Steve Berry - La búsqueda de Carlomagno

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La búsqueda de Carlomagno: краткое содержание, описание и аннотация

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Una civilización desconocida enterrada bajo el hielo de la Antártida esconde un misterio que Carlomagno dejó escrito. Un secreto revelador y de una gran importancia para la humanidad está a punto de ser descubierto…
Cotton Malone intenta descubrir la verdad sobre su padre, que murió en un submarino que se perdió en el Antártida en los años 70. Pronto aparecen otros involucrados en la búsqueda: dos gemelas alemanas y un aliado del presidente de los EE.UU. Pero cada uno de ellos tiene sus propios motivos. Después de investigar pistas en un par de iglesias antiguas en Alemania y Francia descubren pruebas de una civilización desconocida y muy avanzada que vivía en la Antártida antes de que desapareciera cubierta por el hielo.
Una novela trepidante, una búsqueda épica que llevará al lector desde Alemania, hasta Francia, EE.UU. y Antártida.

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Byrd estuvo sobrevolando lo que los alemanes llamaron Nueva Suabia. Se hallaba en el interior; rumbo al oeste hacia un horizonte de un blanco monótono, cuando divisó una zona desnuda con tres lagos separados por masas de yermas rocas de un pardo rojizo. Los lagos en sí mostraban tonalidades rojas, azules y verdes. Byrd anotó su posición y al día siguiente envió a la zona a un equipo especial, que descubrió que el agua del lago era tibia y rebosaba de algas, las responsables de su pigmentación. El agua también era salobre, lo que indicaba una relación con el océano.

El descubrimiento entusiasmó a Byrd. Este tenía conocimiento de cierta información recabada durante la expedición alemana de 1938, que recogía observaciones similares. Byrd había puesto en duda estas observaciones, ya que había visitado el continente y conocía su naturaleza inhóspita, pero el equipo de campo especial exploró la zona unos días.

– No sabía que Byrd llevara un diario personal -comentó Davis.

– Yo lo vi -repuso Rowland-. La operación «Salto de altura» era clasificada, pero a la vuelta trabajamos en un montón de cosas y llegué a verlo. Sólo se han dado a conocer cosas de la «Salto de altura» en los últimos veinte años, la mayor parte de ellas falsas, dicho sea de paso.

– ¿Qué hicieron usted, Sayers y Ramsey cuando volvieron? -preguntó Stephanie.

– Trasladamos todo lo que Byrd trajo a casa en 1947.

– ¿Todavía se conservaba?

Rowland asintió.

– Todo ello, cajas enteras. El gobierno no tira nada.

– ¿Qué había en ellas?

– No tengo ni idea. Nosotros nos limitamos a moverlas, no abrimos nada. Ah, por cierto, me preocupa mi mujer, está en casa de su hermana.

– Déme la dirección -pidió Davis- y le diré al servicio secreto que se ponga en contacto con ella. Pero es por usted por quien va Ramsey, y todavía no nos ha dicho por qué lo considera una amenaza.

Rowland yacía inmóvil, ambos brazos unidos a sendas bolsas intravenosas.

– No me puedo creer que haya estado a punto de morir.

– El tipo al que sorprendimos allanó su casa ayer mientras usted estaba fuera -explicó Davis-. Supongo que manipuló los viales de insulina.

– La cabeza me estalla.

Stephanie quería apretarle las tuercas, pero sabía que el anciano sólo hablaría cuando estuviera listo.

– Nos aseguraremos de que cuente con protección de ahora en adelante. Sólo queremos saber por qué es necesario.

El rostro de Rowland era un caleidoscopio de emociones contradictorias. Libraba una lucha interior. Su respiración era entrecortada, en los llorosos ojos tenía una mirada de desdén.

– El maldito libro estaba completamente seco, sin una mancha de agua en ninguna página.

Stephanie comprendió a qué se refería.

– ¿El diario de a bordo?

Él asintió.

– Ramsey lo sacó del océano en la bolsa, lo que quería decir que no estaba mojado antes de que él lo encontrara.

– Madre de Dios -musitó Davis.

Stephanie cayó en la cuenta.

– ¿El NR-1A estaba intacto?

– Eso sólo lo sabe Ramsey.

– Por eso los quiere muertos a todos -razonó Davis-. Cuando le pasaste ese informe a Malone, le entró el pánico. No puede permitir que salga a la luz. ¿Te imaginas lo que supondría para la Marina?

Sin embargo, ella no estaba tan segura. Tenía que haber algo más.

Davis clavó la vista en el enfermo.

– ¿Quién más lo sabe?

