Ahora era un problema.
Un problema que Ramsey esperaba que estuviera resolviéndose en ese mismo instante en Francia.
Malone vio que Christl reparaba en él y forcejeaba para librarse de sus ataduras. Tenía la boca tapada con cinta. Sacudió la cabeza.
Dos hombres salieron de detrás de las columnas. El de la izquierda era larguirucho y de cabello moreno; el otro, fornido y rubio. Malone se preguntó cuántos más andarían al acecho.
– Vinimos por ti -anunció Moreno- y nos encontramos a estas dos.
Malone permanecía tras una columna, el arma lista. Ellos no sabían que sólo le quedaban tres balas.
– Y ¿por qué soy tan interesante?
– Me trae sin cuidado, pero me alegro de que lo seas.
Rubio acercó el cañón de una arma a la cabeza de Dorothea Lindauer.
– Empezaremos por ésta -avisó Moreno.
Malone pensaba, analizaba la situación, y tomó nota mentalmente de que no habían mencionado a Werner. Miró a Lindauer y le preguntó en voz baja:
– ¿Alguna vez ha disparado a un hombre?
– No.
– ¿Podrá hacerlo?
El aludido vaciló.
– Si es necesario… Por Dorothea.
– ¿Sabe disparar?
– Cazo desde que tengo uso de razón.
Malone decidió engrosar su historial de estupideces y le entregó la automática a Werner.
– ¿Qué quiere que haga? -preguntó éste.
– Dispare a uno de ellos.
– ¿A cuál?
– Me da lo mismo. Usted dispare antes de que ellos me disparen a mí.
Werner asintió con la cabeza.
Malone respiró profundamente unas cuantas veces, se armó de valor y abandonó la columna con las manos en alto.
– Muy bien, aquí estoy.
Ninguno de los agresores se movió. Al parecer, los había pillado por sorpresa, lo cual era la idea. Rubio apartó el arma de Dorothea Lindauer y salió de detrás de la columna. Era joven y despierto y estaba en guardia, el fusil automático en alto.
Entonces se oyó un disparo y el pecho de Rubio estalló al acertarle de lleno.
Por lo visto, Werner Lindauer sabía disparar.
Malone se lanzó a la derecha, refugiándose tras otra columna, a sabiendas de que Moreno no tardaría nada en recuperarse. Una rápida ráfaga de fuego automático y las balas rebotaron en la pared, a escasos centímetros de su cabeza. Clavó la vista en el lado opuesto de la nave y comprobó que Werner se hallaba a salvo tras un pilar.
Moreno vomitó una sarta de imprecaciones y gritó:
– Las voy a matar a las dos, ahora mismo.
– ¡Me importa un bledo! -exclamó él.
– ¿Ah, sí? ¿Estás seguro?
Malone tenía que hacer que el otro cometiera un error. Le indicó a Werner que intentara avanzar por el crucero, cubriéndose con las columnas.
Había llegado el momento de la verdad: le pidió a Werner que le tirase el arma.
Éste la lanzó y Malone la atrapó y le ordenó que no se moviera. A continuación se desplazó hacia la izquierda y salvó a la carrera el espacio que lo separaba de la siguiente columna. Más balas se dirigieron hacia él.
Vio a Dorothea y a Christl, que seguían atadas a la columna. Sólo le quedaban dos proyectiles, de manera que cogió una piedra del tamaño de una pelota de béisbol, se la arrojó a Moreno y corrió hasta el siguiente pilar. La piedra golpeó algo y produjo un ruido sordo.
Entre él y Dorothea Lindauer, atada hacia su lado de la nave, todavía había otras cinco columnas.
– Mira -dijo Moreno.
Malone se arriesgó y asomó la cabeza.
Christl yacía en el tosco pavimento. De las muñecas le colgaban sendas cuerdas; éstas habían sido cortadas, liberándola. Moreno permanecía a cubierto, pero Malone vio el extremo del fusil, que apuntaba hacia abajo.
– ¿No te importa? -chilló Moreno-. ¿Quieres verla morir?
Una serie de disparos rebotó en el suelo, justo detrás de donde estaba Christl. El miedo la hizo avanzar a gatas por el piso, infestado de líquenes.
– ¡Alto! -le gritó Moreno.
