– Unas aguas de lo más transparentes, ese sitio está lleno de color, como un arrecife coralino.
Rowland cayó en la cuenta de que los estaban dejando de lado, vero también reparó en una bolsa herméticamente cerrada que Ramsey llevaba sujeta a la cintura. Hacía cincuenta minutos esa bolsa estaba vacía.
Ahora contenía algo.
– ¿ Qué hay ahí? -se interesó.
– No me respondió -musitó Rowland-. Y no dejó que ni Sayers ni yo la tocásemos.
– ¿Qué sucedió después? -inquirió Stephanie.
– Nos fuimos. Ramsey estaba al mando. Realizamos más comprobaciones de radiación, no encontramos nada, y Ramsey ordenó al Holden que se dirigiera al norte. No dijo ni palabra de lo que había visto en esa inmersión.
– No lo entiendo -dijo Davis-. ¿Por qué es usted una amenaza?
El anciano se pasó la lengua por los labios.
– Probablemente por lo que pasó durante la vuelta.
Rowland y Sayers resolvieron arriesgarse. Ramsey se hallaba en la superestructura con el capitán Alexander, jugando a las cartas con otros oficiales, así que ellos se decidieron a ver qué había encontrado su compañero en aquella inmersión. A ninguno le gustaba que le ocultaran cosas.
– ¿Estás seguro de que sabes cuál es la combinación? -preguntó Sayers.
– Me la ha dicho el intendente. Ramsey ha andado mangoneando y éste no es su barco, así que se ha mostrado encantado de echarme una mano.
En cubierta, junto a la litera de Ramsey, había una pequeña caja fuerte. Lo que quiera que hubiese subido consigo después de la inmersión llevaba allí dentro tres días, los que les había llevado abandonar el círculo polar antártico y alcanzar el océano Atlántico Sur.
– Vigila la puerta -le pidió a Sayers. Y se arrodilló y probó la combinación que le habían facilitado.
Tres clics confirmaron que los números eran correctos.
Abrió la caja fuerte y vio la bolsa. La sacó y palpó el perímetro del rectángulo, unos veinte por veinticinco centímetros y unos dos centímetros y medio de grosor. Abrió la cremallera de la parte superior, volcó el contenido y supo de inmediato que se trataba del diario de a bordo de un barco. En la primera página, garabateado en tinta azul por una mano tosca, decía: «Comienzo de la misión: 17 de octubre de 1971, fin…» La segunda fecha habría sido añadida después de que el submarino volviera al puerto. Sin embargo, se dio cuenta de que el capitán que había efectuado esas anotaciones no tuvo ocasión de hacerlo.
Sayers se acercó.
– ¿Qué es?
La puerta del compartimento se abrió de golpe y entró Ramsey.
– Ya me imaginaba que intentaríais hacer algo así.
– Métetelo por el culo -espetó Rowland-. Tenemos la misma graduación, no eres nuestro superior.
Una sonrisa se dibujó en los negros labios de Ramsey:
– A decir verdad, aquí sí lo soy. Pero tal vez sea mejor que lo hayáis visto. Ahora sabéis lo que hay en juego.
– Vaya si lo sabemos -le dijo Sayers-. Nos ofrecimos voluntarios, igual que tú, y queremos la recompensa, igual que tú.
– Tanto si lo creéis como si no, iba a decíroslo antes de atracar -afirmó Ramsey-. Hay que hacer ciertas cosas y no puedo hacerlas solo.
– ¿Por qué era tan importante? -quiso saber Stephanie.
Davis pareció comprender.
– Es evidente.
– No para mí.
– El diario era del NR-1A -contestó Rowland.
Malone echó a andar por el pedregoso sendero, que era poco más que un fino saliente que zigzagueaba cada treinta metros por la arbolada pendiente. En uno de los lados se alzaban estaciones de hierro forjado del vía crucis en solemne procesión; al otro, las vistas poco a poco se iban tornando panorama. El sol bañaba el escarpado valle y Malone vislumbró, a lo lejos, profundos cañones dentados. Unas campanas distantes anunciaron el mediodía.
