Cierto, pero él estaba harto y ése no era el momento.
– Haga lo que tenga que hacer, pero yo me largo.
– Le pegaré un tiro.
– Hágalo.
Malone dio media vuelta e hizo ademán de cruzar la puerta.
– Lo digo en serio, Malone.
– Me está haciendo perder el tiempo.
Ella apretó el gatillo.
Clic.
El continuó andando. Dorothea apretó el gatillo de nuevo. Otro clic.
Malone se detuvo y se encaró con ella.
– Pedí que registraran su mochila mientras comíamos en la base. Encontré el arma. -Él vio que estaba avergonzada-. Me pareció prudente, después de la rabieta del avión. Mandé sacar las balas del cargador.
– Apuntaba al suelo -se disculpó ella-. No le habría hecho daño.
Él extendió el brazo y Dorothea se acercó y le entregó la pistola.
– Odio a Christl con toda mi alma.
– Eso ya ha quedado claro, pero en este momento es contraproducente. Hemos encontrado lo que su familia buscaba, lo que a su padre y su abuelo les llevó toda una vida encontrar. ¿Es que no está emocionada?
– No es lo que yo buscaba.
Él intuyó un dilema, pero decidió no indagar.
– Y ¿qué hay de lo que usted buscaba? -le preguntó ella.
Tenía razón: allí no había ni rastro del NR-1A.
– Aún está por ver.
– Puede que éste sea el sitio al que vinieron nuestros padres. Antes de que Malone pudiera responder, dos ruidos secos rompieron el silencio fuera, a lo lejos. Un tercero.
– Eso ha sido una pistola -dijo él. Y salieron corriendo de la habitación.
Stephanie vio algo más.
– Mira a la derecha.
Parte de la pared interior estaba abierta, el rectángulo que se dibujaba al otro lado sumido en la sombra. En la tierra y el polvo, Stephanie vio huellas de patas que entraban y salían.
– Por lo visto saben lo que hay ahí detrás.
Los perros se tensaron y empezaron a ladrar.
Stephanie centró su atención nuevamente en ellos.
– Tienen que irse.
Ellos seguían con el arma en alto y los perros se mantenían firmes, protegiendo su comida, de manera que Davis se situó al otro lado de la puerta.
Uno de los perros avanzó y luego se detuvo en seco.
– Voy a disparar -anunció él.
Apuntó y envió un proyectil al suelo, entre ambos animales, que lanzaron un alarido y comenzaron a moverse confusos. Davis volvió a abrir fuego y ambos salieron al pasillo a toda velocidad. Se detuvieron a menos de un metro, al caer en la cuenta de que habían olvidado su comida, pero al disparar Stephanie al suelo, los animales se volvieron, echaron a correr y salieron por la puerta principal.
Ella exhaló un suspiro.
Davis entró en la habitación y se arrodilló junto a la mano cercenada.
– Tenemos que ver lo que hay ahí abajo.
Ella no estaba muy de acuerdo -¿qué sentido tenía?-, pero sabía que Davis necesitaba verlo, de forma que se dirigió hacia la entrada. Unos estrechos escalones de madera salvaban el desnivel y a continuación doblaban a la derecha fundiéndose con la negrura.
– Probablemente sea un viejo sótano.
Stephanie empezó a bajar, seguida de él. En el descansillo vaciló. La oscuridad se fue desvaneciendo a medida que sus ojos se acostumbraban a ella, y la luz del lugar les permitió distinguir una estancia de menos de un metro cuadrado, el muro de cerramiento excavado en la roca, el suelo de polvorienta tierra. Gruesas vigas de madera atravesaban el techo, y el frío aire estaba viciado.
– Por lo menos no hay más perros -apuntó Davis.
Entonces ella lo vio: un cuerpo vestido con un abrigo; tendido boca abajo, en un brazo, un muñón. Reconoció en el acto el rostro, aunque una bala había acabado con la nariz y con un ojo.
Langford Ramsey.
– La deuda está saldada -dijo ella.
Davis la rodeó y se aproximó al cadáver.
– Ojalá lo hubiese hecho yo.
