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Steve Berry: El Club de París

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Cuando Napoleón Bonaparte murió en 1821, se llevó a la tumba un impactante secreto. Como emperador, había saqueado incalculables riquezas de palacios y tesoros nacionales, e incluso de los Caballeros de Malta y el Vaticano. En sus últimos días, sus captores británicos esperaban averiguar dónde se ocultaba el botín. Pero él nos les desveló nada. ¿O tal vez sí? Cotton Malone está a punto de averiguarlo cuando los problemas llaman a la puerta de su librería: un agente del servicio secreto estadounidense que terminara convirtiéndose en su aliado. Sólo igualando el ingenio de un terrorista a sueldo, frustrando un atentado catastrófico, y emprendiendo una desesperada búsqueda del legendario tesoro perdido de Napoleón, podrá Malone evitar la anarquía económica internacional. Desde Dinamarca, pasando por Inglaterra y terminando en las calles de París, Malone participa en un intenso juego de duplicidad y muerte, todo para conseguir un tesoro de valor incalculable. Pero, ¿a qué precio?.

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– Puede que allí haya alguna esperanza -dijo, y Monge asintió con aire de complicidad.

Ambos sabían que una fea piedra de color negro descubierta en Rosetta, que presentaba inscripciones en tres alfabetos distintos -jeroglífico, la lengua del antiguo Egipto, demótico, el idioma del Egipto actual, y griego-, podía encerrar la respuesta. El mes pasado había asistido a una sesión del Institut Egypt, creado por él mismo para alentar a sus savants, y allí se había anunciado el hallazgo. Pero se precisaban muchos más estudios.

– Estamos efectuando los primeros reconocimientos sistemáticos de estos yacimientos -observó Monge-. Los que llegaron antes que nosotros se limitaron a saquear. Haremos inventario de lo que encontremos.

Otra idea revolucionaria, pensó Napoleón. Era digna de Monge.

– Lléveme dentro -exhortó.

Su amigo lo condujo por una escalera situada en la cara norte hasta una plataforma de veinte metros de altura. Había llegado hasta allí en una ocasión, cuando meses atrás inspeccionó por primera vez las pirámides acompañado de algunos de sus comandantes, pero se negó a entrar, ya que ello habría exigido andar a gatas delante de sus subordinados. Napoleón se agachó y serpenteó por un pasadizo que no tenía más de un metro de altura y otro tanto de ancho y que describía una leve pendiente a través del núcleo de la pirámide. De su cuello colgaba el morral de piel. Llegaron a otro pasadizo en sentido ascendente y Monge se adentró en él. Ahora la pendiente se dirigía hacia un cuadrado iluminado que se abría al otro extremo.

Cuando salieron pudieron ponerse en pie y aquel extraordinario lugar lo llenó de admiración. A la luz titilante de las lámparas de aceite, escudriñó un techo que se alzaba unos diez metros. El suelo describía una marcada pendiente a través de la mampostería de granito. Los muros se proyectaban hacia el exterior en una serie de vigas voladizas apoyadas unas sobre otras para formar una angosta bóveda.

– Es magnífico -murmuró.

– La llamamos la Gran Galería.

– Un nombre acertado.

A los pies de cada muro lateral se extendía una rampa de medio metro que recorría toda la galería. Entre las rampas mediaba otro pasadizo de un metro. No había escalones, tan solo una pendiente pronunciada.

– ¿Está ahí arriba? -preguntó a Monge.

Oui, general. Ha llegado hace una hora y lo he conducido a la Cámara Real.

Napoleón continuaba sujetando el morral.

– Salga, espéreme abajo.

Monge dio media vuelta, dispuesto a marcharse, pero se detuvo.

– ¿Está seguro de que quiere hacer esto solo?

Napoleón no apartó la mirada de la Gran Galería. Había oído las historias egipcias. Supuestamente, por los corredores místicos de aquella pirámide habían transitado los illuminati de la Antigüedad, individuos que habían entrado como hombres y salido como dioses. Aquel era un lugar para “renacer”, un “útero de misterios”, se decía. Allí habitaba el conocimiento, igual que Dios habitaba el corazón de los hombres. Sus savants se preguntaban qué impulso innato había inspirado aquel hercúleo trabajo de ingeniería, pero para él tan solo podía haber una respuesta y comprendía esa obsesión: el deseo de trocar la estrechez de la mortalidad humana por la amplitud de la ilustración. A sus científicos les gustaba postular que aquel era tal vez el edificio más perfecto del mundo, el Arca de Noé original, quizá el origen de los lenguajes, los alfabetos, los pesos y las medidas. Para él no era así. Aquello era el umbral hacia la eternidad.

