Steve Berry - Los caballeros de Salomón

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Los caballeros de Salomón: краткое содержание, описание и аннотация

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La poderosa orden medieval de los templarios poseía un conocimiento secreto que amenazaba los cimientos de la Iglesia y cuya revelación podría haber cambiado el rumbo de la Historia. Condenador por herejía, fueron aniquilados en el siglo XIV, y los rastros de su colosal saber se perdieron en el abismo de la Historia. Hasta hoy. Cotton Malone, un ex agente secreto del gobierno americano, se ve envuelto en una persecución a contrarreloj por descifrar ese enigma que los templarios codificaron. Su búsqueda pone al descubierto una peligrosa conspiración religiosa capaz de cambiar el destino de la humanidad y poner en entredicho la veracidad de los Santos Evangelios.

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– Pero De Roquefort nos encontró. Estamos a un paso de él.

– Debe de saber muy poco. Por lo demás, ¿por qué preocuparse? Simplemente utiliza sus recursos y busca por sí mismo. No, él nos necesita.

Sus palabras tenían sentido, como todo lo demás que ella decía.

– Salió usted a caballo esperando encontrarlos, ¿no?

– Pensé que me estaban vigilando.

– ¿Siempre se muestra tan suspicaz?

Ella se dio la vuelta para quedarse de frente.

– Sólo cuando la gente tiene intención de hacerme daño.

– Me imagino que habrá usted considerado alguna línea de acción.

– Oh, sí. Tengo un plan.

LI

Abadía des Fontaines

Lunes, 26 de junio

12:40 am

De Roquefort estaba sentado ante el altar en la capilla principal, ataviado una vez más con su manto blanco. Los hermanos llenaban los bancos delante de él, cantando unas palabras que databan del Inicio. Claridon se encontraba en los archivos, examinando documentos. El maestre había dado instrucciones al archivero de que permitiera al pícaro loco el libre acceso a todo lo que pidiera… pero también que mantuviera una estrecha vigilancia sobre él. El informe procedente de Givors era que el ch âteau de Casiopea Vitt parecía dormido por la noche. Un hermano vigilaba desde delante, el otro por detrás. De modo que, como era poco lo que se podía hacer, decidió atender a sus deberes.

Una nueva alma iba a ser recibida en la orden.

Setecientos años atrás, cualquier iniciado hubiera sido de nacimiento legítimo, libre de deudas y físicamente apto para librar combates. La mayoría eran solteros, pero también se había permitido la condición honorífica a casados. Los criminales no constituían un problema, así como tampoco los excomulgados. A ambos se les permitía la redención. El deber de todo maestre había sido asegurarse de que la hermandad crecía.

La regla era clara: «Si cualquier caballero secular desea dejar la masa de gente caída en la perdición y abandonar este siglo, no se le negará el ingreso.» Pero eran las palabras de san Pablo las que habían formado la norma moderna de la iniciación: «Acoge al espíritu si procede de Dios.» Y el candidato que se arrodillaba ante él representaba su primer intento de ejecutar este mandato. Le disgustaba que semejante ceremonia gloriosa tuviera que celebrarse en plena noche tras unas puertas cerradas. Pero ése era el estilo de la orden. Su legado, el de De Roquefort -lo que él quería que apareciera anotado en las Crónicas mucho después de su muerte, -sería un retorno a la luz del día.

Los cánticos se detuvieron.

Se levantó del sillón de roble que había servido desde el Inicio de posición preeminente del maestre.

– Buen hermano -le dijo al candidato, que estaba arrodillado ante él, las manos sobre una Biblia-, pides una cosa grande. De nuestra orden, tú sólo ves una fachada. Nosotros vivimos en esta resplandeciente abadía, comemos y bebemos bien. Tenemos ropa, medicinas, educación y realización espiritual. Pero vivimos bajo unos severos mandamientos. Es duro convertirse en el siervo de otro. Si deseas dormir, tal vez te despierten. Si estás levantado, quizás te ordenen que te eches. Quizás no desees ir a donde te manden, pero tendrás que hacerlo. Difícilmente harás nada de lo que deseas. ¿Podrás soportar todas esas privaciones?

El hombre, de una edad próxima a los treinta años, con el cabello ya cortado, y su pálida cara recién afeitada, levantó la mirada y dijo:

– Sufriré todo aquello que agrade al Señor.

