Era Stephanie Nelle.
Ashby vio que un hombre enfundado en un abrigo verde aparecía entre la multitud y propinaba un puñetazo a Peter Lyon en la garganta. Oyó cómo el surafricano dejaba de respirar y se desplomaba sobre la cubierta.
El hombre del abrigo verde empuñaba una pistola y le ordenó a Ashby:
– Salte por la borda.
– Estará bromeando.
– Salte por la borda -El hombre señaló el agua.
Ashby se volvió y vio una pequeña embarcación, equipada con un solo motor fuera de borda y fondeada cerca del barco turístico con un hombre al timón. Ashby miró de nuevo al hombre del abrigo verde.
– No se lo volveré a repetir.
Ashby se encaramó a la barandilla y se descolgó un metro por la borda hasta caer sobre la otra embarcación. El hombre del abrigo verde se dispuso a seguirlo, pero no llegó abajo. Su cuerpo se precipitó hacia atrás.
Sam vio cómo el hombre vestido de tweed se ponía en pie y tiraba del hombre del abrigo verde, que estaba encaramado a la barandilla. Ashby ya había saltado por la borda. Se preguntaba qué habría allí abajo. El río debía de estar casi helado. Era imposible que aquel tonto se hubiera lanzado al agua.
Los dos desconocidos cayeron sobre la cubierta. Los asustados pasajeros les dejaron espacio.
Sam decidió hacer algo con la bomba de humo. Respiró hondo y entró de nuevo a la zona cubierta. Encontró la lata, la cogió y, una vez rebasada la última hilera de asientos, donde terminaba la bóveda, la tiró por la borda.
Los dos hombres seguían peleando en cubierta y el humo que quedaba se disipó rápidamente en el aire frío y seco. Sam quería hacer algo, pero estaba desorientado.
Los motores se apagaron. En el compartimento delantero se abrió una puerta y salió a toda prisa un miembro de la tripulación. Los desconocidos continuaban peleándose y ninguno de los dos llevaba ventaja. El que iba vestido de tweed se desembarazó del otro, rodó por el suelo y se levantó. El del abrigo verde también se puso en pie, pero en lugar de arremeter contra su oponente, se abrió paso entre los curiosos que lo rodeaban y saltó por la borda. Su enemigo corrió detrás de él, pero ya había desaparecido.
Sam cruzó la cubierta y en la popa vio una pequeña embarcación que perdía velocidad y después se alejaba en dirección opuesta. El hombre vestido de tweed también la vio. Entonces, se quitó la peluca y se arrancó el vello facial de las mejillas y la barbilla. Sam reconoció al instante el rostro que se ocultaba debajo. Era Cotton Malone.
Thorvaldsen relajó la mano con la que empuñaba la pistola en el bolsillo, la sacó disimuladamente y vio a Stepha-nie Nelle dirigirse hacia él.
– Esto tiene mala pinta -farfulló Meagan.
Thorvaldsen asintió.
El barco turístico se aproximaba al puente. Vio cómo arrojaban el objeto humeante por la borda y cómo dos hombres -uno de ellos Ashby- saltaban a una embarcación más pequeña que se alejó en dirección contraria, siguiendo la corriente por el tramo en que el Sena se adentraba en París.
El barco turístico pasó por debajo del puente y el danés vio a Sam y a Cotton Malone rodeados de gente junto a la barandilla de popa. El ángulo ascendente y el hecho de que Sam y Malone estuviesen mirando hacia la lancha motora impidió que ellos lo vieran a él. Meagan y Stephanie también los vieron.
– ¿Entiende ahora en que está interfiriendo? -preguntó Stephanie mientras se detenía a un metro de distancia.
– ¿Cómo supo que estábamos aquí? -preguntó Meagan.
– Por sus teléfonos móviles -respondió Stephanie-. Llevan localizadores incorporados. Cuando Henrik llamó ayer, supe que habría problemas. Hemos estado vigilando.
