Triturar piedra de la luna, crownchaka, cinco leches del baniano, higo, piedra imán, mercurio, polvos de mica, aceite de saarasvata y nákha en partes iguales, purificados, y dejar asentar hasta que espese. Sólo entonces, incorporar aceite de bael y hervir hasta que se forme una resina perfecta. Extender el barniz de manera homogénea sobre una superficie y dejarlo secar antes de exponerlo a la luz. Para calmar el dolor añadir a la mezcla raíz de akkalkadha, matang, cauris, sal de tierra, grafito y arena granítica. Aplicar generosamente en cualquier superficie para aumentar la fortaleza.
El peetha ha de medir noventa centímetros de ancho y quince de alto, y puede ser cuadrado o redondo. En su centro hay un eje y delante se sitúa una vasija de gugulón. En el oeste se encuentra el espejo para realzar la oscuridad, y en el este se fija el tubo que atrae los rayos solares. En el medio está la rueda que pone en funcionamiento el alambre, y en el sur, el interruptor principal. Al girar la rueda hacia el sureste, el espejo de dos caras afianzado al tubo acumulará rayos solares. Al mover la rueda hacia el noroeste, el gugulón se activará. Al hacer girar la rueda al oeste, el espejo potenciador de la oscuridad entrará en funcionamiento. Al girar la rueda central, los rayos atraídos por el espejo incidirán en el cristal y lo envolverán. Entonces deberá hacerse girar a gran velocidad la rueda principal para que genere un calor envolvente.
Arena, cristal y sal suvarchala en partes iguales dentro de un crisol, introducidos en un horno y fundidos, darán como resultado una cerámica pura, clara, fuerte y fresca. Las tuberías así fabricadas conducirán e irradiarán calor, y se pueden unir entre sí firmemente con mortero de sal. Los pigmentos de color elaborados con hierro, arcilla, cuarzo y calcita son intensos y duraderos, y además se adhieren bien después del fundido.
Stephanie clavó la vista en Edwin Davis.
– Por un lado, empezaban a tontear con la electricidad y, por otro, creaban compuestos y mecanismos de los que no hemos oído hablar nunca. Hemos de averiguar la procedencia de estos libros.
– Va a ser difícil, ya que, por lo visto, toda la información relativa a la «Salto de altura» ha desaparecido. -Davis sacudió la cabeza-. Menudos idiotas; todo alto secreto. Un puñado de mentes estrechas tomaron decisiones monumentales que afectaban a todos. Aquí hay una fuente de conocimientos que bien podría cambiar el mundo. También podría ser basura, claro está, pero nunca lo sabremos. Ten en cuenta que, en las décadas que han transcurrido desde que se encontraron estos libros, ahí abajo se han ido acumulando metros de nieve. El paisaje es completamente distinto de lo que era entonces.
Ella sabía que la Antártida era la pesadilla de los cartógrafos. El litoral cambiaba constantemente a medida que aparecían y desaparecían plataformas de hielo, que se desplazaban a su antojo.
Davis tenía razón: dar con que mencionaba Byrd podía resultar imposible.
– Sólo hemos ojeado un puñado de páginas de unos cuantos volúmenes escogidos al azar -observó ella-. A saber que habrá en los demás.
Otra página llamó su atención, y con un dibujo de dos plantas con sus raíces y demás elementos.
Stephanie la escaneó y la tradujo.
La gyra crece en recovecos oscuros y húmedos y debería ser extraída de la tierra antes de que desaparezca el sol estival. Sus hojas, machacadas y quemadas, bajan la fiebre. Pero hay que procurar que la gyra no se humedezca, pues las hojas mojadas no surten efecto y pueden ser causa de enfermedad. Lo mismo ocurre con las hojas amarillentas. Son preferibles las de color rojo intenso o anaranjado. También producen somnolencia y pueden utilizarse para aplacar los sueños. El exceso puede resultar dañino, de manera que hay que administrarlas con cuidado.