Sabía que el candidato era alguien típico. Había sido hallado en la universidad años atrás, y uno de los preceptores de la orden había vigilado los progresos del hombre mientras se informaba de su árbol genealógico e historia personal. Cuantas menos ataduras, mejor: por suerte, el mundo abundaba en almas a la deriva. Finalmente, se establecía el contacto directo, y, si el individuo se mostraba receptivo, era poco a poco iniciado en la regla, y se le hacían las preguntas realizadas a los candidatos durante siglos. ¿Estaba casado?¿Comprometido?¿Había hecho algún voto o adquirido un compromiso con alguna otra orden religiosa?¿Tenía deudas que no podía pagar?¿Alguna enfermedad oculta?¿Estaba agradecido a algún hombre o mujer por alguna razón?

– Buen hermano -le dijo De Roquefort al candidato-, en nuestra compañía, no debes buscar riquezas, ni honor, ni nada material. En vez de ello, debes buscar tres cosas. Primera, renuncia y rechazo a los pecados del mundo. Segunda, vivir al servicio de nuestro Señor. Y tercera, ser pobre y penitente. ¿Prometes a Dios y a Nuestra Señora que durante todos los días de tu vida obedecerás al maestre de este Templo?¿Que vivirás en castidad, y sin tener propiedad personal?¿Que observarás las costumbres de esta casa?¿Que nunca abandonarás esta orden, ni por decisión o por debilidad, ni en los tiempos malos ni en los buenos?

Estas palabras habían sido usadas desde el Inicio, y De Roquefort recordaba cuando le habían sido dirigidas a él, treinta años antes. Aún podía sentir la llama que se había encendido en su interior… un fuego que ahora quemaba con violenta intensidad. Ser un templario era importante. Significaba algo. Y estaba decidido a asegurarse de que cada candidato que vistiera el hábito durante su mandato comprendiera esa devoción.

Se enfrentó al hombre arrodillado.

– ¿Qué dices tú, hermano?

– Por amor a Dios, lo haré.

– ¿Comprendes que se te puede exigir la vida?

Y después de lo que había ocurrido los últimos días, esta pregunta parecía aún más importante.

– Sin duda.

– ¿Y por qué ofrecerías tu vida por nosotros?

– Porque mi maestre lo ordene.

La respuesta correcta.

– ¿Y harías esto sin objeción?

– Poner objeciones sería violar la regla. Mi tarea es obedecer.

De Roquefort hizo un gesto al pañero, que sacó de un cofre de madera un largo trozo de tela de sarga.

– Levántate -le dijo al candidato.

El joven se puso de pie, ataviado con un hábito de lana negro que cubría su delgado cuerpo de la cabeza a los pies desnudos.

– Quítate el hábito -le dijo, y el joven se sacó la prenda por la cabeza.

Debajo, el candidato iba vestido con una camisa blanca y pantalones negros.

El pañero se acercó con la tela y se mantuvo de pie a su lado.

– Te has quitado el sudario del mundo material -explicó De Roquefort-. Ahora te abrazamos con la tela de nuestra hermandad y celebramos tu renacimiento como un hermano de la orden.

Hizo un gesto y el pañero se adelantó y envolvió al candidato con la tela. De Roquefort había visto a muchos hombres llorar en este momento. Él mismo había tenido que esforzarse para contener sus emociones cuando la misma tela le envolvió en el pasado. Nadie sabía cuál era la antigüedad de ese sudario, pero había permanecido reverentemente en el cofre de la iniciación desde el Inicio. Conocía bien la historia de una de las primeras telas. Había sido usada para envolver a Jacques de Molay después de que el maestre fuera clavado a una puerta en el Temple de París. De Molay había permanecido echado dentro de la tela durante dos días, incapaz de moverse por sus heridas, demasiado débil para levantarse incluso. Mientras estaba así, las bacterias y los productos químicos de su cuerpo habían manchado las fibras y generado una imagen, que cincuenta años más tarde empezó a ser venerada por crédulos cristianos como el cuerpo de Cristo.

Siempre había considerado eso muy apropiado.

El maestre de los Caballeros del Temple -la cabeza de una supuesta orden herética- se convertía en el molde a partir del cual todos los posteriores artistas reproducían la cara de Cristo.

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