Steve Berry - La búsqueda de Carlomagno

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Una civilización desconocida enterrada bajo el hielo de la Antártida esconde un misterio que Carlomagno dejó escrito. Un secreto revelador y de una gran importancia para la humanidad está a punto de ser descubierto…
Cotton Malone intenta descubrir la verdad sobre su padre, que murió en un submarino que se perdió en el Antártida en los años 70. Pronto aparecen otros involucrados en la búsqueda: dos gemelas alemanas y un aliado del presidente de los EE.UU. Pero cada uno de ellos tiene sus propios motivos. Después de investigar pistas en un par de iglesias antiguas en Alemania y Francia descubren pruebas de una civilización desconocida y muy avanzada que vivía en la Antártida antes de que desapareciera cubierta por el hielo.
Una novela trepidante, una búsqueda épica que llevará al lector desde Alemania, hasta Francia, EE.UU. y Antártida.

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– ¿Cuántas veces ha venido Ramsey? -quiso saber Davis.

– Sólo una en los últimos cinco años, según el registro. Hace dos días. También entró en el compartimento refrigerado, cuyo acceso se registra aparte.

Stephanie estaba inquieta.

– Llévenos hasta allí.

Ramsey acompañó hasta la puerta a la periodista del Post. Hovey ya le había comunicado que tenía otras tres entrevistas, dos para la televisión, la tercera para la radio, y se realizarían abajo, en una sala de reuniones, donde los equipos lo estaban preparando todo. Empezaba a gustarle aquello. Era muy distinto de vivir en la sombra. Sería un excelente jefe de la Junta y, si todo salía según lo previsto, un vicepresidente aún mejor.

Nunca había entendido por qué el número dos no podía ser más activo. Dick Cheney había demostrado las posibilidades que tenía, convirtiéndose en un discreto forjador de políticas sin atraer continuamente la atención de la prensa. Si él fuera vicepresidente, podría vincularse a lo que quisiera cuando quisiera. Y desvincularse con idéntica facilidad, ya que -como tan sabiamente apuntó John Nance Garner, primer vicepresidente de Franklin Delano Roosevelt- la mayoría de la gente pensaba que el cargo no valía «ni un jarro de saliva tibia», aunque según la leyenda él no utilizó la palabra «saliva», sino que el cambio fue cosa de los periodistas.

Sonrió.

Vicepresidente Langford Ramsey. Le gustaba.

El móvil lo arrancó de su ensoñación con un sonido apenas audible. Lo cogió de la mesa y vio que quien llamaba era Diane McCoy.

– Tengo que hablar contigo -afirmó ella.

– No lo creo.

– Nada de trucos, Langford. Di tú el lugar.

– No tengo tiempo.

– Pues sácalo de donde sea; de lo contrario, no habrá nombramiento.

– ¿Por qué sigues amenazándome?

– Iré a tu despacho. Seguro que ahí te sientes a salvo.

Así era; sin embargo, quiso saber:

– ¿De qué va esto?

– Tiene que ver con un tal Charles C. Smith hijo. Es un alias, pero así es como lo llamas.

Nunca había oído pronunciar ese nombre a nadie. Hovey se encargaba de efectuar todos los pagos, pero los hacía a otro nombre en un banco extranjero, protegido por la Ley de Seguridad Nacional.

Y, sin embargo, Diane McCoy estaba al tanto.

Consultó el reloj del escritorio: las 16.05.

– Muy bien, pásate por aquí.

SETENTA Y SEIS

Malone se acomodó en el LC-130. Acababan de realizar un vuelo de diez horas de Francia a Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Un helicóptero del Ejército francés los había transportado de Ossau a Cazau, La-Teste-de-Buch, la base militar francesa más cercana, a unos doscientos cincuenta kilómetros. Allí se habían subido a un C-21A, la versión militar del Leaijet, con el que habían cruzado el Mediterráneo y el continente africano a una velocidad de casi Mach 1, efectuando tan sólo dos rápidas paradas para repostar.

En Ciudad del Cabo les estaban esperando dos tripulaciones de la 109 Brigada aerotransportada de la Guardia Nacional de Nueva York en un LC-130 Hércules con los depósitos llenos y los motores en marcha. Malone comprendió que el viaje en el C-21A les iba a parecer lujoso en comparación con lo que él y sus adláteres estaban a punto de vivir durante los más de cuatro mil kilómetros en dirección sur que los separaban de la Antártida, el trayecto a través de un océano azotado por tempestades a excepción de los últimos mil kilómetros, que serían por hielo.

