Caroline divagaba a causa del miedo, pero Ashby la dejó continuar.
– Así que conjeturé que Napoleón había elegido un texto universal al que siempre se pudiera acceder, un texto fácil de encontrar. Entonces me di cuenta de que había dejado una pista.
Lyon parecía verdaderamente impresionado.
– Es usted una auténtica detective.
El cumplido apenas logró templar su ansiedad. Ashby ignoraba todo aquello y sentía tanta curiosidad como Lyon.
– La Biblia -dijo Caroline-. Napoleón utilizó la Biblia.
Malone estudió uno por uno los rostros de los feligreses. Su mirada se desvió hacia las puertas procesionales de la entrada principal, por la cual deambulaba más gente. Muchos se detenían a mojar un dedo y persignarse en una fuente decorativa. Estaba a punto de darse la vuelta cuando un hombre pasó de largo, ignorando la fuente. Era bajo, de piel blanca, con el pelo oscuro y una nariz larga y aguileña. Llegaba un abrigo negro que le llegaba a la altura de la rodilla y unos guantes de piel, y tenía una expresión solemne. De sus hombros colgaba una abultada mochila.
Un sacerdote y dos acólitos aparecieron ante el gran altar. Una lectora ocupó el pulpito y pidió atención a los fieles, con una voz que resonó a través de un sistema de altavoces. La multitud calló.
Malone avanzó hacia el altar, sorteando a la gente que escuchaba los oficios detrás de los bancos. Por suerte, ninguno de los cruceros estaba abarrotado. En el crucero opuesto vio al hombre narigudo, cuya imagen aparecía y desaparecía entre las columnas.
Otro objetivo despertó su curiosidad, también en el crucero opuesto. Era un hombre de piel color de oliva y cabello corto que llevaba un abrigo varias tallas grande y las manos desnudas. Malone se maldijo a sí mismo por permitir que aquello estuviese ocurriendo. No lo había preparado, no había reflexionado y había dejado que un asesino de masas jugara con él. Perseguía fantasmas, que bien podían ser ilusorios. Aquella no era forma de dirigir una operación.
Volvió a centrar su atención en el segundo hombre. Llevaba la mano derecha metida en el bolsillo del abrigo y el brazo izquierdo pegado al cuerpo. A Malone no le gustaba la mirada de ansiedad de aquellos ojos, pero se preguntaba si estaba llegando a conclusiones irracionales.
Una voz perturbó la solemnidad. Era una mujer. Rondaría los treinta y cinco años y tenía el pelo oscuro y una faz áspera. Se levantó de uno de los bancos, chillando algo al hombre que tenía al lado. Malone entendió algo en francés. Era una discusión. La mujer gritó algo más y luego se alejó del banco.
Sam entró en Saint-Denis agachado, con la esperanza de que nadie le viese. Todo estaba en silencio en el interior. No había rastro de Thorvaldsen, Ashby o Peter Lyon. Iba desarmado, pero no podía permitir que su amigo afrontara aquel peligro solo. Había llegado el momento de devolver el favor que el danés le había hecho.
Apenas podía distinguir nada bajo aquella tenue luz, y el viento y la lluvia del exterior hacían difícil oír algo. Miró a la izquierda y vio la característica silueta curvada de Thorvaldsen a cincuenta metros de él, cerca de una de las enormes columnas. Oyó voces que provenían del centro de la iglesia. Las palabras llegaban entrecortadamente. Tres formas se movían bajo la luz. No podía arriesgarse a ir a hacia Thorvaldsen, así que se agachó y avanzó unos metros.
Ashby esperó a que Caroline explicara lo que había hecho Napoleón.
– Más concretamente -dijo-, utilizó salmos. -Señaló la primera serie de números romanos.
CXXXV
II
– Salmo 135, verso 2 -dijo-. Lo he anotado.
Caroline buscó en el bolsillo de su abrigo y encontró otro trozo de papel.
– “Tú, que estás en la casa del Señor, en la sala de la casa de nuestro Dios”.
Lyon sonrió.
– Inteligente. Continúe.
– Los dos números siguientes hacen referencia al salmo 142, verso 4. “Mira a mi derecha y verás”.
– ¿Cómo sabe…? -dijo Lyon cuando un ruido proveniente del gran altar y de la puerta por la que habían entrado llamó su atención.
Lyon cogió la pistola con la mano derecha y se volvió para enfrentarse al desafío.
– ¡Ayúdennos! -gritó Caroline-. ¡Ayúdennos! ¡Aquí hay un hombre con una pistola!
Lyon apuntó directamente a Caroline. Ashby tenía que actuar. La mujer dio un paso atrás, como si pudiera evitar la amenaza retrocediendo, y sus ojos se iluminaron con un miedo poco común.
– Matarla sería una estupidez -dijo Ashby-. Ella es la única que conoce el escondite.
– Dígale que no se mueva y que cierre la boca -ordenó Lyon apuntando todavía a la mujer.
La mirada de Ashby se clavó en su amante. Alzó una mano indicándole que se detuviera.
– Por favor, Caroline. Basta.
Su compañera percibió la urgencia de la petición y se quedó quieta.
– Con tesoro o sin tesoro -dijo Lyon-, un solo ruido más y está muerta.
Thorvaldsen acechaba mientras Caroline Dodd tentaba al destino. Él también había oído el ruido procedente del portal situado a unos quince metros de distancia, más allá de unas tumbas que formaban una carrera de obstáculos. Alguien había entrado y anunciaba su presencia.
Sam se volvió al oír el ruido que llegaba desde la puerta. Cerca del muro exterior vio una silueta que se aproximaba a una escalinata que conducía a otro nivel situado tras el gran altar. La envergadura y la forma de aquella sombra confirmaron su identidad. Era Meagan.
Ashby se dio cuenta de que el viento y la lluvia habían arreciado, como si las puertas por las que habían accedido a la iglesia se hubiesen abierto de par en par.
– Está cayendo una buena tormenta ahí fuera -dijo a Lyon.
– Cállese usted también.
Lyon empezaba a mostrarse agitado. Ashby sintió el impulso de sonreír, pero no era tan estúpido. Los ojos ámbar de Lyon eran tan vigilantes como los de un dóberman, y escudriñaron la caverna de tenue luz que los envolvía mientras se giraba lentamente empuñando la pistola.
Ashby lo vio en el mismo momento que Lyon: un movimiento, a treinta metros de distancia, en la escalera que se elevaba a la derecha del altar y conducía al presbiterio y el deambulatorio. Había alguien allí.
Lyon disparó dos veces. Por toda la nave se oyó un restallido sordo, como si fueran dos balones explotando. Entonces una silla voló por los aires e impactó en Lyon. Después lo impactó otra.
Malone no apartaba la mirada de la mujer, que se abrió paso a codazos para salir del banco. El hombre con el que discutía empezó a seguirla. Ambos se alejaron del altar en dirección a la puerta principal. Él llevaba un delgado abrigo de nailon desabotonado y Malone no detectó nada sospechoso.
Su mirada volvió a escrutar a los feligreses. Vio al hombre narigudo que llevaba la mochila acercándose a un banco medio lleno situado en la parte delantera de la iglesia. Luego se persignó y se arrodilló para rezar.
Vio también al hombre de la piel color de oliva saliendo de entre las sombras cerca del altar, todavía en el crucero opuesto. Sorteó al último feligrés y se detuvo ante unas telas de terciopelo que bloqueaban el acceso. A Malone aquello no le daba buena espina. Se llevó la mano al interior de la chaqueta y cogió la pistola.
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