Los oscuros ojos del presidente la escrutaron.
– El combustible que utilizaba el NR-1A era uranio, pero a bordo había miles de litros de petróleo lubrificante. No se encontró una sola gota. -Daniels guardó silencio-. Los submarinos presentan escapes cuando se hunden. Además, está el diario de a bordo, como supisteis por Rowland; seco, sin un borrón. Lo que significa que el submarino estaba intacto cuando Ramsey lo encontró. Y, a juzgar por lo que dijo Rowland, se hallaban en el continente cuando Ramsey se sumergió. Cerca de la costa. Malone está siguiendo la pista de Dietz Oberhauser, lo mismo que hizo el NR-1 A. ¿Y si los caminos se cruzan?
– Ese submarino no puede seguir existiendo -afirmó ella.
– ¿Por qué no? Es la Antártida. -Daniels hizo una pausa-. Hace media hora me han dicho que Malone y su séquito se encuentran en la base Halvorsen.
Stephanie vio que al presidente le preocupaba de verdad lo que estaba pasando, tanto allí como en el sur.
– Muy bien, allá va -dijo Daniels-. Según me han informado, Ramsey contrató a un asesino a sueldo que se hace llamar Charles C. Smith hijo.
Davis permanecía inmóvil en su silla.
– Ordené que la CIA investigara a fondo a Ramsey e identificaron al tal Smith. No me preguntéis cómo, pero lo hicieron. Por lo visto utiliza un montón de nombres, y Ramsey le ha entregado un dineral. Probablemente fuera ese Smith quien mató a Sylvian, Alexander y Scofield, y él cree que mató también a Herbert Rowland…
– Y a Millicent -añadió Davis.
Daniels asintió.
– ¿Ha encontrado a Smith? -preguntó ella, recordando lo que había dicho el presidente hacía un momento.
– Por así decirlo. -Daniels vaciló-. He venido a ver todo esto, quería saber de qué iba. Pero también he venido a deciros cómo creo que podemos poner fin a este circo.
Malone miraba por la ventanilla del helicóptero, el ruido de los rotores palpitaba en sus oídos. Volaban hacia el oeste. Un sol radiante atravesaba los cristales tintados que protegían sus ojos. Iban bordeando la costa, las focas repantigadas en el hielo como babosas gigantescas, las oreas surcando las aguas, patrullando las orillas en busca de una presa incauta. Frente a la costa se alzaban las montañas, erguidas cual lápidas sobre un cementerio blanco infinito, su oscuridad marcando un fuerte contraste con la brillante nieve.
El aparato viró hacia el sur.
– Estamos entrando en el área restringida -anunció Taperell por los auriculares.
El australiano ocupaba el asiento delantero derecho, junto al piloto noruego. El resto se hacinaban en la parte trasera, sin calefacción. Problemas mecánicos en el Huey los habían retrasado tres horas. Nadie se había quedado atrás, todos parecían ansiosos por saber qué había allí. Hasta Dorothea y Christl se habían tranquilizado, aunque estaban sentadas lo más lejos posible la una de la otra. Christl llevaba un anorak de otro color, conseguido en la base en sustitución del que se le había manchado de sangre en el avión.
Dieron con la helada bahía con forma de herradura del mapa, una barrera de icebergs guardando la entrada. En el hielo azul de los icebergs se reflejaba una luz cegadora.
El helicóptero cruzó una cordillera con cimas demasiado escarpadas para que la nieve se aferrara a ellas. La visibilidad era excelente; los vientos, flojos, y tan sólo unos tenues cirros haraganeaban en el luminoso cielo azul.
Delante, Malone vio algo distinto.
En la superficie había poca nieve. En su lugar, el suelo y las paredes rocosas presentaban vistosos trazos irregulares de dolerita negra, granito gris, pizarra marrón y caliza blanca. El paisaje estaba sembrado de rocas graníticas de todas las formas y los tamaños.
