Seguido de movimiento cerca de la camioneta de Rowland. De pronto apareció un bulto oscuro que se fundió con los árboles y se desvaneció por completo un instante antes de reaparecer para dirigirse a la casa.
Charlie Smith se acercó a la puerta. La casa de Herbert Rowland ya llevaba a oscuras lo suficiente.
Había pasado la tarde en el cine y después había saboreado el filete que tanto le apetecía en Ruths Chris. En general había sido un día bastante tranquilo. Había leído artículos de periódico donde se hablaba de la muerte del almirante David Sylvian, satisfecho de que no se hiciera alusión a un asesinato. Había regresado hacía dos horas y había estado esperando en el frío bosque, alerta.
Pero parecía reinar la calma.
Entró en la casa por la puerta principal tras forzar con facilidad la cerradura y el cerrojo, y agradeció el calor del interior. En primer lugar fue sin hacer ruido a la nevera para comprobar el estado del vial de insulina: no cabía duda de que el nivel había bajado. Smith sabía que cada uno contenía cuatro inyecciones, y calculó que faltaba una cuarta parte de la solución salina. Depositó el vial en una bolsa de plástico con las manos enguantadas.
Después echó un vistazo a las botellas de whisky y vio que el contenido de una había bajado considerablemente. Por lo visto, Herbert Rowland había disfrutado de su nocturna libación. En la basura de la cocina encontró una jeringuilla usada, que asimismo echó a la bolsa.
Acto seguido entró de puntillas en la habitación.
Rowland descansaba bajo una colcha de patckwork, respirando esporádicamente. Le tomó el pulso: lento. El reloj de la mesilla marcaba casi la una de la madrugada. Probablemente hubieran pasado siete horas desde que se había puesto la inyección. Según el informe, Rowland se medicaba todas las tardes antes de las noticias de las seis y a continuación empezaba a beber. Esa noche, sin insulina en la sangre, el alcohol había actuado de prisa, provocando un coma diabético profundo. La muerte no tardaría en llegar.
Acercó una silla de un rincón. Tendría que quedarse hasta que Rowland muriera, pero decidió no actuar tontamente: los dos de antes no se le iban de la cabeza, así que regresó al salón y cogió dos de las escopetas de caza que había visto anteriormente. Una de ellas era preciosa: una Mossberg de corredera con munición de alta velocidad. Siete disparos, gran calibre, equipada con una impresionante mira telescópica. La otra era una Remington de calibre doce, uno de los modelos conmemorativos de la empresa Ducks Unlimited, si no se equivocaba. Había estado a punto de comprarse una. Debajo del armero había un armario repleto de munición. Cargó ambas armas y volvió junto a la cama.
Ahora estaba preparado.
Stephanie agarró por el brazo a Davis, que ya se había puesto en pie, listo para avanzar.
– ¿Qué haces?
– Tenemos que irnos.
– Y ¿qué vamos a hacer cuando lleguemos allí?
– Detenerlo. En este preciso momento se dispone a matar a ese hombre.
Stephanie sabía que él tenía razón.
– Yo entraré por delante -propuso-. Sólo hay otra forma de salir por las cristaleras de la terraza. Tú cubrirás esa salida. Trataremos de darle un susto de muerte y hacer que cometa un error.
Davis echó a andar.
Ella fue tras él, preguntándose si su aliado se habría enfrentado alguna vez a una amenaza similar. De no ser así, era un hijo de puta con agallas; en caso contrario era idiota.
Llegaron al camino y avanzaron de prisa hacia la casa, haciendo el menor ruido posible. Davis dio la vuelta en dirección al lago y ella lo vio subir de puntillas los peldaños que conducían a la terraza elevada. Observó que las puertas de cristal correderas tenían las cortinas echadas por dentro. Davis se dirigió en silencio al otro extremo de la terraza. Satisfecha al verlo en posición, Stephanie fue hasta la puerta principal y decidió ser directa.
Aporreó la puerta con fuerza.
