Silencio.
Al cabo, la anciana inquirió:
– ¿Vio usted el submarino y a la dotación?
– Así es.
– Cuénteme lo que vio.
– No creo que quiera saberlo.
Tras otra larga pausa la mujer preguntó:
– ¿Por qué fue necesario esconderlo?
– El submarino era secreto; su misión, también. Por aquel entonces no había elección: no podíamos arriesgarnos a que los soviéticos lo encontraran. A bordo sólo iban once hombres, de modo que fue sencillo ocultar los hechos.
– ¿Y los dejaron allí?
– Su marido aceptó las condiciones, sabía cuáles eran los riesgos.
– Y ustedes, los americanos, dicen que los alemanes son despiadados.
– Somos prácticos, Frau Oberhauser. Nosotros protegemos el mundo, ustedes intentaron conquistarlo. Su esposo accedió a formar parte de una misión peligrosa. A decir verdad, fue idea suya. No es el primero que ha hecho esa elección.
Esperaba no volver a saber más de ella. Su exasperación era algo que le sobraba.
– Adiós, almirante. Espero que se pudra en el infierno.
Ramsey percibió la emoción en su voz, si bien le importaba muy poco.
– Le deseo lo mismo.
Y colgó.
Anotó mentalmente que debía cambiar de número de móvil. Así no tendría que volver a hablar con esa alemana loca.
A Charlie Smith le encantaban los desafíos. Ramsey le había encomendado un quinto objetivo, pero había dejado claro que debía realizar el trabajo ese día. Nada absolutamente podía despertar sospechas. Algo limpio, sin regusto. Por regla general, eso no supondría ningún problema, pero carecía de información, sólo contaba con un puñado de datos facilitados por Ramsey, y tenía doce horas de plazo. Si salía airoso, Ramsey le había prometido una bonificación impresionante. Lo bastante para pagar Bailey Mili y tener de sobra para las reformas y el mobiliario.
Había regresado de Asheville y estaba en su apartamento, por primera vez en un par de meses. Había conseguido dormir unas horas y estaba listo para lo que le esperaba. Oyó un suave sonido procedente de la mesa de la cocina y consultó la pantalla del móvil: un número desconocido, aunque de Washington. Quizá fuese Ramsey, que llamaba desde otro teléfono. A veces lo hacía. El tipo era un paranoico.
Lo cogió.
– Me gustaría hablar con Charlie Smith -dijo una voz de mujer. El empleo de ese nombre lo puso en guardia. Sólo lo utilizaba con Ramsey.
– Se ha equivocado de número.
– No lo creo.
– Me temo que sí.
– Yo que usted no colgaría -advirtió la mujer-. Lo que tengo que decir podría cambiarle la vida o arruinársela.
– Ya se lo he dicho, señora, se ha equivocado.
– Mató a Douglas Scofield.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo cuando cayó en la cuenta de quién era.
– Estaba usted allí, con un hombre, ¿no?
– Yo no, pero trabajan para mí. Lo sé todo sobre ti, Charlie.
Él no dijo nada, pero el hecho de que ella tuviese su número de teléfono y conociera su alias era un grave problema. A decir verdad, una catástrofe.
– ¿Qué quiere?
– Tu pellejo.
Él se rió.
– Pero estoy dispuesta a cambiarlo por el de otro.
– A ver si lo adivino: ¿Ramsey?
– Eres un tipo listo.
– Supongo que no va a decirme quién es usted.
– No me importa. A diferencia de ti, no llevo una doble vida.
– Entonces, ¿quién coño es?
– Diane McCoy, viceconsejera de Seguridad Nacional del presidente de Estados Unidos.
Malone oyó gritar a alguien. Se encontraba en la cabina, hablando con la tripulación, y corrió hacia la portezuela de popa para echar un vistazo al interior del LC-130, similar a un túnel. Dorothea estaba al otro lado del pasillo, junto a Christl, que pugnaba por zafarse de los correajes y chillaba. Le salía sangre de la nariz y tenía el anorak manchado. Werner y Henn se habían despertado y se estaban soltando las correas.
Malone se deslizó por la escalera apoyando ambas manos en las barandillas y fue directo al embrollo. Henn había conseguido apartar a Dorothea.