– Un valle seco -informó Taperell-. No ha llovido en dos millones de años. Por aquel entonces las montañas se elevaban más a prisa de lo que los glaciares podían abrirse paso por ellas, de manera que el hielo quedó atrapado en la otra cara. Los vientos soplan de la meseta desde el sur y mantienen el suelo prácticamente libre de hielo y nieve. Hay muchos en la zona meridional del continente, no tantos por aquí.
– ¿Ha sido explorado éste? -quiso saber Malone.
– Vienen buscadores de fósiles, este sitio está lleno. También de meteoritos. Pero las visitas están limitadas por el tratado.
De pronto apareció la cabaña, una extraña visión al pie de un pico inhóspito e inaccesible.
El aparato sobrevoló el prístino terreno rocoso y, tras escoger el lugar donde realizaría el aterrizaje, descendió sobre el pedregal.
Bajaron todos, el último Malone, al que le fueron entregados los trineos y el equipo. Taperell le guiñó un ojo cuando le entregó su mochila, dándole a entender que había hecho lo que le había pedido. Los ruidosos rotores y ráfagas de un aire helador embotaron sus sentidos.
Entre los bultos se incluían dos radios. Malone ya había organizado que establecerían contacto dentro de seis horas. El australiano les había dicho que, de ser preciso, podían guarecerse en la cabaña, pero la previsión meteorológica para las siguientes diez o doce horas era buena. La luz no era un problema, ya que el sol no volvería a ponerse hasta marzo.
Malone levantó los pulgares y el helicóptero se alejó. El rítmico soniquete de las palas del rotor fue disminuyendo a medida que el aparato desaparecía por la cordillera.
El silencio los envolvió.
La respiración era trabajosa y silbante; el aire, seco como un viento del Sahara. Sin embargo, la calma no iba acompañada de una sensación de paz.
La cabaña se hallaba a menos de cincuenta metros.
– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Dorothea.
Malone echó a andar.
– Yo diría que empezar por lo más evidente.
Malone se acercó a la cabaña. Taperell no se equivocaba: setenta años de antigüedad y, sin embargo, sus paredes, de un pardo blanquecino, eran como si acabasen de salir del aserradero, y no había ni rastro de herrumbre en un solo clavo. Un rollo de cuerda cerca de la puerta parecía nuevo. Sendos postigos protegían las dos ventanas existentes. Malone calculó que la construcción debía de medir cerca de dos metros cuadrados, y tenía aleros y un tejado de chapa a dos aguas que atravesaba el cañón de una chimenea. Contra una pared había una foca destripada, de un negro grisáceo, con sus ojos vidriosos y sus bigotes, tendida como si en lugar de estar congelada únicamente durmiera.
La puerta no tenía pestillo, de manera que Malone empujó y se quitó las gafas. De las vigas del techo, aseguradas mediante abrazaderas de hierro, colgaban pedazos de carne de foca y trineos. Las mismas estanterías de las fotos, hechas con cajas, se apilaban contra una pared con manchas marrones, en ellas los mismos botes y latas de conservas, las etiquetas todavía legibles. Las dos literas con sacos de dormir de pieles, la mesa, las sillas, el hornillo de hierro y la radio seguían allí. Incluso se conservaban las revistas de la foto. Era como si sus ocupantes se hubiesen marchado el día anterior y pudieran volver en cualquier momento.
– Qué inquietante -observó Christi.
Él opinaba lo mismo.
Dado que no había ácaros del polvo ni insectos que descompusieran los restos orgánicos, Malone cayó en la cuenta de que el sudor de los alemanes perduraba, congelado, en el suelo, además de escamas de su piel y excrecencias corporales, y esa presencia nazi se cernía pesadamente en el silente aire de la cabaña.
– El abuelo estuvo aquí -dijo Dorothea mientras se aproximaba a la mesa y las revistas-. Éstas son publicaciones de la Ahnenerbe.
Malone se sacudió la incómoda sensación y se dirigió hacia el lugar donde el símbolo debería estar grabado en el suelo. Lo vio: era el mismo de la tapa del libro. Junto a él, otro burdo dibujo.
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