la imagen para una persona. Durante tres siglos, su familia había sido propietaria de una participación mayoritaria en una de las instituciones de préstamo más antiguas de Inglaterra. Ahora era el titular único de dicha participación. En su día, la prensa británica describió sus luminosos ojos grises, su nariz romana y su fugaz sonrisa como el “semblante de un aristócrata”. Años atrás, un periodista lo tildó de “imponente”, mientras que otro lo catalogaba de “atezado y saturnino”. No le molestaba necesariamente la referencia a su complexión oscura, algo que su madre, que era medio turca, le había legado, pero sí que lo consideraran hosco y taciturno.

– Le garantizo, buen señor -dijo-, que no tiene nada que temer de mí.

El corso se echó a reír.

– Eso espero. La violencia no conduciría a nada. Al fin y al cabo, usted busca el oro de Rommel. Es un tesoro espléndido y puede que yo sepa dónde está.

Aquel hombre era molesto y observador a partes iguales. Pero también era un mentiroso reconocido.

– Se ha salido usted por la tangente.

Aquella silueta soltó una carcajada.

– Me estaba presionando. No puedo permitirme llamar la atención. Otros podrían enterarse. Esta isla es pequeña y si encontramos este tesoro quiero conservar mi parte.

Aquel hombre trabajaba para la Assemblée de Corse, a las afueras de Ajaccio. Era un funcionario menor del gobierno regional que gozaba de acceso a gran cantidad de información.

– ¿Y quién iba a arrebatarnos nuestra parte del botín? -preguntó Ashby.

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