Steve Berry - El Club de París

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Cuando Napoleón Bonaparte murió en 1821, se llevó a la tumba un impactante secreto. Como emperador, había saqueado incalculables riquezas de palacios y tesoros nacionales, e incluso de los Caballeros de Malta y el Vaticano. En sus últimos días, sus captores británicos esperaban averiguar dónde se ocultaba el botín. Pero él nos les desveló nada. ¿O tal vez sí? Cotton Malone está a punto de averiguarlo cuando los problemas llaman a la puerta de su librería: un agente del servicio secreto estadounidense que terminara convirtiéndose en su aliado. Sólo igualando el ingenio de un terrorista a sueldo, frustrando un atentado catastrófico, y emprendiendo una desesperada búsqueda del legendario tesoro perdido de Napoleón, podrá Malone evitar la anarquía económica internacional. Desde Dinamarca, pasando por Inglaterra y terminando en las calles de París, Malone participa en un intenso juego de duplicidad y muerte, todo para conseguir un tesoro de valor incalculable. Pero, ¿a qué precio?.

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Lyon subió los escalones y forcejeó con el pestillo. Estaba cerrado.

– ¿Ven ese trozo de cañería de hierro? -dijo Lyon señalando el montón de escombros-. Lo necesitamos.

– ¿Piensa forzar la puerta? -preguntó Ashby.

Lyon asintió.

– ¿Por qué no?

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Malone observó a Stephanie mientras esta marcaba el número del teléfono móvil de Ashby una vez más. Habían llegado a la Place de Clichy, un ajetreado nudo vial.

– Diríjanse al sur por la Rue d’Amsterdam, pasada la Gare St. Lazare -indicó Lyon a través del altavoz-. La iglesia que buscan está enfrente de esa estación de trenes. Yo de ustedes me daría prisa. Va a ocurrir en los próximos treinta minutos. Y no llamen más. No responderé.

El conductor oyó la dirección y aceleró. La Gare St. Lazare apareció en menos de tres minutos. Al otro lado de la concurrida estación había dos iglesias, una junto a la otra.

– ¿Cuál? -murmuró Stephanie.

картинка 128

Sam rodeó la cara norte de la basílica siguiendo a Henrik y Meagan bajo la lluvia. Ya habían doblado la esquina que quedaba cien metros más adelante. La cara opuesta de la basílica era redondeada, llena de curvas, carente de los ángulos rectos de la fachada que daba a la plaza.

Sam avanzaba con cuidado; no quería alertar a Thorvaldsen de su presencia. Siguió el medio círculo que describía la iglesia y giró hacia la cara sur. Al momento vio a Thorvaldsen y Meagan, apiñados bajo una sección cubierta que sobresalía de la basílica y conectaba con una estructura contigua. Oyó un ruido que llegaba a lo lejos, más allá de donde se encontraba Thorvaldsen. Después, más ruidos.

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Ashby golpeó el cerrojo con la pesada tubería metálica. A la cuarta embestida, el cerrojo cedió. Con la siguiente arremetida, la palanca de hierro negra cayó rodando por los escalones de piedra.

Lyon abrió la puerta.

– Ha sido fácil.

Ashby arrojó la tubería al suelo. Lyon empuñaba su pistola, motivo suficiente para no hacer ninguna tontería, y apuntó con ella a Caroline.

– Ha llegado el momento de descubrir si sus sospechas eran ciertas.

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Malone tomó una decisión.

– No pensarías que Lyon iba a ponernos las cosas fáciles, ¿verdad? Acércate a la iglesia por la derecha, yo iré por la izquierda.

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El auto se detuvo y ambos salieron bajo la lluvia.

Ashby se alegraba de estar dentro. El interior de la basílica era cálido y seco. Sobre sus cabezas solo ardían un puñado de artefactos luminosos, pero bastaban para apreciar la majestuosidad de la nave. Imponentes columnas estriadas de unos treinta metros de altura, elegantes arcos y una bóveda puntiaguda infundían una sensación de sobrecogimiento. Las innumerables vidrieras de colores, oscurecidas por aquel día deprimente, no proyectaban el sensual poder que sus luminosos tonos sin duda podían transmitir. Pero la impresión de que los muros eran ingrávidos se veía acentuada por la ausencia de elementos visibles que mantuvieran erguido algo tan alto. Ashby sabía, por supuesto, que los arbotantes se encontraban en el exterior. Se obligaba a sí mismo a concentrarse en los detalles para mantener la calma. Necesitaba pensar, estar listo para actuar llegado el momento.