– Solo yo puedo hacerlo -farfulló al final.

Monge se fue.

Napoleón se sacudió la arena del uniforme y echó a andar, trepando por la empinada cuesta. Estimó que tendría unos ciento veinte metros de longitud, y cuando llegó arriba se había quedado sin resuello. Un peldaño alto conducía a una galería de escasa altura que a su vez desembocaba en una antesala, de la cual tres paredes eran de granito tallado.

Al fondo se abría la Cámara Real, con muros de piedra roja pulida cuyos bloques gigantescos estaban tan prietos que a duras penas cabía un alfiler entre ellos. La sala era un rectángulo cuya extensión era más o menos el doble de su anchura y excavado en el corazón de la pirámide. Monge le había dicho que podía existir una relación entre las medidas de aquella sala y ciertas constantes matemáticas otrora aceptadas. Él no puso en duda esa observación.

Bloques horizontales de granito formaban la techumbre a diez metros de altura. La luz se filtraba por dos aberturas situadas al norte y al sur de la pirámide. La sala estaba vacía, a excepción de un hombre y un basto sarcófago de granito inacabado y descubierto. Monge había mencionado que en él se apreciaban todavía las muescas de la broca tubular y la sierra de los antiguos trabajadores, y así era. También dijo que su anchura superaba en algo menos de un centímetro la del pasadizo ascendente, lo cual significaba que lo habían depositado allí antes de que se construyera el resto de la pirámide.

El hombre, que miraba hacia la pared, se dio la vuelta. Su cuerpo amorfo estaba envuelto en una holgada túnica, llevaba un turbante de lana y sobre el hombro lucía una tela de algodón estampado. Sus orígenes egipcios resultaban evidentes, pero su frente plana, sus pómulos altos y su nariz ancha dejaban entrever los vestigios de otras culturas. Napoleón miró aquel rostro surcado de arrugas.

– ¿Ha traído el oráculo? -preguntó el hombre.

El general señaló el morral de cuero.

– Aquí está.

Napoleón salió de la pirámide. Llevaba dentro casi una hora y la oscuridad había devorado ya la meseta de Giza. Había pedido al egipcio que aguardara dentro hasta que él se hubiera ido.

Se sacudió de nuevo el polvo del uniforme y se acomodó el morral al hombro. Encontró la escalera y se esforzó por dominar sus emociones. La última hora había sido espantosa. Monge esperaba fuera, sosteniendo las riendas del caballo de Napoleón.

– ¿Ha sido satisfactoria su visita, mon general?

Napoleón miró a su savant.

– Escúcheme bien, Gaspard. No vuelva a mencionar esta noche jamás. ¿Me ha entendido? Nadie debe saber que he estado aquí.

Su amigo pareció desconcertado por su tono de voz.

– No pretendía ofenderlo…

Napoleón alzó una mano.

– No vuelva a hablar nunca más de esto. ¿Entendido?

El matemático asintió, pero Napoleón lo vio mirar hacia arriba, a lo alto de la escalera, donde el egipcio esperaba a que el general se marchase.

– Mátelo -le susurró a Monge.

Napoleón percibió el asombro en el rostro de su amigo, de modo que le habló al oído.

– A usted le encanta empuñar esa pistola. Quiere ser un soldado. Pues ha llegado el momento. Los soldados obedecen a su comandante. No quiero que el egipcio salga de este lugar. Si usted no tiene valor, que lo haga otro. Pero ha de saber algo: si ese hombre sigue vivo mañana, nuestra gloriosa misión en nombre de la exaltada República sufrirá la trágica pérdida de un matemático.

Napoleón advirtió el temor en la mirada de Monge.

– Usted y yo hemos hecho muchas cosas juntos -dijo-. De hecho, somos amigos, hermanos de eso que ha venido a llamarse la República. Pero será mejor que no se atreva a desobedecerme.

Napoleón lo soltó y se montó en el caballo.

– Me marcho a casa, Gaspard, a Francia, a encontrarme con mi destino. Espero que usted encuentre también el suyo aquí, en este lugar dejado de la mano de Dios.

Primera parte

I

Copenhague, domingo, 23 de diciembre, en la actualidad, 12.40 h

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