Tierra de nadie, ciertamente.

El equipo ya estaba a bordo. Malone sabía cuál era la palabra clave: capas. Y sabía cuál era el objetivo: eliminar la humedad del cuerpo sin que éste se congelara. Primero, para mantener la piel seca, ropa interior de Under Armour hecha de un material de secado rápido; después, un mono de lana transpirable y antihumedad; encima, una chaqueta y unos pantalones de nailon con forro polar, y, por último, un anorak de forro polar de Gore-Tex y unos pantalones cortavientos para climas fríos. Todo ello con estampado de camuflaje digital, cortesía del Ejército norteamericano. Guantes y botas de Gore-Tex, además de dos pares de calcetines por cabeza, se encargarían de preservar las extremidades. Malone había facilitado las tallas hacía horas y se percató de que las botas eran medio número mayor que la talla solicitada para que cupieran los gruesos calcetines. Un pasamontañas de lana negro protegía el rostro y el cuello, con aberturas únicamente para los ojos, que a su vez protegerían unas gafas ahumadas. Como dar un paseo por el espacio, pensó, una imagen que no era muy desacertada. Había oído contar que el frío de la Antártida hacía que los empastes de los dientes se contrajeran y se cayeran.

Cada uno de ellos llevaba una mochila con efectos personales, y Malone vio que les habían proporcionado una versión para climas fríos, más gruesa y mejor aislada.

El Hércules avanzó hacia la pista.

Él se dirigió a los otros, que ocupaban sendos asientos de lona con el respaldo de red frente a él. Ninguno se había puesto aún el pasamontañas, de manera que el rostro quedaba a la vista.

– ¿Están todos bien?

Christl, que iba sentada a su lado, asintió.

Malone observó que todos se sentían incómodos con aquella ropa.

– Os aseguro que en este vuelo no va a hacer calor, y esa ropa está a punto de convertirse en vuestra mejor aliada.

– Puede que esto sea demasiado -admitió Werner.

– Ésta es la parte fácil -aclaró él-. Pero si te resulta insoportable siempre puedes quedarte en la base. Los campamentos de la Antártida son bastante cómodos.

– Nunca he hecho esto antes -dijo Dorothea-. Es toda una aventura para mí.

Más bien la aventura de toda una vida, ya que supuestamente ningún ser humano había puesto un pie en la Antártida hasta 1820, y sólo unos pocos lo hacían en el presente. Él sabía que existía un tratado, firmado por veinticinco países, según el cual el continente entero era un lugar pacífico donde regía el libre intercambio de información científica, sin nuevas reivindicaciones de territorio ni actividades militares ni explotaciones mineras a menos que todos los firmantes del tratado estuviesen conformes. Tenía una superficie de casi catorce millones de kilómetros cuadrados, más o menos el tamaño de Estados Unidos y México juntos, el ochenta por ciento de los cuales se hallaba envuelto en un sudario de hielo de un kilómetro y medio de grosor -el setenta por ciento de las reservas de agua dulce del planeta-, lo que convertía la meseta resultante en una de las más elevadas del planeta, con una altitud media de más de dos mil cuatrocientos metros.

Sólo había vida en las orillas, ya que el continente recibía menos de cincuenta milímetros de lluvia al año. Era seco como un desierto. Su blanca superficie era incapaz de absorber luz o calor, reflejaba toda la radiación y mantenía una temperatura media de unos setenta grados bajo cero.

Malone también conocía la situación política por sus dos visitas anteriores, que realizó cuando trabajaba para Magellan Billet. En la actualidad, siete países -Argentina, Gran Bretaña, Noruega, Chile, Australia, Francia y Nueva Zelanda- reivindicaban ocho territorios, definidos mediante grados de longitud que se cortaban en el polo sur. Ellos volaban rumbo a la parte que reclamaba Noruega, conocida como Tierra de la Reina Maud, que se extendía desde 44° 38' E hasta 20° O. Un pedazo considerable de la parte occidental -de los 20° E a los 10° O- había sido reclamado por Alemania en 1938 y denominado Nueva Suabia. Y aunque la guerra puso fin a esas pretensiones, la región seguía siendo una de las menos conocidas del continente. Ellos se dirigían a la base Halvorsen, que era gestionada por Australia en el sector noruego y se hallaba en la costa norte, de cara a la punta meridional de África.

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