Su teléfono vibró. Se parapetó detrás de una de las columnas, en una capilla lateral vacía, y respondió en voz baja.
– Los oficios han terminado -dijo Stephanie-. La gente se va.
Malone tenía un presentimiento que le había asaltado en el preciso instante en que entró en aquel lugar.
– Ven aquí -susurró.
Ashby se encaminó hacia el gran altar. Habían accedido a la basílica por una entrada lateral situada cerca de una escalinata interior que conducía al presbiterio y de otra que descendía a una cripta. Desde el altar se sucedía una hilera tras otra de bancos de madera en dirección al crucero norte y las entradas principales, y la cara septentrional estaba perforada por un inmenso rosetón, oscurecido por las últimas luces del día. Los bancos y los cruceros estaban repletos de tumbas, en su mayoría adornadas con incrustaciones de mármol. Los monumentos se extendían de un extremo a otro de la nave, a lo largo de unos cien metros de espacio cerrado.
– Napoleón quería que su hijo tuviese el tesoro -dijo la atemorizada Caroline-. Ocultó sus riquezas con esmero, donde nadie pudiera encontrarlas, excepto quienes él quisiera.
– Como debería hacer cualquier persona con poder -observó Lyon.
La lluvia no cesaba y su constante repiqueteo sobre el techo de cobre resonaba por toda la nave.
– Después de cinco años en el exilio, se dio cuenta de que jamás regresaría a Francia. También sabía que se acercaba el final, así que intentó decirle a su hijo dónde estaba el tesoro.
– ¿El libro que le entregó la estadounidense en Londres es relevante? -le preguntó Lyon a Ashby.
Este asintió.
– ¿No dijiste que el libro te lo había dado Larocque? -preguntó Caroline.
– Mentía -aclaró Lyon-. Pero eso ya no importa. ¿Por qué es importante el libro?
– Porque esconde un mensaje -respondió Caroline.
Estaba revelando demasiado, y demasiado rápido, pero Ashby no tenía manera de decirle que echara el freno.
– Puede que haya descifrado el mensaje final de Napoleón -dijo ella.
– Cuénteme -respondió Lyon.
Sam vio que Thorvaldsen dejaba sola a Meagan y que esta volvía a sumergirse en la lluvia y corría hacia donde él se encontraba, junto a uno de los muchos salientes del muro exterior. Sam pegó la espalda a la fría y mojada piedra y esperó a que ella doblara la esquina. Debería estar congelado, pero tenía los nervios a flor de piel, y eso le entumecía los sentidos El clima era la última de sus preocupaciones. En ese momento apareció Meagan.
– ¿Adonde vas? -le preguntó en voz baja.
Ella se detuvo de golpe, claramente sorprendida.
– Maldita sea, Sam. Me has dado un susto de muerte.
– ¿Qué pasa?
– Tu amigo está a punto de cometer una estupidez.
Sam lo suponía.
– ¿Qué era ese ruido?
– Ashby y otros dos han entrado en la iglesia.
Sam le preguntó quiénes eran las personas que acompañaban a Ashby. Meagan describió a la mujer, a la que el joven no conocía, pero el segundo hombre coincidía con el del barco turístico. Era Peter Lyon. Necesitaba llamar a Stephanie. Rebuscó en el bolsillo de su abrigo y encontró el teléfono.
– Llevan localizadores -dijo Meagan señalando el aparato-. Probablemente ya sepan dónde estás.
No necesariamente. Stephanie y Malone estaban ocupados lidiando con la nueva amenaza que había gestado Lyon. Pero lo habían enviado a cuidar de Thorvaldsen, no a enfrentarse a un terrorista fugitivo. Y además había otro problema. El trayecto hasta allí le había llevado veinte minutos en metro. Estaba muy lejos del centro de París, en un barrio casi desierto, y calado hasta los huesos por una tormenta. Eso significaba que él debía resolver aquel contratiempo.
“Nunca lo olvides, Sam. La estupidez te matará”. Norstrum -que Dios le bendiga- tenía razón, pero Henrik lo necesitaba. Volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo.
– No pensarás entrar ahí, ¿verdad? -preguntó Meagan como si le hubiera leído el pensamiento.
