Steve Berry - El Club de París

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Cuando Napoleón Bonaparte murió en 1821, se llevó a la tumba un impactante secreto. Como emperador, había saqueado incalculables riquezas de palacios y tesoros nacionales, e incluso de los Caballeros de Malta y el Vaticano. En sus últimos días, sus captores británicos esperaban averiguar dónde se ocultaba el botín. Pero él nos les desveló nada. ¿O tal vez sí? Cotton Malone está a punto de averiguarlo cuando los problemas llaman a la puerta de su librería: un agente del servicio secreto estadounidense que terminara convirtiéndose en su aliado. Sólo igualando el ingenio de un terrorista a sueldo, frustrando un atentado catastrófico, y emprendiendo una desesperada búsqueda del legendario tesoro perdido de Napoleón, podrá Malone evitar la anarquía económica internacional. Desde Dinamarca, pasando por Inglaterra y terminando en las calles de París, Malone participa en un intenso juego de duplicidad y muerte, todo para conseguir un tesoro de valor incalculable. Pero, ¿a qué precio?.

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El joven centró su atención en las orillas mientras un guía hablaba por los altavoces sobre la Île de la Cité y sus numerosas atracciones, que se encontraban justo enfrente. Sam fingió contemplar el paisaje para vigilar lo que acontecía. El guía mencionó que tomarían la ruta de la orilla izquierda para bordear la Île, pasando por Notre Dame en dirección a la Bibliothéque Francois Miterrand. En ese momento, Sam cogió el teléfono e informó rápidamente sobre el trayecto.

картинка 110

Thorvaldsen escuchó, colgó el teléfono y estudió la carretera.

– Cruce el río -le dijo al conductor-, luego gire a la izquierda hacia el Barrio Latino. Pero sígalo de cerca.

No quería perder de vista el barco turístico.

– ¿Qué está haciendo? -preguntó Meagan Morrison.

– ¿Cuánto hace que vives en París?

Meagan pareció sorprendida por la pregunta y se dio cuenta de que el danés estaba ignorando la suya.

– Varios años.

– Dime, ¿hay algún puente más allá de Notre Dame que lleve a la orilla izquierda?

Meagan vaciló. Thorvaldsen se percató de que la joven no desconocía la respuesta, sino que quería saber por qué era importante aquella información.

– Hay un puente pasada la basílica. El Pont de l’Archevêché.

– ¿Hay mucha circulación?

Meagan negó con la cabeza.

– Sobre todo transeúntes y algunos carros que cruzan en dirección a la Île St. Luis, que queda detrás de la catedral.

– Vaya allí -indicó al conductor.

– ¿Qué piensa hacer, jefe?

El danés ignoró la pulla y, sin inmutarse, dijo:

– Cumplir con mi deber.

LXIV

Ashby esperó a que Peter Lyon le dijera lo que quería oír.

– Puedo eliminar a Larocque -aseguró el surafricano en voz baja.

Se encontraban de cara al río, viendo cómo la estela espumosa del barco se disolvía en el agua gris amarronada. Les seguían dos barcos turísticos y varias embarcaciones privadas.

– Tiene que ser hoy mismo -aclaró Ashby-. Mañana como muy tarde. Larocque se va a poner muy desagradable.

– ¿Ella también quiere el tesoro?

Ashby decidió mostrarse contundente.

– Más de lo que imagina. Es una cuestión de honor familiar.

– Quiero saber más acerca de ese tesoro.

Ashby no quería responder, pero no tenía elección.

– Son las riquezas perdidas de Napoleón, un tesoro incalculable. Lleva desaparecido doscientos años, pero creo haberlo encontrado.

– Tiene suerte de que su tesoro no me interese. Prefiero la moneda de curso legal.

La expedición pasó frente al Palais de Justice y por debajo de un puente atestado por el tráfico.

– Imagino que no tengo que pagar el resto hasta que termine con Larocque -dijo Ashby.

– Para demostrarle que soy un hombre de palabra, acepto. Pero estará muerta mañana -Lyon hizo una pausa-. Y debe saber algo, lord Ashby. Rara vez fallo, así que no me gustan los recordatorios.

Ashby captó el mensaje, pero él también quería poner énfasis en algo.

– Usted mátela.