Se dirigía a uno de los circos glaciares, semicírculos rodeados de altos despeñaderos enmarcados en espacios montañosos que sólo eran accesibles a pie y resultaban habituales en los Pirineos. Salpicaban las pendientes hayas raquíticas y retorcidas, con las ramas, peladas y cubiertas de nieve, entrelazadas formando deformes nudos. Malone no perdía de vista el desigual camino, pero no había huellas, lo que no quería decir mucho, teniendo en cuenta el viento que soplaba y las acumulaciones de nieve.
Tras un último tramo semicircular quedó a la vista la entrada del monasterio, encaramada en el circo. Malone se detuvo para tomar aliento y disfrutó de otra vista sobrecogedora. La nieve, enfriada por ráfagas de viento heladoras, se arremolinaba a lo lejos.
Altos muros de mampostería se alzaban a izquierda y derecha. De creer lo que había leído, esas piedras habían visto a romanos, visigodos, sarracenos, francos y a los cruzados de las guerras contra los albigenses. Se habían librado muchas batallas para apoderarse de tan estratégico lugar. El silencio parecía una presencia física que le confería un aire solemne. Su historia probablemente estuviera enterrada con los muertos, el auténtico testimonio de su gloria no recogido ni en piedra ni en pergamino.
La irradiación de Dios.
¿Más ficción? ¿O realidad?
Recorrió los últimos quince metros, se aproximó a una verja de hierro y vio una cadena y un candado. Estupendo.
Imposible escalar los muros.
Extendió el brazo y agarró la verja. El frío le atravesó los guantes. Y ahora, ¿qué? ¿Recorrer el perímetro y ver si había alguna abertura? Parecía la única opción. Estaba cansado y conocía bien esa fase de agotamiento: la cabeza podía enredarse fácilmente en un laberinto de posibilidades y cada solución se toparía con un callejón sin salida.
Presa de la frustración, sacudió la puerta.
La cadena de hierro cayó al suelo.
Charlotte
Stephanie digirió lo que acababa de decir Herbert Rowland y luego preguntó:
– ¿Está diciendo que el NR-1A estaba intacto?
Rowland parecía cansado, pero era preciso hacer aquello.
– Estoy diciendo que Ramsey subió de la inmersión con el diario de a bordo.
Davis miró a Stephanie.
– Te dije que ese hijo de puta andaba metido en esto.
– ¿Ha sido Ramsey el que ha intentado matarme? -quiso saber Rowland.
Ella no iba a contestar, pero Davis no opinaba lo mismo.
– Se merece saberlo -apuntó éste.
– Esto ya se nos ha ido de las manos, ¿quieres que la cosa vaya a más?
Davis se volvió hacia Rowland.
– Creemos que está detrás.
– No lo sabemos -se apresuró a añadir ella-, pero es una posibilidad nada desdeñable.
– Siempre ha sido un cabrón -aseguró Rowland-. Cuando volvimos fue él quien acaparó todos los beneficios, no Sayers o yo. Nos ascendieron, sí, pero nunca conseguimos lo que Ramsey. -Rowland se detuvo, a todas luces fatigado-. Almirante, lo más alto.
– Quizá deberíamos hacer esto más tarde -propuso ella.
– Ni hablar -negó Rowland-. Nadie va a por mí y se sale con la suya. Si no estuviera en esta cama, lo mataría.
Stephanie se preguntó si la bravata estaría fundada.
– Tomé la última copa anoche -afirmó el enfermo-. Se acabó. Lo digo en serio.
El miedo parecía una droga eficaz. Rowland tenía la mirada encendida.
– Cuéntenoslo todo -pidió ella.
– ¿Qué saben de la operación «Salto de altura»?
– Sólo lo oficial -contestó Davis.
– Que es pura basura.
El almirante Byrd se llevó seis aviones R4-D a la Antártida, cada uno de ellos equipado con sofisticadas cámaras y magnetómetros. Despegaron de un portaaviones lanzados por una catapulta de propulsión. Los aparatos pasaron más de doscientas horas en el aire y recorrieron más de treinta mil kilómetros por el continente. En uno de los últimos vuelos cartográficos, el avión de Byrd regresó de su misión con un retraso de tres horas. Según la versión oficial, perdió un motor y tuvo dificultades para volver, pero los diarios personales de Byrd, entregados al jefe de operaciones navales de entonces y revisados por él, aportaban una explicación diferente.
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