– Es mejor así.
Oyeron algo arriba, pasos. Stephanie miró el techo de madera que se alzaba sobre su cabeza.
– Eso no es un perro -susurró Davis.
Malone y Dorothea salieron disparados de la casa a la desierta calle. Otro sonido sordo. Él determinó su procedencia.
– Por ahí -dijo.
Se resistió a echar a correr, pero aceleró el paso hacia la plaza central. Las abultadas ropas y las mochilas frenaban el avance. Rodearon el pozo circular y enfilaron al trote otra amplia calle. Allí, en el corazón de la ciudad, había más pruebas de perturbaciones geológicas. Varios edificios se habían desplomado, los muros estaban agrietados, las piedras se amontonaban en la calle. Malone iba con cuidado: en un terreno tan inestable había que mirar por dónde pisaba uno.
Algo llamó su atención cerca de uno de los brillantes cristales elevados. Se detuvo y Dorothea lo imitó.
¿Una gorra? ¿Allí? En aquel lugar vetusto y abandonado, resultaba una extraña intrusión.
Malone se aproximó: tela anaranjada, reconocible. Se agachó. Por encima de la visera, en letras bordadas, se leía:
MARINA ESTADOUNIDENSE
NR-1A
¡Virgen santa! Dorothea también lo leyó.
– No puede ser.
Malone examinó la gorra por dentro. Escrito con tinta negra se leía: «Vaught.» Recordó el informe de la comisión de investigación: a Auxiliar de máquinas de segunda clase Dough Vaught.» Uno de los miembros de la dotación del NR-1A.
– Malone.
Su apellido resonó por el vasto interior.
– Malone.
Era Christl. Aquello lo devolvió a la realidad.
– ¿Dónde estás? -gritó él.
– Aquí.
Stephanie comprendió que tenían que salir de aquella mazmorra, el último sitio donde querrían enfrentarse con nadie.
Las pisadas de un único par de pies se dirigían al otro extremo de la casa, alejándose de la habitación que había en lo alto de la escalera, de forma que Stephanie subió los peldaños de madera sin hacer ruido y se detuvo al llegar arriba. Asomó la cabeza con cuidado por la pared abierta y, al no ver a nadie, salió. A una señal suya, Davis se situó a un lado de la puerta del pasillo y ella al otro. Decidió echar un vistazo. Nada.
Davis echó a andar primero, sin esperar por ella. Stephanie lo siguió hasta el recibidor. Seguían sin ver a nadie. Entonces percibieron movimiento al otro lado del salón al que ella estaba mirando, en lo que debían de ser la cocina y el comedor.
Apareció una mujer. Diane McCoy.
Como había dicho Daniels.
Stephanie fue directa a ella y Davis abandonó su posición al otro lado del recibidor.
– El Llanero Solitario y su amigo Tonto -dijo McCoy-. ¿Qué?, ¿habéis venido a salvar el mundo?
McCoy llevaba puesto un largo abrigo de lana desabrochado, unos pantalones informales, una camisa y unas botas. No tenía nada en las manos, y el rítmico soniquete de sus tacones de piel casaba con lo que ellos habían oído abajo.
– ¿Tenéis idea de la cantidad de problemas que habéis causado? -les preguntó-. Pavoneándoos por ahí y metiéndoos en lo que no es asunto vuestro.
Davis la apuntó con la pistola.
– Me trae sin cuidado. Eres una traidora.
Stephanie no se movió.
– Vaya, vaya, qué desagradable -dijo una nueva voz, masculina.
Ella se volvió.
Un hombre enjuto y nervudo con la cara redonda apareció en el salón opuesto, apuntándolos con un HK53. Stephanie conocía bien ese fusil de asalto: cuarenta proyectiles, fuego selectivo, sucio. También supo quién era el que lo sostenía: Charlie Smith.
Malone se metió la gorra en el bolsillo del anorak y salió corriendo. Una serie de amplios escalones de unos seis metros de largo bajaban hasta una plaza semicircular que se abría frente a un alto edificio con columnata. Festoneaban su perímetro estatuas y esculturas que remataban más pilares cuadrados.
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