– Es profundo -comentó.
Parecido al aprieto en el que se encontraba.
Cuando Dorothea se apartó del pozo, Werner la siguió.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó.
Ella asintió, de nuevo incómoda con tanta preocupación conyugal.
– Tenemos que poner fin a esto -susurró-. Haz algo.
Él asintió con la cabeza.
Malone estudiaba uno de los cuadrados pilares rojos. Respirar le secaba la boca a Dorothea.
– ¿No iríamos más de prisa si nos dividiésemos en dos grupos, echásemos un vistazo y después nos reuniéramos aquí? -le dijo Werner a Malone.
El aludido se volvió.
– No es mala idea. Nos quedan cinco horas para establecer contacto por radio y el túnel es largo. Sólo podemos recorrerlo una vez.
Nadie objetó nada.
– Para que no haya peleas, yo iré con Dorothea -propuso Malone-. Usted y Christl, con Henn.
Dorothea miró de reojo a Ulrich y sus ojos le dijeron que estaba conforme, de manera que no replicó.
Malone decidió que si tenía que suceder algo, ése era el momento, de modo que aceptó de prisa la sugerencia de Werner. Se mantenía a la expectativa para ver quién haría el primer movimiento. Mantener separadas a las dos hermanas y al matrimonio parecía oportuno, y por lo visto nadie tenía nada que objetar.
Lo que significaba que habría de jugar con la mano que él mismo se había repartido.
Malone y Dorothea dejaron la plaza central y se adentraron en la ciudad. Los edificios estaban pegados los unos a los otros como fichas de dominó en una caja. Algunas estructuras eran tiendas, con una o dos habitaciones, que se abrían directamente a la calle sin otra función obvia; otras se hallaban apartadas, el acceso por pasajes que discurrían entre las tiendas y finalizaban en puertas principales. Malone reparó en que no había cornisas, aleros ni canalones. La arquitectura mostraba predilección por los ángulos rectos, las diagonales y las formas piramidales, las curvas utilizadas con moderación. Unas tuberías de cerámica unidas mediante gruesas juntas grises pasaban de casa en casa y recorrían arriba y abajo los muros exteriores. Aunque todas estaban bellamente pintadas, formaban parte de la decoración, él dedujo que también eran prácticas.
Malone y Dorothea decidieron inspeccionar una de las viviendas, a la que entraron por una puerta de bronce esculpida. Los recibió un patio central con el piso de mosaico rodeado de cuatro estancias cuadradas, cada una de las cuales había sido tallada en la roca con una profundidad y una precisión manifiestas. Las columnas, de ónice y topacio, parecían más ornamentales que funcionales. Una escalera conducía a la planta superior. No había ventanas. En cambio, el techo era de cuarzo, las piezas formando un arco con ayuda de mortero. La débil luz del exterior se refractaba y se veía aumentada, haciendo que las habitaciones refulgieran con más intensidad.
– Están todas vacías -aseguró Dorothea-. Es como si lo hubieran cogido todo y se hubiesen marchado.
– Puede que fuera precisamente eso lo que sucedió.
Las paredes estaban repletas de imágenes: grupos de mujeres bien vestidas sentadas a una mesa, rodeadas de más gente. Al fondo, una orea -un macho, a juzgar por la gran aleta dorsal- surcaba un mar azul. Más cerca flotaban icebergs dentados, moteados de colonias de pingüinos. También había un barco, alargado, estrecho, con dos mástiles y el símbolo de la plaza, de un rojo brillante, en las cuadradas velas. Daba la impresión de que se concedía importancia al realismo, las proporciones eran buenas. La pared reflejaba el haz de luz de la linterna, y Malone se sintió impulsado a acercarse para tocar la superficie.
En todas las estancias había más tuberías de cerámica del suelo al techo, el exterior pintado de forma que se fundiera con las imágenes.
Malone las examinó sin ocultar su asombro.
