Steve Berry - La búsqueda de Carlomagno

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La búsqueda de Carlomagno: краткое содержание, описание и аннотация

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Una civilización desconocida enterrada bajo el hielo de la Antártida esconde un misterio que Carlomagno dejó escrito. Un secreto revelador y de una gran importancia para la humanidad está a punto de ser descubierto…
Cotton Malone intenta descubrir la verdad sobre su padre, que murió en un submarino que se perdió en el Antártida en los años 70. Pronto aparecen otros involucrados en la búsqueda: dos gemelas alemanas y un aliado del presidente de los EE.UU. Pero cada uno de ellos tiene sus propios motivos. Después de investigar pistas en un par de iglesias antiguas en Alemania y Francia descubren pruebas de una civilización desconocida y muy avanzada que vivía en la Antártida antes de que desapareciera cubierta por el hielo.
Una novela trepidante, una búsqueda épica que llevará al lector desde Alemania, hasta Francia, EE.UU. y Antártida.

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– Eso ya lo había pensado.

– Sabía que serías razonable. Y para que entiendas que sé muy bien de lo que hablo, te diré que posees tres cuentas en paraísos fiscales, las que Ramsey utiliza para ingresarte el dinero. -Recitó los bancos y los números de cuenta, incluidas las contraseñas, dos de las cuales él había cambiado hacía tan sólo una semana-. En realidad ninguna de esas cuentas es privada, Charlie. Sólo hay que saber dónde y cómo buscar. Por desgracia para ti, puedo embargarlas en un abrir y cerrar de ojos. Pero, para que veas que tengo buena fe, no las he tocado.

Muy bien. Era con ella con quien tenía que negociar.

– ¿Qué quiere?

– Como te he dicho, Ramsey ha decidido que sobras. Ha cerrado un trato con un senador, y el trato no te incluye. Dado que, de todas formas, casi estás muerto, y teniendo en cuenta que careces de identidad, raíces y familia, ¿cuánto costaría hacerte desaparecer definitivamente? Nadie te echaría de menos. Muy triste, Charlie.

Pero cierto.

– Así que tengo una idea mejor -propuso ella.

Ramsey estaba ya muy cerca de su meta. Todo había salido según lo planeado. Sólo había un obstáculo: Diane McCoy.

Seguía sentado a la mesa, al lado un vaso de whisky con hielo. Pensó en lo que le había contado a Isabel Oberhauser. Sobre el submarino. Lo que había recuperado del NR-1A y todavía conservaba: el diario del comandante Forrest Malone.

A lo largo de los años había echado un vistazo de vez en cuando a esas páginas manuscritas, más por curiosidad malsana que por verdadero interés. Sin embargo, el diario constituía el recuerdo de un viaje que había cambiado profundamente su vida. No era un tipo sentimental, pero había momentos que merecía la pena recordar. Para él, uno de ellos llegó bajo el hielo antártico.

Cuando seguía a la foca.

En dirección ascendente.

Atravesó la superficie y sacó la linterna del agua. Se hallaba en una cueva de roca y hielo, de unos cien metros de largo y la mitad de ancho, débilmente iluminada y envuelta en un silencio gris y púrpura. Oyó ladrar a una foca a su derecha y vio que el animal se sumergía en el agua. Se puso la máscara en la frente, se quitó él regulador de la boca y saboreó el aire. Entonces lo vio: una torreta de un naranja brillante atrofiada, más pequeña de lo normal, su forma inconfundible.

El NR-1A.

¡Virgen santa!

Se dirigió hacia la embarcación.

Había servido a bordo del NR-1, lo que era uno de los motivos por los que había sido elegido para esa misión, de forma que conocía el revolucionario diseño del submarino. Alargado y estrecho, la vela en la parte delantera, cerca de la proa del casco, que tenía forma de cigarro puro. Una superestructura plana de fibra de vidrio montada sobre el casco permitía a la dotación recorrer él barco a lo largo. El casco contaba con pocas aberturas para poder sumergirse profundamente minimizando los riesgos.

Se acercó nadando y tocó el negro metal. No se oía nada, no se percibía movimiento alguno. Nada. Tan sólo el agua golpeando él casco.

Estaba cerca de la proa, de manera que avanzó por babor. Contra el casco descansaba una escalera de cuerda, la cual, como bien sabía él, se utilizaba para subir y bajar de los botes hinchables. Se preguntó para qué se habría empleado.

La agarró y dio un tirón.

Firme.

Se quitó las aletas y se las colgó de la muñeca izquierda. A continuación se afianzó la linterna al cinturón, asió la escalera y salió del agua. Una vez arriba se dejó caer en la cubierta para descansar y se despojó del cinturón de lastre y déla botella. Tras retirarse la fría agua del rostro, se mentalizó, cogió la linterna y, usando las aletas de la vela a modo de escalera, subió hasta lo alto de la torreta.

