– Wilkerson dijo lo mismo. Me confesó que usted lo quería muerto, que le había mentido, que lo había utilizado. Era un hombre débil, almirante. Pero me contó lo que le había dicho usted a mi hija. ¿Cuáles fueron las palabras? «Ni se lo imagina.» Eso es lo que dijo usted cuando ella le preguntó si había algo que encontrar en la Antártida. De modo que responda a mi pregunta: ¿por qué murió mi esposo?
Esa mujer pensaba que llevaba las de ganar, para llamarlo en mitad de la noche e informarle de que su jefe de sección había muerto. Era audaz, sí, pero se hallaba en desventaja, ya que él sabía mucho más que ella.
– Antes de que su marido fuese abordado por lo del viaje a la Antártida, tanto él como su padre fueron objeto de una exhaustiva investigación. Lo que despertó nuestro interés fue la obsesión que tenían los nazis con su investigación. Ah, sí, claro que encontraron cosas allí abajo en 1938, usted lo sabe. Por desgracia, los nazis eran demasiado inflexibles para comprender lo que habían hallado, e hicieron callar a su suegro. Cuando éste por fin pudo hablar, después de la guerra, nadie escuchaba. Y su marido no fue capaz de averiguar lo que sabía su padre. Así que todo ello cayó en el olvido…, hasta que aparecimos nosotros, claro está.
– Y ¿qué fue lo que averiguaron?
Él soltó una risita.
– ¿Dónde estaría la gracia si se lo contara?
– Como le he dicho, lo llamo para ofrecerle algo. Envió usted a un hombre para que matara a Cotton Malone y a mi hija Dorothea.
El hombre en cuestión irrumpió en mi casa, pero subestimó nuestras defensas y murió. No quiero que le pase nada a mi hija, ya que Dorothea no supone ninguna amenaza para usted. Pero, al parecer, Cotton Malone, sí, dado que ahora está al tanto de las conclusiones a las que llegó la Marina sobre el hundimiento del submarino. ¿Me equivoco?
– La escucho.
– Yo sé exactamente dónde está Malone, y usted no.
– ¿Cómo puede estar tan segura?
– Porqué hace unas horas, en Aquisgrán, ha matado a dos hombres que pretendían matarlo a él, unos hombres enviados por usted.
Eso era una novedad, puesto que él todavía no había recibido noticias de Alemania.
– Su red de información es buena.
– Ja. ¿Quiere saber dónde se encuentra Malone?
Ramsey sentía curiosidad.
– ¿A qué está jugando?
– Lo único que quiero es que se mantenga usted al margen de los asuntos de mi familia Usted no quiere que nos metamos en los suyos, así que vayamos cada uno por nuestro lado.
Al igual que le había sucedido a Aatos Kane con él, Ramsey intuyó que la mujer podría ser una aliada, de modo que resolvió darle algo.
– Yo estuve allí, Frau Oberhauser, en la Antártida. Justo después de que se perdió el submarino. Me sumergí en el agua. Vi cosas.
– ¿Cosas que no podemos imaginar?
– Cosas que no he podido olvidar.
– Y, sin embargo, las mantiene en secreto.
– En eso consiste mi trabajo.
– Quiero conocer ese secreto. Antes de morir me gustaría saber por qué mi esposo no volvió.
– Tal vez pueda ayudarla a ese respecto.
– ¿A cambio de saber dónde está Cotton Malone en este momento?
– Sin promesas, pero soy su mejor baza.
– Por eso he llamado.
– Entonces dígame lo que quiero saber -pidió él.
– Malone se dirige a Francia, al pueblo de Ossau. Estará allí dentro de cuatro horas, un espacio de tiempo más que suficiente para que sus hombres le den la bienvenida.
Charlotte 3.15 horas
Stephanie estaba a la puerta de la habitación del hospital que ocupaba Herbert Rowland, a su lado se encontraba Edwin Davis. Rowland había ingresado en urgencias prácticamente sin vida, pero los médicos habían logrado estabilizarlo. Ella seguía furiosa con Davis.
– Voy a llamar a mi gente -le informó.
– Ya me he puesto en contacto con la Casa Blanca.
Había desaparecido hacía media hora, y ella se preguntaba qué habría estado haciendo.
– Y ¿qué dice el presidente?
– Está durmiendo, pero el servicio secreto viene de camino.
– Ya iba siendo hora de que usaras la cabeza.
– Quería coger a ese hijo de puta.
– Tienes suerte de que no te haya matado.
