– Eso carece de importancia -dejó claro Ramsey-. No es asunto tuyo.
– Lo sé. Yo sólo soy un sicario. Lo importante es que me pagues. -Te he pagado. Hace dos horas. Todo.
– Bien. Estaba pensando en cogerme unas vacaciones, ir a algún sitio donde haga calor.
– No hasta que te ocupes del nuevo encargo.
– Apuntas alto, almirante. Directamente a la Casa Blanca.
– Apuntar alto es la única manera de conseguir cosas.
– Quiero el doble por éste, la mitad por adelantado, el resto después.
A Ramsey le daba lo mismo lo que costara.
– Hecho.
– Y hay algo más -añadió Smith.
Algo se le clavó en las costillas, a través del abrigo, por detrás.
– Tranquilito, Langford -ordenó una voz de mujer-. O te pego un tiro antes de que te muevas.
Diane McCoy.
Malone consultó el cronómetro del avión -las 7.40- y contempló desde la cabina el panorama que se extendía debajo de ellos. La Antártida le recordaba a un tazón boca abajo con el reborde desconchado. Una vasta meseta de hielo de unos tres kilómetros de grosor ribeteada en al menos dos terceras partes de su circunferencia por dentadas montañas negras surcadas de glaciares repletos de grietas que avanzaban hacia el mar; abajo, la costa nordeste no era ninguna excepción.
El piloto anunció que había iniciado la maniobra de aproximación final a la base Halvorsen. Era hora de prepararse para el aterrizaje.
– Esto no es muy habitual -comentó el piloto a Malone-. El tiempo es excelente. Tiene usted suerte. Y los vientos también son favorables. -Ajustó los mandos y asió la palanca-. ¿Quiere encargarse usted?
Malone desechó la idea con un gesto de la mano.
– No, gracias. Es mucho para mí.
Aunque había hecho aterrizar cazas en portaaviones, depositar un avión de cuarenta y cinco toneladas sobre el peligroso hielo era una emoción de la que podía prescindir.
La pelea entre Dorothea y Christl le seguía preocupando. Durante las últimas horas se habían comportado, pero su amargura y sus discrepancias podían ser enojosas.
El avión comenzó a descender de manera pronunciada. Aunque el ataque había hecho sonar las alarmas, a Malone le preocupaba más aún otra cosa que había observado: había cogido desprevenido a Ulrich Henn.
Se había fijado en la momentánea confusión que había reflejado el rostro de Henn antes de volver a endurecer la máscara. Era evidente que no se esperaba lo que había hecho Dorothea.
El aparato se situó en posición horizontal y las turbinas redujeron la velocidad.
El Hércules iba equipado con patines de aterrizaje, y él oyó al copiloto confirmar que estaban desplegados. Continuaron bajando, el blanco suelo aumentando en tamaño y grado de detalle. Un rebote. Y otro.
Después, Malone oyó el chirriar de los patines contra el crujiente hielo al deslizarse sobre él. No había forma de frenar. Sólo los detendría la fricción. Por suerte había espacio más que suficiente. Finalmente el Hércules se detuvo.
– Bienvenidos al fin del mundo -anunció el piloto al grupo.
Stephanie se levantó de su silla. La fuerza de la costumbre. Davis hizo otro tanto.
Pero Daniels les indicó que no se movieran.
– Es tarde y todos estamos cansados. Sentaos. -Cogió una silla-. Gracias, coronel. ¿Le importaría asegurarse de que no nos molestan?
Gross echó a andar hacia la parte delantera del almacén.
– Tenéis muy mala cara los dos -comentó Daniels.
– Eso es lo que pasa cuando uno ve cómo le vuelan la cabeza a un hombre -respondió Davis.
El presidente suspiró.
– Yo lo he visto una o dos veces. Dos incursiones en Vietnam. No se olvida jamás.
– Un hombre ha muerto por culpa nuestra -se lamentó Davis.
Daniels apretó los labios.
– Pero Herbert Rowland sigue vivo gracias a vosotros.
«Pobre consuelo», pensó Stephanie, y a continuación preguntó:
– ¿Qué lo trae por aquí?