– Yo. Sayers, pero ha muerto. El almirante Dyals. Él lo sabía. Estaba al mando de todo y nos ordenó guardar silencio.

El Halcón de Invierno. Así llamaba la prensa a Dyals, haciendo referencia tanto a su edad como a sus tendencias políticas. Hacía tiempo se le había comparado con otro oficial de la Marina anciano y arrogante al que al final tuvieron que echan Hyman Rickover.

– Ramsey se convirtió en el favorito de Dyals -afirmó Rowland-. Pasó a formar parte del personal del almirante. Ramsey idolatraba a ese hombre.

– ¿Lo bastante como para proteger su reputación, incluso ahora? -quiso saber Stephanie.

– No sabría decirle, pero Ramsey es un bicho raro, no piensa como el resto de nosotros. Me alegré de perderlo de vista cuando volvimos.

– Así que el único que queda es Dyals, ¿no? -recapituló Davis.

Rowland negó con la cabeza.

– Había uno más.

¿Había oído ella bien?

– Siempre hay un experto. Se trataba de un investigador de primera contratado por la Marina, un tipo extraño. Lo llamábamos el Mago de Oz. Ya saben, el tipo tras la cortina al que nunca veía nadie. Lo reclutó el propio Dyals, y sólo rendía cuentas a Ramsey y al almirante. Fue él quien abrió las cajas, a solas.

– ¿Cómo se llama? -inquirió Davis.

– Douglas Scofield, doctor, como gustaba de recordarnos a todas horas. Doctor Scofield, se hacía llamar. A nosotros no nos impresionaba. Tenía la cabeza tan metida en el culo de Dyals que nunca veía la luz.

– ¿Qué fue de él? -se interesó Stephanie.

– Ni puñetera idea.

Tenían que irse, pero había una cosa más.

– ¿Qué hay de esas cajas de la Antártida?

– Lo llevamos todo a un almacén de Fort Lee, en Virginia. Y lo dejamos en manos de Scofield. De lo que pasara después no tengo ni idea.

CINCUENTA Y CUATRO

Ossau, Francia

Malone se quedó mirando la cadena de hierro, que descansaba sobre la nieve. «Piensa. Ten cuidado. Hay un montón de cosas que no cuadran; sobre todo, el corte limpio en la cadena.» Alguien había ido provisto de una cizalla.

Sacó el arma de debajo del chaquetón y empujó la puerta.

Los helados goznes chirriaron.

Malone entró en aquella ruina salvando la desmoronada mampostería y se acercó a los arcos, venidos a menos, de una puerta romana. Descendió varios peldaños de piedra gastados que conducían a un interior negro como la tinta. La escasa luz que había se colaba junto con el viento por las desprotegidas ventanas. El grosor de los muros, el sesgo de las aberturas, la verja de hierro de la entrada, todo apuntaba a la época rudimentaria en que se habían creado. Echó un vistazo a lo que en su día fue importante, medio lugar de culto, medio ciudadela, una construcción fortificada en los alrededores de un imperio.

El aliento se volvía vaho ante sus ojos.

Seguía sin perder de vista el suelo, pero no vio huellas que indicaran la presencia de otros.

Se adentró en un laberinto de columnas que sostenían un techo indemne. La sensación de vastedad se desvanecía arriba en oscuras bóvedas. Deambuló entre las columnas como lo haría entre los altos árboles de un bosque petrificado. No estaba seguro de qué buscaba o esperaba, y se resistió al impulso de dejarse llevar por el inquietante entorno.

Por lo que había leído en Internet, Bertrand, el primer obispo, llegó a ser bastante famoso. La leyenda hablaba maravillas de sus milagrosos poderes. Cerca de allí, los caciques españoles acostumbraban a dejar tras de sí un rastro de fuego y sangre por los Pirineos y tenían aterrorizada a la población local, sin embargo, entregaron sus prisioneros a Bertrand y se retiraron para no volver.

Y luego estaba el milagro.

Una mujer había llevado a su hijo y se quejaba de que el padre no quería saber nada de ninguno. Cuando el hombre negó toda relación con ellos, Bertrand ordenó que les colocaran delante un recipiente con agua fría e introdujo en él una piedra. A continuación le pidió al hombre que sacara la piedra del agua; si mentía, Dios enviaría una señal. El hombre cogió la piedra pero sacó las manos escaldadas, como si el agua estuviese hirviendo. El padre admitió en el acto su paternidad y reparó debidamente su falta. Por su piedad, a Bertrand acabó conociéndosele como «la irradiación de Dios». Se supone que él rehuía esa etiqueta, si bien permitió que fuera aplicada al monasterio, y al parecer Eginardo la recordaría décadas después, cuando redactó su última voluntad.

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