Steve Berry - La búsqueda de Carlomagno

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La búsqueda de Carlomagno: краткое содержание, описание и аннотация

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Una civilización desconocida enterrada bajo el hielo de la Antártida esconde un misterio que Carlomagno dejó escrito. Un secreto revelador y de una gran importancia para la humanidad está a punto de ser descubierto…
Cotton Malone intenta descubrir la verdad sobre su padre, que murió en un submarino que se perdió en el Antártida en los años 70. Pronto aparecen otros involucrados en la búsqueda: dos gemelas alemanas y un aliado del presidente de los EE.UU. Pero cada uno de ellos tiene sus propios motivos. Después de investigar pistas en un par de iglesias antiguas en Alemania y Francia descubren pruebas de una civilización desconocida y muy avanzada que vivía en la Antártida antes de que desapareciera cubierta por el hielo.
Una novela trepidante, una búsqueda épica que llevará al lector desde Alemania, hasta Francia, EE.UU. y Antártida.

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El trayecto desde Toulouse lo había llevado a través de un sinfín de pintorescos pueblecitos de montaña. Había estado en la zona varias veces, la más reciente el verano anterior. Pocas eran las diferencias entre los innumerables lugares, a excepción del nombre y la fecha de nacimiento. En Ossau, una hilera desigual de casas se prolongaba sin orden ni concierto por calles sinuosas, todas ellas de tosca piedra y dotadas de ornamentos, escudos de armas y ménsulas. Tan sólo las aristas de los tejados de tejas revelaban un caos de ángulos, como ladrillos arrojados en la nieve. Las chimeneas expulsaban humo al frío aire de la mañana. El pueblo tenía alrededor de un millar de habitantes, y cuatro hostales acogían a los visitantes.

Se dirigió al centro y aparcó. Un callejón desembocaba en una plaza abierta. Gente envuelta en ropa de abrigo, la mirada impenetrable, entraba y salía de las tiendas. El reloj de Malone marcaba las diez menos veinte de la mañana.

Miró por encima de los tejados al despejado cielo matinal, siguiendo el lateral de una escarpa hasta donde se alzaba una torre cuadrada sobre un espolón rocoso. Restos de otras torres a ambos lados parecían aferrarse a él.

Las ruinas de Santa Estela.

Stephanie se encontraba junto a la cama de Herbert Rowland, Davis al otro lado. Rowland estaba atontado pero despierto.

– ¿Me han salvado la vida? -inquirió en un tono que era poco más que un susurro.

– Señor Rowland -terció Davis-, somos del gobierno. No disponemos de mucho tiempo. Tenemos que hacerle unas preguntas.

– ¿Me han salvado la vida?

Stephanie le dirigió una mirada a Davis que decía: «Déjame a mí.»

– Señor Rowland, esta noche un hombre fue a su casa a matarlo. No estamos seguros de cómo lo hizo, pero le provocó un coma diabético. Por suerte nosotros nos encontrábamos allí. ¿Se siente con fuerzas para responder a unas preguntas?

– ¿Por qué me quería muerto?

– ¿Se acuerda del Holden y la Antártida?

Ella observó mientras el parecía bucear en sus recuerdos.

– Eso fue hace mucho -respondió el enfermo.

Stephanie asintió.

– Así es, pero ésa es la razón de que fuese a matarlo.

– ¿Para quién trabajan?

– Inteligencia. -Señaló a Davis y añadió-: El, en la Casa Blanca. El capitán Alexander, el oficial que estaba al mando del Holden, fue asesinado la pasada noche. Uno de los tenientes que bajó a tierra con usted, Nick Sayers, murió hace unos años. Pensamos que tal vez usted fuera el siguiente y estábamos en lo cierto.

– Yo no sé nada.

– ¿Qué encontraron en la Antártida? -quiso saber Davis.

Rowland cerró los ojos y Stephanie se preguntó si se habría quedado dormido. Unos segundos después los abrió y cabeceó.

– Me ordenaron no hablar de ello jamás. Con nadie. Me lo dijo en persona el mismísimo almirante Dyals.

Ella había oído hablar de Raymond Dyals, antiguo jefe de operaciones navales.

– Fue él quien ordenó que el NR-1A se desplazara hasta allí -comento Davis.

Un dato que ella desconocía.

– ¿Saben del submarino? -preguntó Rowland.

Stephanie asintió.

– Leímos el informe del hundimiento y hablamos con el capitán Alexander antes de que muriera. Así que díganos lo que sabe. -Decidió dejar claro lo que estaba en juego-: Puede que su vida dependa de ello.

