– No va a volver a salir -susurró.
Aunque los árboles paraban la brisa, el seco aire se volvía más helador con cada minuto que pasaba. La oscuridad se iba cerniendo sobre ellos a un ritmo casi de ameba. La ropa que habían comprado era de cazador, toda ella con aislamiento térmico de última generación. Stephanie no había ido de caza en su vida y se había sentido rara comprando las prendas en una tienda de artículos de camping cercana a uno de los elegantes centros comerciales de Charlotte.
Se hallaban a los pies de un robusto árbol de hoja perenne, sobre un lecho de agujas de pino. Ella masticaba una barrita de Twix; los dulces eran su debilidad. En su despacho de Atlanta tenía un cajón lleno de tentaciones.
Seguía sin estar segura de que estuvieran haciendo lo correcto.
– Deberíamos llamar al servicio secreto -dijo en voz muy baja.
– ¿Siempre eres tan negativa?
– No deberías descartar la idea tan de prisa.
– Ésta es mi batalla.
– Parece que también es la mía.
– Herbert Rowland se encuentra en aprietos, pero jamás nos creería si llamáramos a la puerta y se lo dijéramos. Y el servicio secreto tampoco. No tenemos pruebas.
– Salvo el tipo que estaba hoy en la casa.
– ¿Qué tipo? ¿Quién es? Dime qué sabemos.
Ella no pudo responder.
– Vamos a tener que pillarlo in fraganti -afirmó él. -¿Porque crees que mató a Millicent?
– La mató.
– ¿Y si me cuentas qué es lo que está pasando realmente aquí? Millicent no tiene nada que ver con un almirante muerto, Zachary Alexander o la operación «Salto de altura». Esto es más que una vendetta personal.
– Ramsey es el denominador común, y lo sabes.
– A decir verdad, todo lo que sé es que tengo agentes que han sido entrenados para hacer esta clase de cosas y, sin embargo, aquí estoy yo, pelándome de frío con un empleado resentido de la Casa Blanca.
Se terminó la chocolatina.
– ¿Te gustan esas cosas? -inquirió él.
– No cambies de tema.
– Porque a mí me parecen un asco. Bueno, las Baby Ruth son otra cosa, ésa sí que es una chocolatina de verdad.
Stephanie metió la mano en la bolsa y sacó una.
– Estoy de acuerdo.
Él se la quitó.
– No te importa, ¿verdad?
Ella sonrió. Davis era irritante y enigmático a un tiempo.
– ¿Por qué no te has casado? -le preguntó.
– ¿Cómo sabes que no lo he hecho?
– Es evidente.
Él pareció apreciar su perspicacia.
– Nunca me lo he planteado.
Ella se preguntó de quién habría sido la culpa.
– Trabajo -añadió él mientras comía la chocolatina-. Y quería evitarme el dolor.
Eso Stephanie podía entenderlo: su propio matrimonio había sido un desastre. Terminó con un largo distanciamiento al que siguió el suicidio de su marido, quince años antes. Mucho tiempo para estar sola. Sin embargo, Edwin Davis tal vez fuera uno de los pocos que lo comprendiesen.
– Hay más cosas además de dolor -dijo ella-. También hay muchas alegrías.
– Pero siempre hay dolor, ése es el problema.
Ella se arrimó más al árbol.
– Tras la muerte de Millicent me destinaron a Londres -contó Davis-. Un día me encontré una gata, enclenque, preñada. La llevé al veterinario y la salvó a ella, pero no a las crías. Después me la llevé a casa. Era un buen animal, no arañó a nadie ni una sola vez. Manso, cariñoso. Me gustaba. Un buen día murió de repente. Lo pasé mal, muy mal. Fue entonces cuando decidí que las cosas que quería tendían a morir. Y eso se había acabado.
– Suena fatalista.
– Más bien realista.
El móvil de Stephanie vibró contra su pecho. Tras comprobar la pantalla -era Atlanta-, lo cogió. Estuvo escuchando un instante y repuso:
– Pásamelo. Es Cotton -le dijo a Davis-. Es hora de que sepa lo que está pasando.
