– Henrik, tienes que escuchar lo que voy a decirte.
– ¿Y por qué iba a hacerlo?
– Solo quiero ayudarte.
– Tienes una extraña forma de hacerlo. Darle ese libro a Stephanie era innecesario. Lo único que has conseguido es ayudar a Ashby.
– Sabes que no es así.
– No, no lo sé.
Henrik alzó el tono de voz, lo cual sorprendió a Meagan, pero intentó guardar la compostura.
– Lo único que sé es que le entregaste el libro. Luego estabas en el barco, con Ashby, haciendo lo que tú y tu ex jefa consideran correcto, lo cual no me incluía a mí. Estoy harto de hacer lo correcto, Cotton.
– Henrik, deja que nosotros nos ocupemos de esto.
– Cotton, creía que eras mi amigo. En realidad, te consideraba mi mejor amigo. Siempre he estado ahí cuando me has necesitado, para lo que fuese. Te lo debía -Henrik intentó contener la emoción-. Por Cai. Estuviste allí, detuviste a sus asesinos. Yo te admiraba, te respetaba. Hace dos años viajé a Atlanta para darte las gracias y encontré un amigo -Hizo una nueva pausa-. Pero no me has tratado con el mismo respeto. Me has traicionado.
– He hecho lo que debía.
Henrik no quería oír ninguna explicación.
– ¿Quieres algo más?
– Murad no vendrá.
La falsedad de Malone le cayó como un mazazo.
– Haya lo que haya en Saint-Denis, tendrás que encontrarlo sin él -aclaró Malone.
Henrik contuvo sus emociones.
– Adiós, Cotton. No volveremos a hablar nunca más.
Y colgó el teléfono.
Malone cerró los ojos.
Aquellas hirientes palabras -“no volveremos a hablar nunca más”- le ardían en las entrañas. Un hombre como Henrik Thorvaldsen no decía esas cosas a la ligera. Acababa de perder a un amigo.
Stephanie lo observaba desde el otro lado del asiento trasero del carro. Se alejaban de Notre Dame hacía la Gare du Nord, una concurrida terminal ferroviaria, siguiendo las primeras instrucciones que les había facilitado Lyon después de su contacto inicial. La lluvia salpicaba el parabrisas.
– Lo superará -dijo Stephanie-. No podemos preocuparnos por sus sentimientos. Ya conoces las normas. Tenemos trabajo.
– Es amigo mío. Y además, odio las normas.
– Le estás ayudando.
– Él no lo ve así.
El tráfico era denso y la lluvia se sumaba a la confusión. Los ojos de Malone oscilaban entre las barandillas, los balcones, los tejados y las majestuosas fachadas que se elevaban a ambos lados de la calle hacia el cielo grisáceo. Vio varias librerías de segunda mano, con escaparates llenos de carteles publicitarios, manidos grabados y títulos arcanos.
Malone pensó en su negocio, que le había comprado a Thorvaldsen, su casero, su amigo, en sus cenas de los jueves en Copenhague, en sus numerosos viajes a Christiangade, en sus aventuras. Habían pasado mucho tiempo juntos.
– Sam va a tener trabajo -murmuró.
Un torrente de taxis anunciaba la llegada a la Gare du Nord. Las instrucciones de Lyon eran llamar cuando divisaran la estación de ferrocarriles. Stephanie marcó el número.
Sam salió de la estación de metro y echó a correr bajo la lluvia, aprovechando los salientes de las tiendas para guarecerse. Se dirigía a una plaza identificada como Place Jean Jaurès. A su izquierda se encontraba la basílica de Saint-Denis, cuya armonía estética medieval se echaba a perder por la ausencia de la aguja. Había optado por el metro como el medio más rápido para llegar hasta el norte y evitar así el tráfico de última hora de la tarde.
Buscó a Thorvaldsen en la gélida plaza. El pavimento mojado, que parecía charol negro, reflejaba la luz amarilla de las farolas. ¿Habría entrado en la iglesia?