Stephanie miró a Thorvaldsen.
– ¿Qué va a hacer? ¿Disparar a Ashby desde aquí?
El danés le devolvió una agresiva mirada de indignación.
– Parecía fácil.
– No va a permitir que nosotros nos ocupemos de esto, ¿verdad?
Thorvaldsen sabía perfectamente a qué se refería con “nosotros”.
– Cotton no parece tener tiempo para responder a mis llamadas, pero sí para formar parte de su operativo.
– Intenta resolver todos nuestros problemas, incluidos los suyos.
– No necesito la ayuda de Cotton.
– ¿Entonces por qué lo involucró?
Porque en aquel momento lo había considerado un amigo que estaría a su lado, como él lo había estado con Malone.
– ¿Qué ha ocurrido en ese barco? -preguntó Thorvaldsen.
– No pienso explicárselo, y menos delante de ella -repuso señalando a Meagan-. ¿Pensabas dejarlo matar a un hombre?
– No trabajo para usted.
– Tienes razón -Stephanie hizo un gesto a uno de los policías franceses apostados junto al auto-. Llévesela de aquí.
– Eso no será necesario -dijo Thorvaldsen-. Nos vamos juntos.
– Usted viene conmigo.
Thorvaldsen intuía la respuesta, motivo por el cual se metió la mano derecha en el bolsillo y sacó la pistola.
– ¿Qué piensa hacer? ¿Dispararme? -dijo Stephanie sin alterarse.
– Le recomiendo que no me apriete las tuercas. Ahora mismo no parezco más que un obediente artífice de mi propia humillación, pero eso es problema mío, Stephanie, no suyo, y tengo intención de acabar lo que he empezado.
Ella no respondió.
– Consigue un taxi -le ordenó a Meagan.
La joven corrió hacia el final del puente y detuvo al primer taxi que pasaba por el concurrido bulevar. Stephanie permaneció en silencio, pero Thorvaldsen vio en sus ojos una actitud defensiva, introspectiva y, sin embargo, vigilante. Y algo más. No tenía intención de frenarlo.
El danés actuaba por impulsos, más por pánico que por planificación, y Stephanie parecía entender su dilema. Aquella mujer, llena de experiencia y cautela, no podía ayudarle, pero en el fondo tampoco quería detenerlo.
– Váyase -susurró.
Thorvaldsen corrió hacia el taxi tan rápido como le permitía su encorvada columna. Una vez dentro, le dijo a Meagan:
– Tu teléfono móvil.
Ella le dio el aparato. Thorvaldsen bajó la ventanilla y lo arrojó.
Ashby estaba aterrorizado. La lancha motora continuó su huida por la Île de la Cité, esquivando a toda velocidad otros barcos que navegaban en dirección opuesta. Todo había ocurrido muy rápido. Estaba hablando con Peter Lyon y, de repente, se había visto envuelto en una nube de humo. Ahora, el hombre del abrigo verde empuñaba una pistola, que desenfundó en el instante en que saltó del barco turístico. ¿Quién era? ¿Uno de los estadounidenses?
– Es usted un estúpido -le dijo aquel hombre.
– ¿Quién es usted?
El desconocido equilibró la pistola. Entonces vio aquellos ojos ámbar.
– El hombre al que le debe mucho dinero.
Malone se arrancó el pelo y el adhesivo que todavía llevaba adherido a la cara. Se quitó las pestañas y los lentes de contacto de color ámbar. El barco turístico había atracado en el muelle más cercano y dejó que los atemorizados pasajeros se bajaran. Malone y Sam desembarcaron de últimos, mientras Stephanie los esperaba en lo alto de una escalera de piedra, al nivel de la calle.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó.
– Ha sido un auténtico caos -respondió Malone-. No ha salido como planeaba.
Sam parecía perplejo.
– Teníamos que arrinconar a Ashby -le explicó Malone-. Así que lo llamé haciéndome pasar por Lyon y organicé una cita.
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