– Tengo que dejar de beber -admitió Rowland-. El médico me dijo que la bebida acabaría matándome. Tomo insulina…

– ¿La tomó anoche?

El asintió.

Stephanie empezaba a impacientarse.

– Los médicos nos han dicho antes que en su sangre no había insulina, por eso entró en coma…, por eso y por el alcohol. Pero ahora todo ello es irrelevante. Necesitamos saber qué encontraron en la Antártida.

CINCUENTA Y DOS

Malone echó un vistazo a los cuatro hostales de Ossau y concluyó que la mejor opción sería L'Arlequin, todo austeridad montañesa por fuera pero elegante por dentro, decorado para Navidad con aromáticas ramas de pino, un belén tallado y muérdago sobre las puertas. Su propietario señaló el libro de huéspedes, que, según le explicó, recogía el nombre de todos los famosos exploradores del Pirineo, además de numerosos personajes destacados de los siglos XIX y XX. El restaurante servía un estupendo guiso de rape y jamón, de manera que disfrutó de un almuerzo temprano que se prolongó durante más de una hora mientras esperaba, para finalizar saboreando un tronco de chocolate y castañas. Cuando su reloj marcaba las once, decidió que tal vez hubiese escogido mal.

Supo por el camarero que Santa Estela estaba cerrada durante el invierno y sólo abría de mayo a agosto para recibir a la multitud de visitantes que acudían a la zona para disfrutar de las tierras altas en verano. Allí no había gran cosa, añadió el hombre, sobre todo ruinas. Todos los años se llevaban a cabo tareas de restauración que financiaba la sociedad histórica del lugar y alentaba la diócesis católica. Aparte de eso, en la iglesia reinaba la calma.

Malone resolvió que lo suyo era ir a verla. La noche caería de prisa, sin duda antes de las cinco, así que debía aprovechar lo que quedaba de luz.

Salió del hostal armado; en la pistola le quedaban tres balas. Calculó que habría menos de cinco grados bajo cero. No había hielo, pero sí mucha nieve seca que crujía como cereales bajo sus botas. Se alegraba de haber comprado las botas antes en Aquisgrán, consciente de que se dirigía a un terreno accidentado. Un jersey nuevo bajo el chaquetón le añadía una dosis extra de calor al pecho, y unos ceñidos guantes de piel protegían sus manos.

Estaba preparado.

¿Para qué?

No estaba seguro.

Stephanie esperaba a que Herbert Rowland le respondiera a su pregunta de qué había ocurrido en 1971.

– No les debo nada a esos cabrones -farfulló Rowland-. He mantenido el juramento que hice, jamás he dicho nada. Y, sin embargo, han venido a matarme.

– Hemos de saber por qué -insistió ella.

Rowland aspiró oxígeno.

– Fue una estupidez de campeonato. Ramsey vino a la base, nos escogió a Sayers y a mí y dijo que nos íbamos a la Antártida. Éramos de operaciones especiales, estábamos acostumbrados a hacer cosas raras, pero ésta fue la más extraña. Muy lejos de casa. -Respiró de nuevo-. Fuimos en avión hasta Argentina y allí nos subimos al Holden, donde permanecimos solos. Nos ordenaron buscar con el sónar un emisor de ultrasonidos, pero no oímos nada hasta que por fin bajamos a tierra. Allí, Ramsey se puso el equipo y se sumergió en el agua. Volvió unos cincuenta minutos más tarde.

– ¿Qué has encontrado? -preguntó Rowland mientras ayudaba a Ramsey a salir del helado mar, agarrando con fuerza un hombro del traje seco y subiendo a hombre y equipo al hielo.

Nick Sayers tiraba del otro hombro.

– ¿Hay algo ahí abajo?

Ramsey se quitó la escafandra y la capucha.

– Eso está tan frío como el culo de un zapador siberiano. Incluso con este traje. Aunque ha sido una inmersión estupenda.

– Has estado abajo casi una hora. ¿Has tenido algún problema con la profundidad? -preguntó Rowland.

Ramsey negó con la cabeza.

– Me he mantenido por encima de los diez metros todo él tiempo. -Señaló a la derecha-. El océano se adentra por ahí un buen trecho, directo a la montaña.

Ramsey se quitó los guantes y Sayers le dio unos secos. En aquel entorno, la piel no podía permanecer al descubierto más de un minuto.

– Tengo que quitarme el traje y ponerme mi ropa.

– ¿Hay algo ahí abajo? -repitió Sayers.

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