– Ha de tratarse un sistema de calefacción. Debían de contar con algo que les proporcionara calor.
– ¿La fuente?
– Geotérmica. Esta gente era lista pero no conocía muchos adelantos mecánicos. Yo diría que ese pozo de la plaza principal era un respiradero geotérmico que caldeaba todo el lugar. Después canalizaban más calor por las tuberías para que llegara a toda la ciudad. -Frotó el reluciente exterior-. Pero si la fuente del calor se consumía, debían de verse en apuros. Vivir aquí debía de ser una lucha diaria.
Una grieta afeaba una de las paredes interiores; Malone la recorrió con la linterna.
– Este sitio se ha visto afectado por algunos terremotos a lo largo de los siglos. Es increíble que siga en pie.
Ella no había respondido a ninguna de sus observaciones, de modo que él se volvió.
Dorothea Lindauer se hallaba al otro lado de la estancia, apuntándole con un arma.
Stephanie estudió la casa a la que llegaron siguiendo las indicaciones de Danny Daniels: vieja, destartalada, aislada en medio de la campiña de Maryland, rodeada de densos bosques y prados. En la parte posterior se alzaba un granero. No se veía vehículo alguno. Los dos iban armados, de manera que se bajaron del coche pistola en ristre. Ninguno dijo nada.
Se acercaron a la puerta principal, que estaba abierta. La mayoría de las ventanas carecían de cristales. Stephanie calculó que la casa debía de tener entre doscientos y trescientos metros cuadrados. Su época de esplendor era cosa del pasado.
Entraron con cautela.
El día era despejado y frío, y por las desnudas ventanas penetraba a raudales un sol radiante. Se encontraban en el recibidor, a derecha e izquierda se abrían sendos salones y enfrente arrancaba un pasillo. La casa tenía una sola planta y era laberíntica, las estancias unidas mediante anchos corredores. Los muebles saturaban las habitaciones, tapados por telas mugrientas, el papel de las paredes se desprendía a tiras y la madera del suelo estaba alabeada.
Ella oyó algo, arañazos. Después, unos suaves golpecitos. ¿Algo en movimiento? ¿Caminando?
Luego oyó un gruñido y un aullido.
Sus ojos recorrieron uno de los pasillos. Davis la adelantó y se situó a la cabeza. Llegaron a uno de los dormitorios. Él se situó tras ella, el arma en alto, y Stephanie supo lo que quería que hiciera, de forma que se acercó con cuidado a la puerta, asomó la cabeza y vio dos perros, uno leonado y blanco y el otro gris claro, ambos muy entretenidos comiendo algo. Los animales eran de buen tamaño y fibrosos. Uno de ellos notó su presencia y levantó la cabeza: tenía la boca y el morro ensangrentados. El animal soltó un gruñido.
El otro presintió el peligro y también se puso en guardia. Davis se aproximó por detrás.
– ¿Lo has visto? -le preguntó a Stephanie.
Lo había visto.
Bajo los perros, en el suelo, estaba la comida: una mano humana, cortada por la muñeca, a la que faltaban tres dedos.
Malone miró con fijeza el arma que sostenía Dorothea.
– ¿Va a pegarme un tiro?
– Está conchabado con ella. La vi entrar en su habitación.
– No creo que un revolcón implique estar conchabado con alguien.
– Mi hermana es una mala persona.
– Las dos están locas.
Malone echó a andar hacia ella, que adelantó el arma. Él se detuvo cerca de una puerta que se abría a la habitación contigua. Dorothea se hallaba a unos tres metros de distancia, ante otra pared de brillantes mosaicos.
– Van a acabar la una con la otra, a menos que paren -espetó él.
– No se llevará esto.
– ¿Qué es «esto»?
– Soy la heredera de mi padre.
– No, usted no, las dos. El problema es que ninguna de ustedes lo ve.
– Ya la ha oído, reivindicando que tenía razón. Será imposible tratar con ella.
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