– ¡Zorra demente! -exclamó Christl-. ¿Qué haces?
Werner agarró a Dorothea. Malone se rezagó y se quedó mirando.
– Me ha dado un puñetazo -explicó Christl mientras se llevaba la manga del anorak a la nariz.
Malone encontró una toalla en uno de los portaequipajes de acero y se la lanzó.
– Debería matarte -escupió su hermana-. No mereces vivir.
– ¿Lo ves? -chilló la otra-. Es a esto a lo que me refiero: está loca. Completamente loca. Como una cabra.
– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó Werner a su esposa-. ¿A qué ha venido eso?
– Odiaba a Georg -contestó Dorothea mientras forcejeaba con Werner.
Christl se levantó y se encaró con su hermana.
Werner soltó a su mujer y dejó que las dos leonas midieran sus fuerzas, ambas tratando de atisbar un propósito oculto en la otra. Malone las observaba, la gruesa ropa idéntica, el rostro idéntico, la cabeza tan distinta.
– Ni siquiera estuviste presente cuando lo enterramos -dijo Dorothea-. Los demás se quedaron, pero tú no.
– Odio los funerales.
– Y yo te odio a ti.
Christl se volvió hacia Malone, la toalla contra la nariz. Él vio su mirada y adivinó de prisa la amenaza en sus ojos. Antes de que pudiera reaccionar, Christl tiró la toalla, se volvió y golpeó a Dorothea en el rostro, lo que la lanzó contra Werner.
Después apretó el puño, dispuesta a propinarle otro golpe.
Malone le agarró la muñeca.
– Le debías uno. Nada más.
El rostro de Christl se había ensombrecido y una mirada furiosa le dijo a Malone que ése no era asunto suyo. Ella se zafó y cogió la toalla del suelo.
Werner ayudó a Dorothea a sentarse mientras Henn miraba, como de costumbre, sin decir palabra.
– Muy bien, se acabó el combate -dijo Malone-. Os sugiero que durmáis un poco. Nos quedan menos de cinco horas de viaje y tengo pensado ponerme en marcha en cuanto aterricemos. El que se queje o no sea capaz de seguir el ritmo se quedará en la base.
Smith estaba en la cocina, la vista clavada en el teléfono que descansaba en la mesa. Al expresar sus dudas sobre la identidad de la mujer, ésta le había dado un número de contacto y después había colgado. Smith cogió el aparato y marcó el número. Después de tres señales una voz agradable le informó de que había llamado a la Casa Blanca y le preguntó con quién quería hablar.
– Con el despacho del consejero de Seguridad Nacional -dijo con voz débil.
La mujer le pasó.
– Has tardado bastante, Charlie -dijo una mujer. La misma voz-. ¿Satisfecho?
– ¿Qué quiere?
– Contarte algo.
– La escucho.
– Ramsey pretende poner fin a su relación contigo. Tiene planes, grandes planes, y en ellos no estás incluido tú, ya que podrías entrometerte.
– Se equivoca de persona.
– Eso mismo es lo que diría yo, Charlie, pero te lo voy a poner fácil. Tú escucha lo que te diga. Así, si crees que te estoy grabando, dará igual. ¿Cómo lo ves?
– Si tiene usted tiempo, adelante.
– Eres el que resuelve los problemas personales de Ramsey. Te ha utilizado durante años, te paga bien. Durante estos últimos días has estado muy ocupado: Jacksonville, Charlotte, Asheville. ¿Voy bien, Charlie? ¿Quieres que dé nombres?
– Puede decir lo que le dé la gana.
– Ahora Ramsey te ha hecho un nuevo encargo. -Hizo una pausa y al cabo añadió-: Yo. Y, a ver si lo adivino, ha de ser hoy. Tiene sentido, ya que ayer lo exprimí. ¿Te lo ha contado, Charlie?
Él no contestó.
– No, eso pensaba. Veamos, está haciendo planes que no te incluyen, pero no tengo la menor intención de acabar como los otros, por eso estamos hablando. Y, por cierto, si yo fuera tu enemiga, el servicio secreto estaría en tu puerta ahora mismo y mantendríamos esta charla en un lugar privado, solos tú y yo y alguien grande y fuerte.
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