Steve Berry - La búsqueda de Carlomagno

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Una civilización desconocida enterrada bajo el hielo de la Antártida esconde un misterio que Carlomagno dejó escrito. Un secreto revelador y de una gran importancia para la humanidad está a punto de ser descubierto…
Cotton Malone intenta descubrir la verdad sobre su padre, que murió en un submarino que se perdió en el Antártida en los años 70. Pronto aparecen otros involucrados en la búsqueda: dos gemelas alemanas y un aliado del presidente de los EE.UU. Pero cada uno de ellos tiene sus propios motivos. Después de investigar pistas en un par de iglesias antiguas en Alemania y Francia descubren pruebas de una civilización desconocida y muy avanzada que vivía en la Antártida antes de que desapareciera cubierta por el hielo.
Una novela trepidante, una búsqueda épica que llevará al lector desde Alemania, hasta Francia, EE.UU. y Antártida.

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Les habían dado tapones de espuma -que, como Malone pudo comprobar, todos se habían puesto-, pero el ruido persistía. Tenía metido en la cabeza el acre olor del combustible, pero sabía por otros vuelos que pronto dejaría de notarlo. Estaban sentados en la parte de delante, cerca de la cabina, a la que se accedía por una escalera de cinco peldaños. Dado que el vuelo era largo, había dos tripulaciones. En una ocasión él había pasado a la cabina mientras aterrizaban en la Antártida, toda una experiencia. Y allí estaba de nuevo.

Ulrich Henn no había dicho nada desde que habían despegado de Francia, y ahora permanecía sentado impasible junto a Werner Lindauer. Malone sabía que era problemático, pero no acababa de decidir cuál era el objeto de su interés, si él o alguno de los otros. Lo mismo daba: Henn era quien poseía la información que necesitarían cuando estuviesen en tierra, y un trato era un trato.

Christl le dio unos golpecitos en el brazo y le dio las gracias moviendo los labios.

Él asintió agradecido.

Las turbohélices del Hércules rugieron a toda potencia y el aparato enfiló la pista de aterrizaje. Primero despacio y luego más de prisa, hasta acabar despegando y sobrevolando el océano.

Casi era medianoche.

E iban camino de quién sabía qué.

SETENTA Y SIETE

Fort Lee, Virginia

Stephanie vio que el coronel Gross liberaba el cierre electrónico y abría la puerta de acero del compartimento refrigerado. Los recibió un aire frío en forma de heladora niebla. Gross esperó unos segundos a que desapareciera y les indicó que pasaran.

– Ustedes primero.

Stephanie entró, seguida de Davis. El compartimento medía menos de un metro cuadrado. Dos de las paredes eran de metal y la tercera contaba con estantes de suelo a techo que albergaban libros. Cinco hileras, una tras otra. Ella calculó que habría unos doscientos.

– Llevan aquí desde 1971 -contó Gross-. Antes no sé dónde se guardaban, pero debía de ser en un lugar frío, ya que, como pueden ver, se encuentran en muy buen estado.

– ¿De dónde habrán salido? -preguntó Davis.

El coronel se encogió de hombros.

– No lo sé, pero las piedras de fuera son todas de la operación «Salto de altura», de 1947, y la «Molino de viento», del 48. Así que cabe suponer que los libros también salieron de ahí.

Stephanie se acercó a los estantes y estudió los volúmenes: eran pequeños, de unos quince centímetros por veinte, encuadernados en madera y sujetos mediante tensas cuerdas, las páginas bastas y gruesas.

– ¿Puedo echarle un vistazo a uno? -le preguntó a Gross.

– Me han dicho que les deje hacer lo que quieran.

Ella sacó con sumo cuidado uno de los volúmenes. Gross tenía razón: se conservaba en perfecto estado. Un termómetro próximo a la puerta indicaba que la temperatura era de doce grados bajo cero. Stephanie había leído una vez un relato de las expediciones de Amundsen y Scott al polo sur según el cual, décadas después, cuando se hallaron sus reservas de alimentos, el queso y las verduras todavía eran comestibles, las galletas continuaban estando crujientes, la sal, la mostaza y las especias seguían intactas. Hasta las páginas de las revistas se encontraban como el día en que fueron imprimidas. La Antártida era un congelador natural: allí no existían ni la putrefacción ni el óxido, la fermentación, el moho, las enfermedades. No había humedad, polvo ni insectos. Nada que descompusiera ningún resto orgánico.