– Me escabullí de la Casa Blanca y puse rumbo al sur en el Marine One. Bush lo puso de moda: solía ir en helicóptero a Iraq antes de que nadie se enterara. Ahora contamos con procedimientos para hacerlo. Estaré en la cama antes de que nadie sepa que me he ido. -La mirada de Daniels se dirigió hacia la puerta de la cámara refrigerada-. Quería ver qué hay ahí dentro. El coronel Gross me lo ha dicho, pero quería verlo.
– Podría cambiar nuestra manera de entender la civilización -dijo ella.
– Increíble. -Stephanie vio que el presidente estaba realmente impresionado-. ¿Tenía razón Malone? ¿Podemos leer los libros?
Ella asintió.
– Lo bastante como para que tengan sentido.
El presidente parecía mantener a raya un carácter por lo común bullicioso. Stephanie había oído que era una ave nocturna y dormía poco. El personal no paraba de quejarse.
– Perdimos al asesino -contó Davis.
Stephanie captó la derrota en su tono, tan distinto de la primera vez que habían trabajado juntos, cuando derrochaba un optimismo contagioso que la había empujado a viajar a Asia Central.
– Edwin, lo has hecho lo mejor que has podido -replicó el presidente-. Pensé que estabas chalado, pero tenías razón.
Los ojos de Davis eran los de alguien que había renunciado a esperar recibir buenas noticias.
– Así y todo, Scofield ha muerto, Millicent ha muerto.
– La cuestión es, ¿quieres coger al que los mató?
– Como le he dicho, lo perdimos.
– Verás, ése es el quid: yo lo he encontrado -repuso Daniels.
Maryland
Ramsey tomó asiento en una desvencijada silla de madera, las manos, el pecho y los pies atados con cinta americana. Se había planteado atacar a McCoy fuera, pero comprendió que Smith sin duda iría armado y no podría zafarse de los dos, de manera que no hizo nada. Decidió esperar el momento adecuado y que alguno metiera la pata.
Quizá no hubiese sido buena idea.
Lo metieron en la casa. Smith encendió un pequeño camping gas que iluminaba débilmente la estancia y daba un calor agradable. Qué interesante: habían abierto una parte de la pared del dormitorio, el rectángulo que se extendía al otro lado, negro como boca de lobo. Ramsey necesitaba saber qué querían esos dos, cómo se habían aliado y cómo apaciguarlos.
– Esta mujer dice que he pasado a formar parte de la lista de los prescindibles -dijo Smith.
– No deberías escuchar a desconocidos.
McCoy estaba de pie, apoyada en el antepecho de una ventana, empuñando una pistola.
– ¿Quién dice que no nos conocemos?
– Eso es algo fácil de deducir -repuso él-: los dos jugáis a dos bandas. Charlie, ¿te ha dicho que me ha sacado veinte millones?
– Algo mencionó, sí. Otro problema.
Ramsey se enfrentó a McCoy.
– Estoy impresionado: identificaste a Charlie y te pusiste en contacto con él.
– No fue tan difícil. ¿Crees que nadie presta atención? Sabes que los móviles se pueden controlar, que se puede seguir el rastro de las transferencias bancarias, servirse de acuerdos confidenciales entre gobiernos para acceder a cuentas y documentos a los que nadie más podría acceder.
– No sabía que tuvieras tanto interés en mí.
– Querías que te ayudara, y eso es lo que estoy haciendo.
Ramsey tiró de las ataduras.
– No es lo que tenía en mente.
– Le he ofrecido a Charlie la mitad de esos veinte millones.
– Y por adelantado -añadió el aludido.
Ramsey cabeceó.
– Eres un idiota desagradecido.
Smith se adelantó y le cruzó la cara con el dorso de la mano.
– Llevo mucho tiempo queriendo hacer esto.
– Charlie, te juro que lo vas a lamentar.
– He hecho lo que me has pedido durante quince años -replicó él-. Querías que alguien muriera y entonces yo lo mataba. Sabía que tramabas algo, siempre lo he sabido. Ahora es el Pentágono, la Junta de Jefes de Estado Mayor. ¿Qué será lo siguiente? Nunca estarás satisfecho, no te retirarás. No es propio de ti. Así que me he convertido en un estorbo.
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