Steve Berry - El Club de París

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Cuando Napoleón Bonaparte murió en 1821, se llevó a la tumba un impactante secreto. Como emperador, había saqueado incalculables riquezas de palacios y tesoros nacionales, e incluso de los Caballeros de Malta y el Vaticano. En sus últimos días, sus captores británicos esperaban averiguar dónde se ocultaba el botín. Pero él nos les desveló nada. ¿O tal vez sí? Cotton Malone está a punto de averiguarlo cuando los problemas llaman a la puerta de su librería: un agente del servicio secreto estadounidense que terminara convirtiéndose en su aliado. Sólo igualando el ingenio de un terrorista a sueldo, frustrando un atentado catastrófico, y emprendiendo una desesperada búsqueda del legendario tesoro perdido de Napoleón, podrá Malone evitar la anarquía económica internacional. Desde Dinamarca, pasando por Inglaterra y terminando en las calles de París, Malone participa en un intenso juego de duplicidad y muerte, todo para conseguir un tesoro de valor incalculable. Pero, ¿a qué precio?.

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– Después de tres artimañas es difícil tomarlo en serio -dijo Stephanie.

– Lo entiendo, pero esta vez es verdad. Y no puede ir allí con la policía. El atentado se produciría antes de que nadie pudiera impedirlo. De hecho, es casi inminente. Solo usted puede evitarlo.

– Patrañas -dijo Stephanie-. Está ganando tiempo.

– Por supuesto. Pero, ¿puede asegurar que lo que digo es mentira?

Malone vio en los ojos de Stephanie lo que él también estaba pensando.

“No tenemos elección”.

– ¿Dónde? -preguntó ella.

Lyon soltó una carcajada.

– No es tan sencillo. Será una especie de cacería. Por supuesto, una iglesia llena de gente cuenta con que usted llegué a tiempo. ¿Dispone de transporte por tierra?

– Sí.

– Me pondré en contacto con usted en breve.

Stephanie colgó el teléfono. Parecía exasperada, pero pronto dio muestras de la confianza que le conferían sus veinticinco años en el Servicio Secreto.

– Busca a Henrik -ordenó a Sam.

El profesor Murad ya les había dicho que la Cathédrale de Saint-Denis era el destino de Thorvaldsen.

– Intenta controlarlo hasta que lleguemos allí.

– ¿Cómo?

– No lo sé. Invéntate algo.

– Sí, señora.

Malone sonrió ante su sarcasmo.

– Así la llamaba yo también, hasta que me cortó las alas. Puedes ocuparte de él. Simplemente tienes que aguantar, tener las cosas bajo control.

– Con Henrik es muy fácil decirlo.

Malone puso una mano sobre el hombro del joven.

– Le caes bien. Está en un aprieto. Ayúdale.

LXVII

Eliza Larocque deambulaba por su piso de París e intentaba ordenar sus caóticos pensamientos. Ya había consultado el oráculo, al que había formulado una pregunta específica: “¿Triunfarán mis enemigos?”. La respuesta que arrojaron sus líneas verticales resultó desconcertante. “El prisionero pronto será recibido en casa, aunque ahora esté mortificado por el poder de sus enemigos”.

¿Qué significaba aquello?

Paolo Ambrosi esperaba su llamada; estaba listo para actuar. Larocque quería a Graham Ashby muerto, pero no sin antes obtener respuestas a sus numerosas preguntas. Tenía que conocer el alcance de su traición. Solo entonces podría evaluar los daños potenciales. La situación había cambiado. La imagen de aquel avión abalanzándose sobre ella en lo alto de la Torre Eiffel seguía viva en su recuerdo. También necesitaba recuperar el control de los cientos de millones de euros del Club de París que Ashby conservaba en su banco. Pero aquel día era festivo. No había manera de conseguirlo. Se ocuparía de ello a primera hora de la mañana.

Había depositado demasiada confianza en Ashby. ¿Y Henrik Thorvaldsen? Le dijo que los estadounidenses estaban al corriente de lo sucedido. ¿Significaba eso que había quedado totalmente al descubierto? ¿Corría peligro todo? Si le habían seguido la pista a Ashby, sin duda llegarían hasta ella.

De repente sonó el teléfono fijo de la mesita. Pocos tenían el número, a excepción de algunos amigos y personal relevante. Y también Ashby. Larocque respondió.

Madame Larocque, soy el hombre al que contrató lord Ashby para gestionar su exhibición de esta mañana.

Larocque no medió palabra.