Y a continuación salió corriendo de allí.
Smith se levantó de la silla de un salto: alguien llamaba a la puerta. Después oyó golpes en la terraza. Alguien llamó de nuevo, esta vez a las cristaleras.
– ¡Sal fuera, cabrón! -gritó un hombre.
Herbert Rowland no oyó nada. Su respiración seguía siendo fatigosa mientras su cuerpo continuaba apagándose. Smith cogió ambas armas y enfiló hacia el salón.
Stephanie oyó cómo Davis desafiaba a Smith. ¿Qué demonios estaba haciendo?
Smith entró en el salón a la carrera, apoyó la escopeta en la encimera de la cocina y descerrajó dos tiros a las cortinas que cubrían las puertas de cristal correderas. Entró un aire frío cuando el cristal se hizo añicos, y él aprovechó ese momento de confusión para volver a la cocina, donde se agachó bajo la encimera.
Unos disparos procedentes de su derecha, del salón, lo obligaron a pegarse al suelo.
Stephanie disparó a la ventana contigua a la puerta principal y entró abriendo fuego nuevamente. Tal vez aquello bastase para desviar la atención del intruso de la terraza, donde se encontraba un desarmado Davis.
Oyó dos escopetazos. Su intención era sorprender sin más al asesino haciéndole notar que había gente fuera esperando a que metiese la pata.
Pero, por lo visto, Davis tenía otra idea.
Smith no estaba acostumbrado a que lo acorralaran. ¿Serían los dos de antes? Tenían que serlo. ¿Policías? Lo dudaba. Habían llamado a la puerta, por amor de Dios. Uno de ellos incluso le había propuesto pelea a gritos. No, esos dos eran otra cosa. Pero el análisis podía esperar. En ese momento lo que tenía que hacer era largarse.
¿Qué haría MacGyver en una situación como ésa?
Le encantaba esa serie.
Usar el cerebro.
Stephanie se apartó del porche y salió disparada a la terraza, procurando evitar las ventanas y cubriéndose con la camioneta de Rowland. Seguía apuntando con el arma a la casa, lista para abrir fuego. No había manera de saber si era seguro avanzar, pero tenía que dar con Davis. El penoso órdago que habían echado se les había ido de las manos.
Pasó ante la casa corriendo y llegó a la escalera de la terraza justo a tiempo de ver a Edwin Davis estrellar lo que parecía una silla de hierro forjado contra las cristaleras.
Smith oyó que algo rompía el cristal que quedaba y arrancaba las cortinas de la pared. Alzó la escopeta y disparó de nuevo, aprovechando el momento para coger la otra escopeta, salir de la cocina y refugiarse en el dormitorio. Quienquiera que estuviese allí fuera tendría que vacilar, y él debía sacar el máximo partido de esos escasos segundos.
Herbert Rowland seguía en la cama. Si todavía no había muerto, le faltaba poco. Sin embargo, no había ninguna prueba de que se hubiera cometido un asesinato. El vial manipulado y la jeringuilla estaban a salvo en su bolsillo. Cierto, se habían utilizado armas, pero no había nada que pudiera revelar su identidad.
Se acercó a una de las ventanas del dormitorio, subió la hoja inferior y se apresuró a salir. En ese lado de la casa no parecía haber nadie. Cerró la ventana con cuidado. Se ocuparía de quienquiera que estuviese allí, pero ya había corrido demasiados riesgos.
Decidió que lo mejor era actuar con inteligencia.
Y, escopeta en mano, se adentró en el bosque.
– ¿Es que te has vuelto loco de remate? -chilló Stephanie a Davis desde abajo.
Su compañero seguía en la terraza.
– Se ha ido -repuso.
Ella subió la escalera con cautela, sin fiarse de él.
– Oí abrir y cerrar una ventana.
– Eso no significa que se haya ido, sino sólo que se ha abierto y se ha cerrado una ventana.
Davis cruzó las destrozadas puertas de cristal.
– Edwin…
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