Stephanie imaginó lo que debía haber sentido un explorador al verse en una costa virgen, contemplando una tierra nueva.
– Hay que precintar este almacén -afirmó Davis.
– No es una buena idea: pondrá sobre aviso a Ramsey.
Él pareció ver lo acertado de la observación.
– Operaremos a través de Gross: si alguien se acerca a este escondrijo, él nos lo comunicará y podremos detenerlo.
Ésa era una idea mejor.
Stephanie pensó en Malone: debía de estar llegando a la Antártida. ¿Estaría siguiendo la pista acertada?
Sin embargo, ellos todavía tenían cosas que hacen dar con el asesino.
Oyó que una puerta se abría y se cerraba en el cavernoso interior. El coronel Gross había estado vigilando en la antesala para concederles privacidad, de modo que Stephanie supuso que debía de ser él. Pero entonces oyó el resonar de dos pares de pies en la oscuridad. Ellos se hallaban sentados a una mesa a la puerta del compartimento refrigerado, con tan sólo dos lámparas encendidas. Stephanie alzó la vista y vio salir a Gross de la negrura seguido de otro hombre: alto, de cabello abundante, vestido con una cazadora azul marino y unos pantalones de estilo informal; en el pecho, a la izquierda, el emblema del presidente de Estados Unidos. Danny Daniels.
Maryland 22.20 horas
Ramsey dejó la oscura carretera y se adentró en el bosque, hacia la granja de Maryland en la que se había reunido con Charlie Smith unos días antes.
Según Smith, se llamaba Bailey Mill.
No le había hecho ninguna gracia el tono de Smith. Listillo, chulo, irritante, así era Charlie Smith; pero ¿enfadado, exigente, agresivo? De ninguna manera.
Algo iba mal.
Ramsey parecía haber ganado un nuevo aliado en la persona de Diane McCoy, uno que le había costado veinte millones de dólares. Por suerte, tenía mucho más en distintas cuentas repartidas por el mundo, un dinero que había ido a parar a sus manos a raíz de operaciones que habían finalizado antes de tiempo o habían sido abortadas. Gracias a Dios, una vez se estampaba el sello de «Clasificado» en un expediente, éste rara vez era objeto de escrutinio por parte de un contador. La política era devolver los recursos que se hubieran invertido, pero ése no siempre era el caso. Necesitaba fondos para pagar a Smith -capital para financiar investigaciones encubiertas-, pero esa necesidad cada vez era menor. Sin embargo, a medida que la necesidad se complicaba, también lo hacían los riesgos.
Como en ese caso.
Los faros le permitieron distinguir la granja, un granero y otro coche. No había ninguna luz. Después de aparcar, metió la mano en el compartimento central, sacó su Walther automática y salió a la fría noche.
– ¡Charlie! -gritó-. No tengo tiempo para bobadas. Sal ahora mismo.
Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, percibieron movimiento a su izquierda. Ramsey apuntó y efectuó dos disparos. Las balas se estrellaron contra la vieja madera. Más movimiento, pero vio que no era Smith.
Perros.
Huían del porche y de la casa, salían despavoridos en dirección al bosque. Como la última vez. Suspiró aliviado.
A Smith le encantaban los juegos, así que decidió complacerlo.
– A ver qué te parece esto, Charlie. Te desinflaré las cuatro ruedas y pasarás la noche aquí pelado de frió. Llámame mañana, cuando estés dispuesto a hablar.
– Qué aburrido eres, almirante -afirmó una voz-. No tienes el más mínimo sentido del humor.
Smith salió de las sombras.
– Tienes suerte de que no te mate -espetó él.
El otro avanzó desde el porche.
– ¿Por qué ibas a hacerlo? He sido un buen chico, he hecho todo lo que querías. He liquidado a los cuatro, limpiamente. Luego oigo por la radio que vas a entrar a formar parte de la Junta de Jefes. Te mudas a la zona este, a ese apartamento de lujo en el cielo, como decían en esa serie de televisión, «Los Jefferson».
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