Steve Berry - La búsqueda de Carlomagno

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Una civilización desconocida enterrada bajo el hielo de la Antártida esconde un misterio que Carlomagno dejó escrito. Un secreto revelador y de una gran importancia para la humanidad está a punto de ser descubierto…
Cotton Malone intenta descubrir la verdad sobre su padre, que murió en un submarino que se perdió en el Antártida en los años 70. Pronto aparecen otros involucrados en la búsqueda: dos gemelas alemanas y un aliado del presidente de los EE.UU. Pero cada uno de ellos tiene sus propios motivos. Después de investigar pistas en un par de iglesias antiguas en Alemania y Francia descubren pruebas de una civilización desconocida y muy avanzada que vivía en la Antártida antes de que desapareciera cubierta por el hielo.
Una novela trepidante, una búsqueda épica que llevará al lector desde Alemania, hasta Francia, EE.UU. y Antártida.

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– ¿Quién ha dicho eso?

Smith señaló a McCoy.

– ¿Y la crees?

– Lo que dice tiene sentido. Y también tenía veinte millones de dólares, porque ahora la mitad son míos.

– Y tú estás en nuestras manos -terció McCoy.

– Ninguno de vosotros tiene agallas para matar a un almirante, jefe de los servicios de inteligencia de la Marina y candidato a la Junta de Jefes. Os costará taparlo.

– ¿De veras? -intervino Smith-. ¿A cuántas personas he liquidado para ti? ¿Cincuenta? ¿Cien? ¿Doscientas? Ni siquiera me acuerdo. Y ni una sola de esas muertes ha sido considerada asesinato. Yo diría que las tapaderas son mi especialidad.

Por desgracia, esa rata engreída tenía razón, así que Ramsey decidió probar con la vía diplomática.

– ¿Qué puedo hacer para convencerte, Charlie? Llevamos mucho tiempo juntos, y voy a necesitarte en años venideros.

Smith no dijo nada.

– ¿A cuántas mujeres ha matado? -quiso saber McCoy.

Ramsey se preguntó a qué vendría eso.

– ¿Acaso importa?

– Me importa a mí.

Entonces cayó en la cuenta: Edwin Davis era su compañero.

– Esto tiene que ver con Millicent, ¿no?

– ¿La mató el señor Smith?

Él decidió ser sincero y asintió con la cabeza.

– ¿Estaba embarazada?

– Eso me dijo, pero ¿quién sabe? Las mujeres mienten.

– Así que la quitaste de en medio.

– Me pareció la forma más sencilla de atajar el problema. Charlie trabajaba para nosotros en Europa, así fue como nos conocimos. Hizo bien el trabajo y es mío desde entonces.

– No soy tuyo -escupió Smith, el desdén tiñendo su voz-. Trabajo para ti, me pagas.

– Y hay mucho más dinero que puede ser tuyo -dejó claro el almirante.

Smith se acercó a la abertura practicada en la pared.

– Por ahí se baja a un sótano oculto. Probablemente fuese útil durante la guerra civil. Es un buen sitio para esconder cosas.

Ramsey captó el mensaje: como un cadáver.

– Charlie, matarme no sería en absoluto un buena idea.

Smith se volvió y lo apuntó con su arma.

– Puede ser, pero estoy completamente seguro de que me hará sentir mejor.

Malone dejó atrás el radiante sol y entró en la base Halvorsen seguido de los demás. Su anfitrión, que los estaba esperando en el hielo cuando bajaron del avión para ser recibidos por una ráfaga de aire helado, era un australiano moreno y con barba -bajo, fornido y con pinta de competente- llamado Taperell.

La base constaba de distintos edificios de alta tecnología enterrados bajo una gruesa capa de nieve que funcionaban mediante modernos sistemas de energía solar y eólica. «Lo último», aseguró Taperell, y acto seguido añadió:

– Han tenido suerte: hoy sólo hay trece grados bajo cero, lo que no está nada mal para esta parte del mundo. -Los condujo hasta una amplia habitación con las paredes revestidas de madera, llena de mesas y sillas, que olía a comida. Un termómetro digital en la pared del fondo marcaba diecinueve grados-. En un pispás les servirán hamburguesas, patatas fritas y algo de beber -ofreció-. He pensado que querrían comer algo.

– Buena idea -apuntó Malone.

– Claro, amigo -contestó el risueño australiano.

– ¿Podemos ponernos en marcha después?

Taperell asintió.

– Ningún problema, ésas son mis órdenes. Tengo un helicóptero listo. ¿Adonde se dirigen?

Malone miró a Henn.

– Su turno.

Christl se adelantó.

– A decir verdad, soy yo quien tiene lo que necesitas.