Como, por ejemplo, unos libros con tapas de madera.

– Una vez leí una propuesta -contó Davis-. Alguien sugería que la Antártida sería el depósito perfecto para instalar una biblioteca internacional. El clima no afectaría a una sola página. Me pareció una idea ridícula.

– Puede que no lo sea.

Stephanie dejó el libro en el estante. Estampado en la cubierta, de un color beis claro, se veía un símbolo desconocido.

Examinó con delicadeza las tiesas páginas cada una de las cuales estaba - фото 17

Examinó con delicadeza las tiesas páginas, cada una de las cuales estaba escrita de arriba abajo. Arabescos, sinuosidades, círculos. Una extraña escritura en cursiva, apretada y compacta. También había dibujos: de plantas, personas, artefactos. Todas las hojas eran idénticas: escritas con nítida tinta marrón, sin un solo borrón en parte alguna.

Antes de abrir el compartimento refrigerado, Gross les había enseñado las estanterías del almacén, que contenían numerosas piedras en las que se distinguían caracteres similares grabados.

– ¿Una especie de biblioteca? -preguntó Davis a Stephanie.

Ella se encogió de hombros.

– Señora -dijo el coronel.

Stephanie se volvió. Él alargó el brazo y cogió del último estante un diario encuadernado en piel y envuelto en una tela.

– El presidente dijo que le diera esto. Es el diario personal del almirante Byrd.

Stephanie recordó en el acto lo que había dicho Herbert Rowland al respecto.

– Es material clasificado desde 1948 -informó Gross-. Lleva aquí desde el 71.

Ella reparó en varias tiras de papel utilizadas a modo de marcador.

– Han señalado las páginas relevantes.

– ¿Quién? -quiso saber Davis.

El militar sonrió.

– El presidente dijo que haría usted esa pregunta.

– Y ¿cuál es la respuesta?

– Lo llevé antes a la Casa Blanca y esperé hasta que el presidente lo hubo leído. Me dijo que les dijese que, a diferencia de lo que ustedes y otros pudieran pensar, aprendió a leer hace mucho tiempo.

Volvimos al valle seco, punto 1.345. Montamos el campamento. El tiempo era bueno, el cielo estaba despejado y hacía poco viento. Localizamos un asentamiento alemán anterior. Las revistas, las reservas de alimentos, el equipo…, todo apunta a la exploración de 1938. La cabaña de madera que se levantó entonces sigue en pie. Los muebles son escasos: una mesa, sillas, un hornillo, una radio. En el emplazamiento no había nada significativo. Nos desplazamos veintidós kilómetros al este, punto 1.356, otro valle seco. Localizamos piedras talladas al pie de la montaña. La mayoría eran demasiado grandes para cargar con ellas, así que cogimos las más pequeñas. Llamamos a los helicópteros. Examiné las piedras e hice un calco.

En el año 38 Oberhauser informó de hallazgos similares Éstos suponen la - фото 18

En el año 38, Oberhauser informó de hallazgos similares. Éstos suponen la confirmación de los archivos incautados después de la guerra. Es evidente que los alemanes estuvieron aquí. Las pruebas físicas son irrefutables.

Investigamos una grieta de la montaña en el punto 1.578 que daba paso a una pequeña habitación excavada en la roca. En las paredes hallamos escritura y dibujos similares a los del punto 1.356. Personas, barcos, animales, carros, el sol, representaciones del cielo, los planetas, la luna. Tomamos fotografías. Una observación personal: Oberhauser vino en el 38 en busca de los desaparecidos arios. Es evidente que aquí vivió una civilización. Las imágenes muestran a una raza de estatura alta, cabello abundante, musculosa, con rasgos caucásicos. Las mujeres tienen generosos pechos y el cabello largo. Verlos me impresionó. ¿Quiénes eran? Con anterioridad a este día pensaba que las teorías de Oberhauser con respecto a los arios eran ridículas. Ahora no sé qué pensar.

Llegamos al punto 1.590. Vimos otra cámara. Pequeña. Con más escritura en las paredes. Pocas imágenes. Dentro encontramos 212 volúmenes encuadernados en madera, apilados sobre una mesa de piedra. Tomamos fotografías. En los libros se repite la misma escritura desconocida de las piedras. No queda mucho tiempo. La operación finaliza dentro de dieciocho días. El verano toca a su fin. Los barcos han de zarpar antes de que regresen los hielos. Ordené meter los libros en cajas y llevarlas al barco.

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