Sam paró a una pareja joven que se dirigía hacia el metro y preguntó por la basílica. Le dijeron que el edificio estaba cerrado desde el verano por una profunda remodelación, cosa que confirmaba el andamiaje que cubría el exterior. Entonces vio a Thorvaldsen y Meagan cerca de uno de los remolques estacionados unos doscientos metros a la izquierda y fue hacia ellos.
Ashby se subió el cuello del abrigo para protegerse de la lluvia y recorrió la calle desierta con Caroline y Peter Lyon. El cielo encapotado envolvía el mundo en un manto de estaño. Habían utilizado la lancha y habían surcado el Sena en dirección oeste, hasta el tramo en que el río iniciaba su trayecto hacia el norte para alejarse de París. Al final se habían desviado a un canal y habían atracado en un muelle de cemento cercano a un paso elevado situado varias manzanas al sur de la basílica de Saint-Denis.
Pasaron frente a un edificio con columnas identificado como “Le Musée d’Art et d’Histoire”, y Lyon los llevó por debajo del pórtico. En ese momento sonó su teléfono. Lyon contestó, escuchó unos momentos y dijo:
– Tomen el Boulevard de Magenta en dirección norte y giren en el Boulevard de Rochechouart. Llámenme cuando encuentren la Place de Clichy.
Lyon finalizó la conexión.
Caroline seguía aterrorizaba. Ashby se preguntaba si entraría en un estado de pánico e intentaría huir. Sería una estupidez. Un hombre como Lyon la mataría en un abrir y cerrar de ojos, aunque ello supusiera quedarse sin el tesoro. Lo más inteligente, lo único que podían hacer, era esperar que cometiera un error. Si eso no ocurría, tal vez podría ofrecer a aquel monstruo algo que le fuera de utilidad, como un banco a través del cual blanquear dinero sin que nadie hiciese preguntas.
Se ocuparía de ello cuando fuese necesario. Ahora mismo solo esperaba que Caroline conociera las respuestas a los interrogantes que le formulara Lyon.
Thorvaldsen y Meagan recorrieron un camino de grava adyacente a la cara norte de la basílica situado lejos de la plaza.
– Hay una antigua abadía en la fachada sur -le dijo Meagan-. No es tan antigua como la basílica. Data del siglo xix, aunque algunas secciones son anteriores. Ahora es una especie de colegio universitario. La abadía es el núcleo de la leyenda que rodea este lugar. Después de ser decapitado en Montmartre, el evangelista san Dionisio, el primer obispo de París, supuestamente echó a andar portando su cabeza. Una mujer santa lo enterró en el mismo lugar donde se desplomó. En aquel lugar se erigió una abadía -señaló la iglesia- que al final se convirtió en esta monstruosidad.
Thorvaldsen intentaba descubrir cómo podrían entrar. En la fachada norte había tres portales, todos cerrados con barras de hierro. Más adelante vio lo que sin duda era el deambulatorio, medio círculo de piedra salpicado de ventanas con cristales de colores. La lluvia seguía cayendo. Necesitaban encontrar cobijo.
– Doblemos esa esquina -dijo el danés-, y probemos en la cara sur.
Ashby admiró la basílica, una auténtica maravilla de destreza y artesanía. Caminaban por un sendero de gravilla en la cara sur del edificio y habían accedido a la iglesia por una abertura en la improvisada barrera de construcción.
Tenía el cabello y la cara empapados y las orejas le ardían de frío. Gracias a Dios que llevaba un abrigo y unos guantes de lana gruesos y ropa interior larga. Caroline también iba preparada para aquel clima, pero tenía el cabello rubio pegado a la frente. Pilas de mampostería rota, bloques de travertino y fragmentos de mármol se amontonaban junto al camino, que discurría entre la basílica y un muro de piedra que separaba la iglesia de varios edificios adyacentes. Más adelante había un remolque de construcción apoyado en unos bloques de cemento y detrás de él se alzaba el andamiaje frente a los muros articulados. Al otro lado del remolque, en lo alto de varias docenas de escalones de piedra, se atisbaba un portal gótico que iba estrechándose hasta llegar a dos puertas dobles cerradas con unas placas de hierro de color azul.
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