Steve Berry - El Club de París

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Cuando Napoleón Bonaparte murió en 1821, se llevó a la tumba un impactante secreto. Como emperador, había saqueado incalculables riquezas de palacios y tesoros nacionales, e incluso de los Caballeros de Malta y el Vaticano. En sus últimos días, sus captores británicos esperaban averiguar dónde se ocultaba el botín. Pero él nos les desveló nada. ¿O tal vez sí? Cotton Malone está a punto de averiguarlo cuando los problemas llaman a la puerta de su librería: un agente del servicio secreto estadounidense que terminara convirtiéndose en su aliado. Sólo igualando el ingenio de un terrorista a sueldo, frustrando un atentado catastrófico, y emprendiendo una desesperada búsqueda del legendario tesoro perdido de Napoleón, podrá Malone evitar la anarquía económica internacional. Desde Dinamarca, pasando por Inglaterra y terminando en las calles de París, Malone participa en un intenso juego de duplicidad y muerte, todo para conseguir un tesoro de valor incalculable. Pero, ¿a qué precio?.

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Eliza se despidió de los últimos miembros del Club de París, que abandonaron La Salle Gustav Eiffel. Había logrado contenerse toda la tarde y frenar el maremoto de ansiedad que había barrido la sala. Cuando finalizó la sesión, las acusaciones de Thorvaldsen parecían olvidadas, o al menos aclaradas. Sin embargo, no podía decir lo mismo de sus temores. Por ello, dos horas antes había hecho una llamada durante una pausa.

El hombre al que buscaba pareció encantado de tener noticias suyas. Su monótona voz no dejó entrever ninguna emoción y se limitó a confirmar que estaba disponible y dispuesto a hacer negocios con ella. Eliza lo había conocido años atrás, cuando solicitó ayuda para lidiar con un deudor, alguien que creyó que la amistad le daba derecho a incumplir una obligación. Eliza hizo indagaciones sobre las capacidades de aquel hombre, se puso en contacto con él y, cuatro días después, el moroso pagó los varios millones de euros que debía. Nunca preguntó cómo lo había conseguido; simplemente se sintió satisfecha de que hubiese ocurrido. Desde entonces se habían dado otras tres “situaciones” parecidas. En todas ellas se había puesto en contacto con él. En todas ellas, la misión llegó a buen puerto. Esperaba que aquel día no fuese una excepción.

El hombre vivía en Montmartre, a la sombra de las cúpulas y los campanarios que se alzaban en el punto más alto de París. Eliza encontró el edificio en la Rue Chappe, una oscura calle con casas del Segundo Imperio, poblada ahora de tiendas modernas, bares y áticos de lujo.

Eliza subió las escaleras hasta el tercer piso y llamó suavemente a la puerta, identificada con un cinco de latón. El hombre que respondió era bajo y delgado, con un finísimo pelo gris. La curvatura de la nariz y la angulosidad de la mandíbula le recordaban a un halcón, que parecía un símbolo apropiado para Paolo Ambrosi. El hombre la invitó a entrar.

– ¿Qué puedo hacer hoy por usted? -preguntó Ambrosi con voz calmada.

– Siempre directo al grano.

– Es usted una persona importante. El tiempo es oro. Supongo que no ha venido aquí, en Navidad, para algo trivial.

Eliza captó el mensaje.

– ¿Y pagar los honorarios que usted merece?

Ambrosi asintió levemente con la cabeza, que era algo pequeña para su cuerpo.

– Esto es especial -dijo Eliza-. Hay que actuar con rapidez.

– ¿Qué significa con rapidez?

– Hoy.

– Supongo que dispondrá de la información necesaria para prepararlo como es debido.

– Lo llevaré directo al objetivo.

Ambrosi llevaba un jersey de cuello vuelto negro, un abrigo de tweed negro y gris y pantalones oscuros de pana que contrastaban con su tez pálida. Eliza se preguntaba cuáles eran las motivaciones de aquel siniestro personaje, pero pensó que probablemente fuese una larga historia.

– ¿Prefiere algún método en particular? -preguntó.

– Tan solo que sea lento y doloroso.

Los fríos ojos de Ambrosi eran inexpresivos.

– Su traición ha debido de ser inesperada.

Eliza apreciaba la habilidad de aquel hombre para leer sus pensamientos.

– Por no decir algo peor.

– ¿Tan grande es su necesidad de satisfacción?

– Desmedida.

– Entonces conseguiremos la absolución total.

картинка 105

Sam marcó el número en su teléfono móvil. No tardó en hallar respuesta al otro extremo de la línea.

– ¿Qué ocurre, Sam? -dijo Stephanie.

– Tengo a Ashby.