– Señorita Dodd -dijo Lyon-. ¿Y ahora qué?

– No puedo pensar con esa pistola apuntándome -le espetó Caroline-. Así no hay manera. No me gustan las pistolas. No me gusta usted. No me gusta estar aquí.

Lyon entrecerró sus embrutecidos ojos.

– Si le sirve de ayuda -dijo mientras guardaba el arma bajo el abrigo y le enseñaba las manos enfundadas en unos guantes-. ¿Mejor?

Caroline trató de recobrar la compostura.

– Va a matarnos de todos modos. ¿Por qué debería decirle algo?

La simpatía se esfumó del rostro de Lyon.

– Una vez que hayamos encontrado lo que hay aquí, tal vez cambie de parecer. Además, lord Ashby está vigilando todos mis movimientos, esperando a que cometa un error. Entonces comprobaremos si es un hombre de verdad.

Ashby se aferró a los últimos resquicios de valor que le quedaban.

– Puede que tenga la oportunidad de hacerlo.

Lyon esbozó una sonrisa divertida.

– Eso espero. Y ahora, Miss Dodd, ¿adonde vamos?

картинка 132

Thorvaldsen escuchó desde la puerta entreabierta que Ashby había golpeado con la barra de hierro. Él y Meagan entraron detrás de Ashby, Caroline Dodd y el hombre del abrigo verde. Estaba razonablemente seguro de que el desconocido era el segundo hombre que había saltado del barco turístico con Ashby.

– ¿Qué hacemos? -le susurró Meagan al oído.

Thorvaldsen tenía que acabar con aquello. Con un gesto les indicó que se retiraran. Ambos se dirigieron hacia el pórtico, de nuevo bajo la lluvia, y ocuparon su posición bajo una pasarela cubierta. El danés vio unos lavabos y una oficina y supuso que era allí donde la gente compraba las entradas para visitar la basílica.

En ese momento agarró a Meagan del brazo.

– Quiero que salgas de aquí. Ahora mismo.

– No es usted tan duro, jefe. Puedo arreglármelas sola.

– No tienes por qué involucrarte.

– ¿Va a matar a la mujer y al otro hombre?

– Si es preciso, sí.

– Ha perdido el juicio.

– Sí, así es. Lárgate.

Seguía cayendo un aguacero que se precipitaba por los tejados y salpicaba el pavimento justo enfrente de ellos. Todo parecía desarrollarse en una hipnótica cámara lenta. Una vida guiada por la racionalidad estaba a punto de quedar borrada por una tristeza inconmensurable. Cuántos sustitutos de la felicidad había probado desde la muerte de Cai. ¿Trabajo? ¿Política? ¿Filantropía? ¿Almas perdidas como Cotton y Sam? Pero ninguno había aplacado la desesperación que parecía arder constantemente en su interior. Aquella era su misión. Nadie más debía participar.

– No quiero que me maten -le dijo al fin Meagan.

Sus palabras estaban teñidas de desprecio.

– Entonces márchate -Thorvaldsen le lanzó su teléfono móvil-. No lo necesito.

El danés se dio la vuelta.

– Viejo testarudo -dijo Meagan.

Thorvaldsen se detuvo sin mirarla.

– Cuídese -su voz, lenta y suave, dejaba entrever una preocupación real.

– Tú también -repuso él y se alejó bajo la lluvia.

LXIX

Malone franqueó una pesada puerta de roble y entró en la iglesia de St. André, una construcción típica de París, con un ábside con aguilones coronado por una galería y un muro alto que rodeaba el deambulatorio. Robustos contrafuertes sostenían los muros desde el exterior. Esplendor gótico en estado puro.

La gente ocupaba los bancos y se congregaba en los cruceros situados a ambos lados de una larga y estrecha nave. Aunque había calefacción, el aire era lo bastante frío para que se viesen abundantes abrigos. Muchos feligreses llevaban bolsas de la compra, mochilas y grandes bolsos, lo cual significaba que la búsqueda de una bomba o cualquier tipo de arma acababa de tornarse mil veces más difícil.

Malone caminó entre los presentes. El interior era un cuadro de nichos y sombras. Las altas columnas no solo aguantaban el techo, sino que brindaban todavía más cobertura a un atacante. Él iba armado y estaba preparado. Pero ¿para qué?

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