Pero Davis seguía comiendo, con la mirada fija en la casa.
– Stephanie -le dijo Malone-, ¿has averiguado lo que necesito saber?
– Las cosas se han complicado. -Y, protegiéndose la boca, le contó parte de lo que había sucedido. Luego preguntó-: ¿Y el expediente?
– Probablemente haya desaparecido.
Y ella se mantuvo a la escucha mientras Malone le relataba lo que había ocurrido en Alemania.
– ¿Qué estás haciendo ahora? -quiso saber él.
– Si te lo contara, no me creerías.
– Teniendo en cuenta las estupideces que he hecho los últimos dos días, creería cualquier cosa.
Ella se lo contó.
– Yo diría que no es ninguna bobada -aseguró Malone-. Aquí me tienes a mí, congelándome a la puerta de una iglesia carolingia. Davis tiene razón: ese tío va a volver.
– Es lo que me temo.
– Alguien está muy interesado en el Blazek, o el NR-1A, o comoquiera que se llame el puñetero submarino. -El enfado de Malone parecía haber dado paso a la incertidumbre-. Si la Casa Blanca ha dicho que los servicios de inteligencia de la Marina han estado haciendo preguntas, eso significa que Ramsey está involucrado. Seguimos rumbos paralelos, Stephanie.
– A mi lado hay un tío masticando una Baby Ruth que dice lo mismo. Tengo entendido que habéis hablado.
– Siempre que alguien me salva el culo le estoy agradecido.
Stephanie también se acordaba de Asia Central, pero había algo que quería saber:
– ¿Adonde conduce tu camino, Cotton?
– Buena pregunta. Te llamaré. Ten cuidado.
– Lo mismo digo.
Malone colgó. Se hallaba al fondo del patio donde estaba montado el mercado de Navidad, en el punto elevado de la pendiente, cerca del ayuntamiento de Aquisgrán, a unos cien metros de cara a la capilla. El nevado edificio desprendía un brillo verde fosforescente. La nieve seguía cayendo en silencio, pero al menos el viento había dejado de soplar.
Consultó su reloj: casi las once y media.
Todos los puestos estaban cerrados, los remolinos de voces y cuerpos en calma hasta el día siguiente. Tan sólo pululaban un puñado de personas. Christl no había salido tras él de la capilla y, después de hablar con Stephanie, estaba todavía más confuso.
La irradiación de Dios.
La locución había de ser relevante en época de Eginardo, algo que tuviera un significado claro. ¿Revestían aún alguna importancia esas palabras?
Había una forma sencilla de averiguarlo.
Pulsó «Safari» en su iPhone, se conectó a Internet y accedió a Google. Tecleó «Irradiación de Dios Eginardo» y a continuación hizo clic en «Buscar».
La pantalla titiló y acto seguido mostró los primeros veinticinco resultados.
El primero de ellos respondió a su pregunta.
Charlotte
Jueves, 13 de diciembre 0.40 horas
Stephanie oyó algo. No era un ruido fuerte, pero sí lo bastante regular como para saber que allí había alguien. Davis se había quedado dormido y ella lo había dejado; lo necesitaba. Estaba preocupado y Stephanie quería ayudar, igual que Malone la había ayudado a ella, aunque todavía cuestionaba si lo que estaban haciendo era buena idea.
Empuñaba una arma y escrutaba la oscuridad a través de los árboles, el claro que rodeaba la casa de Rowland. En las ventanas no se veía luz desde hacía al menos dos horas. Aguzó los oídos y captó otro chasquido, a la derecha. Las ramas de un pino se movieron, y ella identificó su ubicación: a unos cincuenta metros.
Le tapó la boca a Davis y le dio unos golpecitos en el hombro con la pistola. Él despertó sobresaltado y Stephanie incrementó la presión de la mano.
– Tenemos visita -anunció.
Él asintió con la cabeza.
Stephanie le señaló el origen.
Un nuevo chasquido.
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