– Yo de usted me andaría con cuidado -dijo la voz-. He llamado para informarle que tengo a lord Ashby bajo mi custodia. Él y yo tenemos algunos asuntos pendientes. Cuando hayamos terminado, pienso matarlo. Así que puede estar tranquila, su deuda quedará saldada.

– ¿Por qué me cuenta todo esto?

– Me gustaría poder ofrecerle mis servicios en el futuro. Sé quién paga realmente la factura. Ashby era tan solo su agente. Esta es mi manera de disculparme por el desafortunado suceso. Baste decir que nuestro amigo británico también me mintió a mí. Pretendía matarla a usted y a sus socios y acusarme a mí. Por suerte, nadie ha salido herido.

Físicamente no, pensó Larocque. Pero sí hubo daños.

– No es preciso que hable, madame. Sepa que solucionaré el problema.

El teléfono enmudeció.

картинка 121

Ashby escuchó mientras Peter Lyon se mofaba de Larocque, paralizado por su amenaza de muerte. Caroline también lo oyó. Su temor devino instantáneamente en terror, pero Ashby la tranquilizó con una mirada.

Lyon cerró el teléfono móvil y sonrió.

– Si quería quitársela de encima, ya lo ha conseguido. Larocque no puede hacer nada y lo sabe.

– La subestima.

– En realidad, no. Lo subestimé a usted y no volveré a cometer ese error.

– No tiene por qué matarnos -dijo Caroline.

– Eso depende de su grado de cooperación.

– ¿Y qué le impedirá eliminarnos si cooperamos? -preguntó Ashby.

El rostro de Lyon parecía el de un maestro ajedrecista, esperando con frialdad el próximo movimiento de su oponente, sabedor ya del suyo propio.

– Absolutamente nada. Pero, por desgracia para ustedes dos, cooperar es su única opción.

картинка 122

Henrik salió del taxi frente a la basílica de Saint-Denis, contempló la única torre lateral de la iglesia y se fijó en la ausencia de su gemela; el edificio parecía un amputado que había perdido un apéndice.

– La otra torre ardió en el siglo xix -le dijo Meagan-. La alcanzó un relámpago y nunca fue sustituida.

De camino hacia el norte, Meagan le había explicado que allí era donde fueron enterrados los reyes franceses durante siglos. La iglesia, cuya construcción dio comienzo en el siglo xii, cincuenta años antes que Notre Dame, era un monumento nacional. La arquitectura gótica había nacido allí. Durante la Revolución Francesa, muchas de las tumbas fueron destruidas, pero después se restauraron. Ahora era propiedad del gobierno.

Los andamios cubrían los muros exteriores, envolviendo tres cuartas partes de lo que parecían ser la fachada norte y oeste. Una barrera de contrachapado erigida apresuradamente rodeaba la base e impedía el acceso a las puertas principales. Dos remolques de construcción estaban estacionados a cada lado de la improvisada valla.

– Parece que están trabajando -dijo Henrik.

– En esta ciudad siempre están trabajando en algo.

El danés miró hacia arriba. Unas oscuras nubes grises cubrían el cielo, proyectaban unas densas sombras y hacían bajar las temperaturas. Se avecinaba una tormenta de invierno.

El barrio se encontraba a unos diez kilómetros de París, surcado por el Sena y un canal. Al parecer, aquella zona de la periferia era un centro industrial, ya que habían pasado frente a varias fábricas. Empezó a formarse una neblina.

– El tiempo va a empeorar en breve -dijo Meagan.

En la plaza pavimentada que se extendía frente a la iglesia la gente empezó a acelerar el paso.

– Este es un barrio obrero -señaló Meagan-. No es una zona de la ciudad que guste a los turistas. Por eso no se oye hablar a menudo de Saint-Denis, aunque a mí me parece más interesante que Notre Dame.

A Henrik no le interesaba la historia, a no ser que guardara relación con la búsqueda de Ashby. Murad le había contado lo que había podido descifrar, algo que probablemente Ashby también sabía, teniendo en cuenta que Caroline Dodd era tan experta como el profesor. La neblina se convirtió en lluvia.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Meagan-. La basílica está cerrada.

Henrik se preguntaba por qué Murad no había llegado todavía. El profesor había llamado hacía casi una hora y dijo que salía en ese momento.

El danés cogió el teléfono, pero este sonó antes de que pudiera llamar. Miró la pantalla, creyendo que podía ser Murad, pero se trataba de Cotton Malone. Respondió.

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