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Sam decidió sentarse en la última fila de asientos de la zona cubierta. Divisó la característica silueta de Notre Dame aproximándose a la izquierda. A su derecha estaban el Barrio Latino y Shakespeare & Company, donde había empezado todo el día anterior. El guía turístico, a quien solo se oía por los altavoces, hablaba en dos lenguas sobre la Conciergerie, situada en la orilla derecha, donde María Antonieta fue encarcelada antes de su ejecución.

Sam se levantó y se dirigió hacia la fila trasera mientras contemplaba la vista. Observó a los turistas charlando, haciendo fotos y señalando; todos excepto uno, sentado al final de un pasillo, en la antepenúltima hilera de asientos. Su rostro parecía marchito, blando; tenía las orejas grandes y una barbilla casi inexistente y llevaba un abrigo verde, pantalones téjanos negros y botas. Llevaba la oscura melena recogida en una coleta. Estaba sentado con las manos en los bolsillos, mirando al frente, desinteresado, disfrutando aparentemente del trayecto.

Sam se apoyó en la pared exterior y franqueó una barrera invisible donde el frío proveniente de la popa se imponía al aire cálido que se respiraba en el interior. Miró hacia adelante y vio otro puente que cruzaba el Sena. Algo empezó a rodar por la cubierta y golpeó el costado de la embarcación. Era un pote metálico.

Había recibido la suficiente instrucción sobre armamento durante su formación en el Servicio Secreto para saber que no se trataba de una granada. No, era una bomba de humo.

En ese momento miró al hombre del abrigo verde, que lo estaba mirando con una sonrisa en los labios. De la lata empezó a brotar un humo púrpura.

картинка 112

Ashby sintió aquel olor.

Se dio la vuelta y vio que el espacio que cubría la bóveda de plexiglás estaba lleno de humo. Se oyeron gritos. La gente escapaba de aquel velo neblinoso en dirección a la parte abierta del puente donde él se encontraba, tosiendo por el humo que había inhalado dentro.

– ¿Qué demonios pasa aquí? -murmuró.

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Thorvaldsen pagó al taxista y se apeó en el Pont de l’Archevêché. Meagan Morrison tenía razón. No había demasiado tráfico en los dos carriles y solo un puñado de transeúntes se había detenido para disfrutar de la pintoresca vista de la parte posterior de Notre Dame.

El danés dio cincuenta euros de más al conductor y le dijo:

– Lleve a esta joven adonde ella quiera -Thorvaldsen miró hacia el asiento trasero-. Buena suerte. Adiós.

Y tras decir eso cerró la puerta.

El taxi reanudó la marcha y Thorvaldsen se acercó a la barandilla que separaba la acera de una caída de diez metros hasta el río. En el bolsillo del abrigo palpó la pistola, que Jesper le había enviado el día anterior desde Christiangade junto con algunas revistas.

Divisó a Graham Ashby y a otro hombre fuera de la bóveda del barco turístico, apoyados en la barandilla de popa, justo como Sam le había dicho. La embarcación se encontraba a doscientos metros de distancia y se dirigía hacia él a contracorriente. Tenía que disparar a Ashby, tirar la pistola al Sena y marcharse antes de que nadie se percatara de lo ocurrido. Estaba familiarizado con las armas. Podría cometer aquel asesinato. Entonces oyó un frenazo y se dio la vuelta. El taxi se había detenido. La puerta trasera se abrió y de ella salió Meagan Morrison. Se abrochó el abrigo y fue directa hacia él.

– ¡Jefe! -gritó-. Está a punto de cometer una estupidez, ¿no?

– Para mí no lo es.

– Si es irrevocable, al menos déjeme ayudarle.

картинка 114

Sam se dirigió a toda prisa a la popa con el resto de pasajeros. Del barco se elevaba una columna de humo, como si estuviese en llamas. Pero no lo estaba. El joven salió de la zona cubierta y vio al hombre del abrigo verde abriéndose paso a codazos en medio del pánico y encaminándose hacia la barandilla en la que todavía estaban apoyados Ashby y su acompañante.

картинка 115

Thorvaldsen cogió la pistola que llevaba en el bolsillo y vio el humo que salía del barco.

– Eso no se ve todos los días -dijo Meagan.

El danés oyó más frenazos y al darse media vuelta vio dos vehículos bloqueando el tráfico a ambos extremos del puente. En ese momento pasó un auto a toda velocidad y se detuvo en seco a mitad de la estructura. Se abrió la puerta del acompañante.

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