Le contó con todo lujo de detalles lo que había sucedido desde que abandonó la Torre Eiffel.

– Se suponía que no debías seguirle -dijo Stephanie.

– También se suponía que un avión no debía precipitarse sobre nosotros.

– Agradezco tu atrevimiento. No te muevas de donde estás…

Henrik le cogió el teléfono. Sin duda, su amigo quería hablar con Stephanie Nelle, y Sam quería saber por qué, así que dio un paso atrás y escuchó.

картинка 106

– Me alegra saber que el gobierno estadounidense interviene de forma directa -dijo Thorvaldsen.

– Y yo me alegro de hablar con usted, Henrik -respondió Stephanie con un tono que evidenció que estaba lista para la batalla.

– Ha interferido usted en mis asuntos -espetó el danés.

– Al contrario. Usted ha interferido en los nuestros.

– ¿Cómo es posible? Nada de esto concierne a Estados Unidos.

– No esté tan seguro. No es el único que está interesado en Ashby.

Thorvaldsen sintió un vacío en el estómago. Lo sospechaba, pero esperaba equivocarse.

– ¿Es valioso para ustedes?

– Como comprenderá, no puedo confirmar ni negar eso.

No necesitaba que Stephanie reconociera nada. Lo que acababa de acontecer en la Torre Eiffel lo explicaba todo.

– No cuesta imaginar lo que está pasando aquí.

– Digamos que hay más en juego que su venganza.

– No para mí.

– ¿Serviría de algo si le digo que lo entiendo, que yo haría lo mismo en su lugar?

– Aun así ha interferido.

– Le hemos salvado la vida.

– Le entregó el libro a Ashby.

– Lo cual fue buena idea. Le hizo bajar la guardia. Y le ha traído suerte, debo añadir. De lo contrario, ahora estaría usted muerto.

Thorvaldsen no estaba de humor para agradecimientos.

– Cotton me ha traicionado. En este momento no tengo tiempo para ocuparme de esa decepción, pero lo haré.

– Cotton utilizó la cabeza. Usted también debería hacerlo, Henrik.

– Mi hijo está muerto.

– No es preciso que me lo recuerde.

– Pues lo parece -Thorvaldsen hizo una pausa, cogió aire y se tranquilizó-. Esto es asunto mío, no suyo, ni de Cotton, ni del gobierno de Estados Unidos.

– Henrik, escúcheme. No se trata de usted. Hay un terrorista implicado en todo este asunto, un hombre llamado Peter Lyon. Llevamos diez años intentando darle caza. Por fin está al descubierto, donde podemos verle. Tiene que dejarnos acabar con esto, pero necesitamos a Ashby para hacerlo.

– ¿Y cuándo acabará? ¿Qué hay del asesino de mi hijo?

Al otro lado del teléfono se impuso el silencio, lo cual le confirmó lo que ya sabía.

– Justo lo que pensaba. Adiós, Stephanie.

– ¿Qué piensa hacer?

Thorvaldsen colgó el teléfono y se lo devolvió a Sam. El joven y Meagan Morrison permanecían en silencio, mirando al danés con preocupación.

– ¿Ustedes también me traicionarán? -le preguntó a Sam.

– No.

La respuesta fue rápida. Quizá demasiado. Pero la anhelosa alma del joven deseaba demostrar su valía.

– Está saliendo alguien -dijo Meagan.

Thorvaldsen se dio media vuelta y miró el hotel, situado al otro lado del bulevar. En ese momento apareció Ashby y habló con el portero, quien rápidamente llamó a un taxi con un gesto. Thorvaldsen se volvió hacia los edificios que quedaban a su espalda. Podían verle.

– Va en ese taxi -dijo Sam.

– Llama a uno.

LXIII

En el muelle del Pont de l’Alma, Ashby subió al barco turístico. Al este, un carillón daba las tres de la tarde. Nunca había navegado por el Sena, aunque imaginaba que los cruceros eran bastante populares. Aquel día, solo una veintena de extranjeros ocupaban los asientos bajo una fuliginosa bóveda de plexiglás, que tenía capacidad para el doble de pasajeros. Ashby no entendía por qué Peter Lyon había insistido en reunirse en un sitio tan vulgar. La llamada se había producido una hora antes y una voz ronca le había dado las instrucciones sobre la hora y el lugar. Le pidió a Caroline que siguiera trabajando en lo que había descubierto y le dijo que volvería pronto. Había barajado la posibilidad de ignorar la cita con Lyon, pero no era tan estúpido. Además, había sido Lyon quien había fracasado, no él. Y luego estaba la cuestión de los honorarios que ya había pagado y la suma que aún adeudaba.

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