Stephanie vio que Davis se levantaba de la silla y le preguntaba al presidente:

– ¿Cómo que lo ha encontrado?

– Hoy le he ofrecido a Ramsey la vacante en la Junta de Jefes. Lo llamé y aceptó.

– Supongo que tendrá un buen motivo para haber hecho eso -apuntó Davis.

– ¿Sabes, Edwin? Da la impresión de que nuestros papeles están cambiados. Es como si tú fueras el presidente y yo el viceconsejero de Seguridad Nacional, y lo digo poniendo especial énfasis en lo de vice.

– Sé quién es el jefe, usted sabe quién es el jefe. Sólo díganos por qué ha venido aquí en mitad de la noche.

Ella vio que Daniels no se molestaba por tan impertinente insolencia.

– Cuando fui a Gran Bretaña hace unos años me pidieron que me uniera a la caza del zorro -explicó el presidente-. A los británicos les encanta toda esa gaita: vestirse de punta en blanco a primera hora de la mañana, subirse a un caballo maloliente e ir detrás de un puñado de perros aulladores. Me dijeron que era estupendo. Salvo, claro está, si eres el zorro. En ese caso es una putada. Siendo el alma compasiva que soy, no paraba de pensar en el zorro, así que rehusé.

– ¿Vamos a salir de caza?

Stephanie vio el brillo en los ojos del presidente.

– Pues sí, pero lo bueno de esta cacería es que los zorros no saben que vamos hacia allá.

Malone observó a Christl desplegar un mapa y extenderlo en una de las mesas.

– Nuestra madre me lo explicó.

– Y ¿qué te hace tan especial? -quiso saber Dorothea.

– Supongo que pensó que no perdería la cabeza, aunque por lo visto me considera una soñadora vengativa dispuesta a arruinar a la familia.

– Y ¿lo eres? -le preguntó su hermana.

Christl la atravesó con la mirada.

– Soy una Oberhauser, la última de un largo linaje, y tengo intención de honrar a mis antepasados.

– ¿Y si nos centramos en el problema que tenemos? -terció Malone-. Hace un tiempo excelente, y hemos de aprovecharlo mientras podamos.

Christl había llevado consigo el mapa de la Antártida con el que Isabel lo había tentado en Ossau, el más reciente, que entonces no quiso enseñarle. Ahora él veía que aparecían señaladas todas las bases del continente, la mayoría situadas a lo largo de la costa, incluida Halvorsen.

– Mi abuelo estuvo aquí y aquí -dijo Christl al tiempo que señalaba dos lugares marcados como puntos 1 y 2-. Según sus notas, la mayoría de las piedras que llevó proceden del emplazamiento 1, aunque pasó mucho tiempo en el 2. La expedición transportó una cabaña, desmontada, para que fuese erigida en algún lugar y así reivindicar los derechos de Alemania. Decidieron levantar la cabaña en el emplazamiento 2, aquí, cerca de la costa.

Malone le había pedido a Taperell que se quedara. Llegado ese momento, lo miró y le preguntó:

– ¿Dónde está eso?

– Lo conozco. A unos ochenta kilómetros al oeste de aquí.

– ¿Sigue en pie la cabaña? -se interesó Werner.

– Sin duda -aseguró el australiano-. La encontrará en buen estado, aquí la madera no se pudre. Estará como el día en que la montaron. Y sobre todo allí: la zona entera ha sido declarada área protegida. Se trata de un emplazamiento de «especial interés científico», según la Ley de Conservación de la Antártida. Sólo se puede visitar con el visto bueno de Noruega.

– ¿Por qué? -inquirió Dorothea.

– La costa pertenece a las focas, es una zona de cría. No está permitido el acceso de personas. La cabaña se sitúa en uno de los valles secos del interior.

– Mi madre dice que mi padre le contó que iba a llevar a los americanos al emplazamiento 2 -dijo Christl-. Mi abuelo siempre quiso volver para seguir explorando, pero no lo dejaron.

– ¿Cómo sabemos que ése es el lugar? -preguntó Malone.

Captó la mirada traviesa de Christl, que metió la mano en la mochila y sacó un libro delgado y colorido con el título en alemán. Él lo tradujo para sí: De visita a Nueva Suabia. Cincuenta años después.

– Es un libro ilustrado que se publicó en 1988. Una revista alemana envió un equipo de filmación y un fotógrafo. Mi madre se topó con él hace cinco años. -Se puso a hojearlo en busca de una página en concreto-. Ésta es la cabaña. -Les enseñó una sorprendente imagen en color a dos páginas de una estructura de madera gris enclavada en un valle de piedras negras, veteada de reluciente nieve y eclipsada por peladas montañas grises. Pasó la página-. Ésta es una foto del interior.

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