– “Al rey Dagoberto y a Sión pertenece el tesoro y él esta muerto allí”. Es bastante simple.
Quizá para alguien con varios títulos en historia, pero no para él.
– Dagoberto era un merovingio que gobernó a principios del siglo vii. Unificó a los francos y convirtió a París en su capital. Fue el último merovingio que tuvo algún poder real. Después de eso, los reyes merovingios se convirtieron en gobernadores ineficaces que heredaban el trono de niños y solo vivían lo suficiente para engendrar un heredero varón. El auténtico poder estaba en manos de las familias nobles.
Ashby seguía pensando en Peter Lyon y Eliza Larocque y en la amenaza que suponían. Él quería pasar a la acción, no escuchar, pero se obligó a ser paciente. Caroline nunca lo había decepcionado.
– Dagoberto construyó la basílica de Saint-Denis al norte de París. Fue el primer rey enterrado en la iglesia -Caroline hizo una pausa-. Aún sigue allí.
Ashby intentó recordar lo que pudo de la catedral. El edificio se había construido sobre la tumba de San Dionisio, un obispo local martirizado por los romanos en el siglo iii y adorado por los parisinos. Era un edificio excepcional tanto por su construcción como por su diseño, y estaba considerado como uno de los primeros ejemplos de arquitectura gótica del planeta. Ashby recordó a un conocido suyo de origen francés que en una ocasión se jactó de que la mayor concentración de monumentos funerarios reales se encontraba en aquel lugar. Como si a él le importara. Aunque quizá debería importarle, sobre todo una tumba real en particular.
– Nadie sabe si Dagoberto está enterrado realmente allí -aclaró Caroline-. El edificio se erigió en el siglo v. Dagoberto gobernó a mediados del siglo vii. Donó tantas riquezas para la mejora de la basílica que en el siglo ix fue reconocido como su fundador. En el siglo xiii, los monjes le dedicaron un nicho.
– ¿Está allí Dagoberto o no?
Caroline se encogió de hombros.
– ¿Y qué más da? Ese nicho todavía se considera la tumba de Dagoberto, donde él yace muerto.
Ashby comprendió la importancia de sus palabras.
– ¿Eso es lo que creía Napoleón?
– Dudo que pensara otra cosa.
Malone miró fijamente el computador y la única palabra que aparecía en mayúsculas, enfatizada por tres signos de exclamación.
¡¡¡BAM!!!
– Qué interesante -dijo Stephanie.
– Lyon está obsesionado con las bombas.
La pantalla cambió y en ella apareció un nuevo mensaje.
¿CÓMO DICE LA EXPRESIÓN?
TARDE, MAL Y NUNCA.
QUIZÁ LA PRÓXIMA VEZ.
– Eso sí que es irritante -dijo Malone, pero vio algo más que frustración en los ojos de Stephanie y supo lo que le pasaba por la cabeza.
“Ni Club de París, ni Lyon, ni nada”.
– No es tan grave -agregó.
Stephanie pareció ver el brillo en los ojos de su compañero.
– ¿En qué estás pensando?
Malone asintió.
– En una manera de atrapar por fin a esta sombra.
Ashby miró la foto del monumento funerario de Dagoberto que Caroline había encontrado en la red. Un aire gótico dominaba su abigarrado diseño.
– Representa la leyenda de Juan el Ermitaño -dijo Caroline-. Soñó que unos demonios arrebataban el alma de Dagoberto, que después arrancaron de sus garras los santos Dionisio, Mauricio y Martín.
– ¿Y esto se encuentra dentro de la basílica de Saint-Denis?
Ella asintió.
– Adyacente al gran altar. De algún modo escapó a la ira de la Revolución Francesa. Antes de 1800, todos los monarcas franceses eran enterrados en Saint-Denis. Pero la mayoría de las tumbas de bronce se fundieron durante la Revolución Francesa y el resto fueron destruidas y apiladas en un jardín situado detrás del edificio. Los restos de todos los reyes Borbones se arrojaron a una fosa cercana.