La escotilla principal estaba abierta.

Se estremeció. ¿Sería él frío? ¿O él hecho de pensar en lo que aguardaba abajo?

Descendió.

Al fondo de la escalera vio que habían levantado las planchas del piso. Alumbró allí donde sabía que se encontraban las baterías de la embarcación. Todo estaba carbonizado, lo que podía explicar qué había sucedido. Un incendio habría sido catastrófico. Se le pasó por la cabeza el reactor del submarino, pero, con todo oscuro como boca de lobo, por lo visto lo habían apagado.

Pasó por el compartimento de proa hasta la sala de mando. Las sillas estaban desocupadas; los instrumentos, a oscuras. Comprobó algunos circuitos: sin electricidad. Inspeccionó la sala de máquinas: nada. El compartimento del reactor se hallaba sumido en el silencio. Encontró el rincón del comandante, nada de camarote, el NR-1A era demasiado pequeño para tales lujos, tan sólo una litera y una mesa afianzada al mamparo. Vio el diario del comandante, lo abrió y lo ojeó hasta dar con lo último que había escrito.

Ramsey lo recordaba con exactitud: «Hielo en sus dedos, hielo en su cabeza, hielo en sus ojos vidriosos.» Cuánta razón tenía Forrest Malone.

Ramsey había dirigido la búsqueda a la perfección. Todo el que podía suponer un problema había muerto. El legado del almirante Dyals estaba a salvo, al igual que el suyo. También la Marina estaba a salvo. Los fantasmas del NR-1A seguirían donde debían estar: en la Antártida.

Su móvil cobró vida con luz, pero sin sonido. Lo había puesto en modo silencio hacía horas. Consultó la pantalla: por fin.

– Sí, Charlie, dime.

– Tenemos que vernos.

– Es imposible.

– Pues hazlo posible. Dentro de dos horas.

– ¿Por qué?

– Hay un problema.

Cayó en la cuenta de que la línea no era privada y había que elegir las palabras con cuidado.

– ¿Grave?

– Lo bastante como para que debamos vernos.

Ramsey miró el reloj.

– ¿Dónde?

– Donde siempre. No faltes.

OCHENTA Y UNO

Fort Lee, Virginia. 21.30 horas

Los ordenadores no eran el punto fuerte de Stephanie, pero Malone le había explicado en el correo cómo funcionaba el programa de traducción. El coronel Gross le había proporcionado un escáner portátil de alta velocidad y una conexión a Internet, y ella se había descargado el programa en cuestión y había probado con una página, introduciendo la imagen escaneada en el ordenador.

Una vez aplicado el programa de traducción, el resultado había sido extraordinario: la extraña mezcla de sinuosidades, ondulaciones y arabescos primero se habían convertido en latín y después en inglés. Tosco en algunos puntos, con partes que faltaban aquí y allá, pero había sido suficiente para que ella se enterase de que el compartimento refrigerado albergaba un tesoro de preciosa información.

De una jarra de cristal suspender dos bolas metálicas de un hilo fino Frotar - фото 19

De una jarra de cristal, suspender dos bolas metálicas de un hilo fino. Frotar con brío contra un paño una reluciente varilla metálica. No se producirá sensación alguna, ni hormigueo ni dolor. Acercar la varilla a la jarra y las dos esferas se alejarán y permanecerán alejadas incluso después de retirarla. La fuerza que desprende la varilla se dirige hacia el exterior, no se ve ni se siente, pero así y todo existe y hace que las bolas se alejen. Al cabo de un rato las bolas descenderán, impulsadas a hacerlo por la misma fuerza que impide que todo cuanto es lanzado al aire permanezca allí.

Construir una rueda con una manija en la parte posterior y afianzar pequeñas láminas metálicas al borde. Deberían fijarse dos varillas de metal, de manera que un manojo de alambres que salga de cada una de ellas toque ligeramente las láminas metálicas. De las varillas sale un alambre que llega hasta dos esferas de metal. Separarlas quince centímetros. Hacer girar la rueda con la manija. Allí donde las láminas metálicas entran en contacto con los alambres se originará un destello. Hacer girar la rueda más de prisa y de las esferas de metal saldrá un rayo azul silbante. Se notará un olor extraño, el mismo que se percibe tras una fuerte tormenta en lugares donde llueve en abundancia. Saborear el olor y el rayo, ya que esa fuerza y la fuerza que separa las bolas metálicas es la misma, sólo que generada de distinta forma. Tocar las esferas metálicas resulta tan inofensivo como tocar las varillas metálicas que se frotaron contra el paño.

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