– Lo vamos a pillar.
– ¿Cómo? Gracias a ti se ha ido hace tiempo. Podríamos haberlo asustado y acorralarlo en la casa al menos hasta que llegaran los polis, pero no, tenías que tirar una silla contra las cristaleras.
– Stephanie, hice lo que debía.
– Estás descontrolado, Edwin. Querías mi ayuda y te la di. Si quieres terminar muerto, estupendo, adelante, pero yo no estaré aquí para verlo.
– Si no te conociera, pensaría que te preocupas.
Echar mano del encanto no le iba a servir de nada.
– Edwin, tenías razón, hay alguien que va por ahí matando gente, pero las cosas no se hacen así, amigo mío. No, señor. Así, no.
El móvil de Davis se dejó oír, y él comprobó la pantalla.
– El presidente. -Lo cogió-. Sí, señor.
Stephanie se quedó mirando mientras él escuchaba. A continuación, Davis le pasó el teléfono y dijo:
– Quiere hablar contigo.
Ella cogió el aparato y espetó:
– Su empleado está loco.
– Cuéntame qué ha pasado.
Ella le hizo un resumen. Cuando hubo terminado, Daniels dijo:
– Tienes razón…, necesito que asumas el control. Edwin es demasiado impulsivo. Sé lo de Millicent, es uno de los motivos por los que accedí a todo este tinglado. Ramsey la mató, no me cabe ninguna duda. Y también creo que mató al almirante Sylvian y al capitán Alexander. Naturalmente, demostrarlo es harina de otro costal.
– Puede que estemos en un callejón sin salida -observó ella.
– No sería la primera vez. Hallemos la forma de seguir adelante.
– ¿Por qué me meto siempre en estos líos?
Daniels se rió.
– Es un don. Por si te interesa, te diré que me han informado de que hace unas horas han encontrado dos cadáveres en la catedral de Aquisgrán. El interior estaba acribillado. A uno de los hombres le han disparado, el otro ha muerto al caer. Ambos eran sicarios a los que contrataban con regularidad nuestros servicios de inteligencia. Los alemanes han cursado una petición oficial para que les facilitemos más información. El chisme iba incluido en la sesión informativa de esta mañana. ¿Es posible que exista alguna relación?
Ella optó por no mentir.
– Malone está en Aquisgrán.
– ¿Por qué sabía que ibas a decir eso?
– Allí pasa algo, y Cotton cree que tiene que ver con lo que está sucediendo aquí.
– Probablemente tenga razón. Necesito que te ocupes de esto, Stephanie.
Ella miró con fijeza a Edwin Davis, que se hallaba a unos metros, apoyado en la empapelada pared.
La puerta de la habitación de Herbert Rowland se abrió y un hombre con un uniforme verde dijo:
– Está despierto y quiere hablar con ustedes.
– Tengo que dejarlo -dijo Stephanie a Daniels.
– Cuida de mi chico.
Malone ascendía por la pendiente en su coche de alquiler. La nieve enmarcaba el rocoso paisaje que se extendía a ambos lados del asfalto, pero las autoridades locales habían hecho un gran trabajo despejando la carretera. Se hallaba en el corazón de los Pirineos, en el lado francés, cerca de la frontera española, camino del pueblo de Ossau.
Había tomado un tren a primera hora de Aquisgrán a Toulouse y después se había dirigido en coche al suroeste, hacia las nevadas tierras altas. La noche anterior, cuando introdujo en Google «Irradiación de Dios Eginardo», había averiguado en el acto que la locución hacía referencia a un monasterio del siglo VIII ubicado en las montañas francesas. Los primeros romanos que llegaron a la zona levantaron una gran ciudad, una metrópoli en los Pirineos que acabó siendo un centro cultural y comercial. Sin embargo, durante las guerras fratricidas de los reyes francos, en el siglo VI, la ciudad fue saqueada, incendiada y destruida. No se salvó nadie, no quedó piedra sobre piedra. En los yermos campos sólo se alzaba una roca, en «silenciosa soledad», como había escrito un cronista de la época. Una situación que perduró hasta que, doscientos años después, Carlomagno llegó y ordenó construir un monasterio que incluía una iglesia, una sala capitular, un claustro y una aldea en las proximidades. El propio Eginardo supervisó la construcción y reclutó al primer obispo, Bertrand, que se hizo famoso por su piedad y por su gobierno civil. Bertrand murió en 820 a los pies del altar, y fue enterrado debajo de lo que él llamó la iglesia de Santa Estela.
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