Ella obedeció.
– La siguiente descarga le volará las piernas.
Malone se paró a pensar, sus sentidos alerta. Se acordó de Werner Lindauer. ¿Dónde estaba?
– Supongo que no admite réplica, ¿no? -preguntó.
– Tira el arma y mueve el culo hasta aquí.
Seguía sin mencionar a Werner, pero no cabía duda de que el sicario sabía que había alguien más allí.
– Ya te lo he dicho, me importa un bledo. Mátala.
Giró hacia la derecha mientras lanzaba el desafío, mejorando el ángulo ahora que estaba más cerca del altar. Con la sobrenatural luz verdosa de una tarde que declinaba vio que Moreno daba unos pasos atrás para poder disparar mejor a Christl.
Malone abrió fuego pero erró el tiro.
Sólo le quedaba una bala. Moreno volvió donde estaba.
Malone corrió hacia la siguiente columna y divisó una sombra que se aproximaba a Moreno desde la hilera de pilares que se extendía hasta el fondo de la nave. La atención de Moreno se centraba en Malone, de forma que la sombra podía avanzar sin cortapisas. Su forma y tamaño confirmaron su identidad: Werner Lindauer le echaba narices.
– Muy bien, tienes una arma -razonó Moreno-. Yo le disparo a ella y tú a mí, pero me puedo cargar a la otra hermana sin que tengas la menor oportunidad de acertarme.
Malone oyó un gruñido y después un golpe: carne y huesos golpeando algo que no había cedido. Echó una ojeada y vio a Werner Lindauer encima de Moreno, el puño en alto. Los dos hombres, en pleno forcejeo, rodaron por la nave, y Moreno se zafó de Werner de un empujón, asiendo aún el arma con ambas manos.
Christl se había puesto en pie.
Moreno empezó a levantarse.
Malone apuntó.
El estampido de un fusil resonó por las cavernosas paredes.
Del cuello de Moreno manó la sangre. El arma cayó al suelo cuando se dio cuenta de que le habían disparado y se llevó las manos al cuello, pugnando por respirar. Malone oyó otro estallido -un segundo disparo- y el sicario se puso rígido y se desplomó pesadamente, boca arriba.
El silencio se apoderó de la iglesia.
Werner estaba en el suelo; Christl, de pie; Dorothea, sentada. Malone volvió la vista a la izquierda.
En una galería superior, sobre el pórtico de la iglesia, allí donde siglos antes tal vez había cantado un coro, Ulrich Henn bajó un rifle con mira telescópica. A su lado, risueña e insolente, mirando desde su atalaya, se hallaba Isabel Oberhauser.
Washington, D. C.
Ramsey vio a Diane McCoy abrir la puerta del coche y subirse al asiento del acompañante. La estaba esperando a la puerta del edificio de administración. La llamada de Diane, quince minutos antes, había disparado todas las alarmas.
– ¿Qué coño has hecho? -preguntó ella.
Ramsey no estaba dispuesto a soltar prenda.
– Daniels me llamó al despacho Oval hace una hora y me echó un rapapolvo.
– ¿Vas a decirme por qué?
– No te hagas el listo conmigo. Presionaste a Aatos Kane, ¿no?
– Hablé con él.
– Y él habló con el presidente.
Ramsey mantenía la calma. Conocía a McCoy desde hacía varios años, había estudiado su historial: era cuidadosa y prudente. Su trabajo exigía paciencia. Y sin embargo ahora estaba hecha una furia. ¿Por qué?
Su móvil, que descansaba en el salpicadero, se iluminó, lo que indicaba la entrada de un mensaje.
– Perdona, he de estar localizable. -Comprobó la pantalla pero no respondió-. Puede esperar. ¿Qué ocurre, Diane? Sólo le pedí ayuda al senador. ¿Me estás diciendo que nadie más se ha puesto en contacto con la Casa Blanca con la misma idea?
– Te estoy diciendo que Aatos Kane es distinto. ¿Qué es lo que has hecho?
– No mucho. Le entusiasmó que me pusiera en contacto con él. Dijo que sería estupendo que me incorporase a la Junta de Jefes. Yo le respondí que si eso era lo que opinaba, le agradecería todo el respaldo que pudiera ofrecerme.
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