Esa salvaje venganza le hizo pensar en Eliza Larocque.
– Los franceses se toman su ira bastante en serio.
– Napoleón atajó el vandalismo y restauró la iglesia -respondió Caroline-. La convirtió de nuevo en un camposanto imperial.
Ashby comprendió la importancia de todo aquello.
– ¿De modo que conocía la basílica?
– La conexión merovingia sin duda despertó su interés. Varios merovingios están enterrados allí, incluido, según él, Dagoberto.
La puerta de la suite se abrió y Guildhall apareció de nuevo. Un discreto gesto de cabeza anunció a Ashby que los Murray estaban en camino. Se sentiría mejor cuando estuviese rodeado de gente leal. Había que hacer algo con Eliza Larocque. No podía mirar siempre atrás, preguntándose si aquél sería el día en que por fin lo atraparía. Quizá podrían llegar a un acuerdo. Era viable negociar con ella. Pero Ashby había intentado matarla, algo que sin duda Larocque ya sabía en aquel momento. No importaba. Se ocuparía de ella más tarde.
– De acuerdo, cariño. Cuéntame. ¿Qué pasará cuando visitemos Saint-Denis?
– ¿Qué te parece si respondo a eso cuando lleguemos?
– ¿Tienes la respuesta?
– Creo que sí.
Thorvaldsen salió del taxi y vio a Sam y a una mujer al otro lado de la calle. Se metió las manos en los bolsillos del abrigo y cruzó. El tráfico era escaso en el bulevar bordeado de árboles, pues todas las boutiques de lujo estaban cerradas por Navidad. Sam parecía nervioso. Le presentó a aquella mujer y le explicó quién era.
– Parece que se han metido en un buen lío -dijo el danés.
– No teníamos muchas opciones -respondió Meagan Morrison.
– ¿Ashby sigue dentro? -preguntó Thorvaldsen señalando el hotel.
Sam asintió.
– Si es que no ha decidido marcharse por otra puerta.
Thorvaldsen contempló el Four Seasons y se preguntó cuál sería el siguiente movimiento de aquel confabulador.
– Henrik, yo estaba en lo alto de la torre -dijo Sam-. Subí después de que Ashby se fuera. Ese avión venía por el club, ¿verdad?
– Sin duda. ¿Qué hacías allí?
– Estaba preocupado por usted.
Aquellas palabras le hicieron pensar en Cai. Sam tenía más o menos la edad que tendría él si estuviese vivo. Muchas cosas de aquel joven estadounidense le recordaban a su hijo. Quizá por eso gravitaba hacia él. Eran el amor perdido y todos aquellos disparates de la sicología que, dos años atrás, no significaban nada para él. Ahora lo consumían. Pero, a través de la densa nube de amargura que parecía envolver cada uno de sus pensamientos, todavía podía escuchar una voz casi imperceptible que le decía que se calmara y pensara, así que miró a Sam y dijo:
– Cotton ha impedido que ocurriera ese desastre. Él piloteaba el avión.
Thorvaldsen percibió incredulidad en los ojos del joven.
– Como habrás visto, él y Stephanie son de lo más ingeniosos. Por suerte, estaban al corriente de todo -el danés hizo una pausa-. Igual que tú, por lo que veo. Lo que hiciste fue muy valiente. Te lo agradezco -entonces reveló por fin el objeto de su visita-. Me dijiste que podías contactar con Stephanie Nelle, ¿verdad?
Sam asintió.
– ¿La conoce? -le preguntó Meagan.
– Hemos trabajado juntos en varias ocasiones. Somos… viejos conocidos.
La joven no se mostró impresionada.
– Es una zorra.
– Puede serlo, sí.
– No sabía si llamarla -dijo Sam.
– Deberías haberlo hecho. Probablemente sepa lo de Ashby. Marca el número y hablaremos con ella.
Читать дальше