Incluso antes de responder, Sam se dio cuenta de lo absurdo que parecía, pero era la verdad.
– Tengo que hacerlo.
– ¿Como en lo alto de la Torre Eiffel, cuando estuviste a punto de morir junto a los demás?
– Algo así.
– Sam, ese viejo quiere matar a Ashby. Nada se lo va a impedir.
– Yo sí.
Meagan meneó la cabeza.
– Sam, me caes bien, de verdad. Pero estás loco. Esto es demasiado peligroso.
La muchacha estaba bajo la lluvia, con el rostro contraído por la emoción. Sam pensó en su beso de la noche anterior, bajo tierra. Había algo entre ellos. Una conexión. Una atracción. Todavía podía verlo en sus ojos.
– No puedo -dijo ella con la voz rota antes de dar media vuelta y marcharse.
Thorvaldsen eligió cuidadosamente el momento para entrar. Ashby y sus dos acompañantes no aparecían por ninguna parte; se habían esfumado en la sombría nave. Fuera, la oscuridad era comparable al tenue interior, así que pudo entrar sin ser visto aprovechando el viento y la lluvia.
La puerta de entrada estaba situada prácticamente en el centro de la extensa fachada sur de la iglesia. Thorvaldsen giró hacia la izquierda y se agazapó detrás de un elaborado monumento funerario que incluía un arco del triunfo, bajo el cual yacían recostadas dos figuras talladas en mármol manchado por el paso del tiempo. Ambas eran representaciones demacradas, más parecidas a un cadáver que a un ser vivo. Una placa de metal identificaba a las efigies como Francisco I y su reina, que vivieron en el siglo xvi.
El danés oyó un clamor de voces agudas detrás de las columnas que se erguían en una vertiginosa muestra de arte gótico. Más tumbas aparecieron bajo la frágil luz, así como sillas vacías dispuestas en ordenadas filas. El sonido llegaba en breves ráfagas. Su capacidad auditiva no era tan buena como antaño y la lluvia que azotaba el tejado no ayudaba. Tenía que acercarse más.
Thorvaldsen abandonó su escondite y correteó hacia el siguiente monumento, una delicada escultura femenina, más pequeña que la primera. Cerca de allí, un aire cálido brotaba de una reja que había en el suelo. Su abrigo goteaba sobre la piedra caliza. Con cuidado, se desabrochó los botones y se quitó aquella prenda empapada, pero antes sacó la pistola de uno de los bolsillos. Se deslizó hacia una columna situada a escasos metros, que separaba el crucero sur de la nave, procurando no tocar ninguna de las sillas. Un solo ruido y su ventaja se iría al traste.
Ashby observó cómo Caroline, que se esforzaba por reprimir sus temores, le contaba a Peter Lyon lo que quería saber y sacaba una hoja de papel del bolsillo.
– Estos números romanos son un mensaje -dijo-. Se llama Nudo Arábigo. Los corsos aprendieron la técnica de los piratas árabes que saqueaban su costa. Es un código.
Lyon cogió el papel.
CXXXV II CXLII LII LXIII XVII
II VIII IV VIII IX II
– Normalmente hacen referencia a una página, una línea y una palabra de un manuscrito en particular -explicó Caroline-. El remitente y el receptor tenían el mismo texto. Como solo ellos sabían qué manuscrito estaba siendo utilizado, era casi imposible que otra persona descifrara el código.
– ¿Y cómo lo ha conseguido usted?
– Napoleón envió estos números a su hijo en 1821. El chico tenía solo diez años por aquel entonces. En su testamento, Napoleón legó al muchacho cuatrocientos libros y nombró uno en concreto. Pero su hijo no había de recibir los libros hasta su decimosexto cumpleaños. Este código es extraño, ya que consiste solo en dos series de números, de modo que han de ser una página y una línea. Para descifrarlos, el hijo, o más bien su madre, pues en realidad era ella a quien escribió Napoleón, tenía que saber qué texto había utilizado. No puede ser el que figura en el testamento, ya que ellos desconocían su contenido cuando Napoleón envió este código. Al fin y al cabo, el emperador seguía vivo.
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