Steve Berry - Los caballeros de Salomón

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Los caballeros de Salomón: краткое содержание, описание и аннотация

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La poderosa orden medieval de los templarios poseía un conocimiento secreto que amenazaba los cimientos de la Iglesia y cuya revelación podría haber cambiado el rumbo de la Historia. Condenador por herejía, fueron aniquilados en el siglo XIV, y los rastros de su colosal saber se perdieron en el abismo de la Historia. Hasta hoy. Cotton Malone, un ex agente secreto del gobierno americano, se ve envuelto en una persecución a contrarreloj por descifrar ese enigma que los templarios codificaron. Su búsqueda pone al descubierto una peligrosa conspiración religiosa capaz de cambiar el destino de la humanidad y poner en entredicho la veracidad de los Santos Evangelios.

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Levantó los ojos para mirar a la asamblea.

– Tenéis ante vosotros a nuestro más reciente hermano. Lleva el sudario que simboliza el renacimiento. Es un momento que todos hemos experimentado, un momento que nos une a todos nosotros. Cuando me elegisteis como maestre, os prometí un nuevo día, una nueva orden, una nueva dirección. Os dije que, en el futuro, dejaría de haber unos pocos que supieran más que muchos. Os prometí que encontraría nuestro Gran Legado.

Dio un paso adelante.

– En nuestros archivos, en este momento, se encuentra un hombre que posee el conocimiento que necesitamos. Por desgracia, mientras nuestro anterior maestre no hacía nada, otros, ajenos a la orden, han estado buscando. Yo personalmente seguí sus esfuerzos, observé y estudié sus movimientos, esperando la hora en que nos uniríamos a esa búsqueda. -Hizo una pausa-. Ese momento ha llegado. Tengo a algunos hermanos más allá de estas paredes que están buscando en este momento, y les seguirán algunos más de vosotros.

Mientras hablaba, dejó que su mirada se desviara a través de la iglesia hacia el capellán. Éste era un italiano de semblante solemne, el prelado jefe, el clérigo ordenado de más alto rango de la orden. El capellán dirigía a los sacerdotes, aproximadamente una tercera parte de los hermanos, hombres que escogían una vida dedicada solamente a Cristo. Las palabras del capellán tenían mucho peso, especialmente dado que el hombre hablaba muy poco. Al principio, en el momento de reunirse el consejo, el capellán había expresado en voz alta su preocupación por las recientes muertes.

– Se está usted moviendo demasiado deprisa -declaró el capellán.

– Estoy haciendo lo que la orden desea.

– Está haciendo lo que usted desea.

– ¿Hay alguna diferencia?

– Habla usted como el antiguo maestre.

– En ese aspecto tenía razón. Y aunque yo estaba en desacuerdo con él en muchísimas cosas, le obedecía.

Se sentía ofendido por la franqueza del joven, especialmente delante del consejo, pero era consciente de que había muchos hermanos que respetaban al capellán.

– ¿Qué quería usted que hiciera?

– Preservar la vida de los hermanos.

– Los hermanos saben que pueden ser llamados a entregar su vida.

– Esto no es la Edad Media. No estamos librando una cruzada. Estos hombres se han consagrado a Dios y jurado su obediencia a usted como prueba de su devoción. No tiene usted derecho a quitarles la vida.

– Trato de encontrar nuestro Gran Legado.

– ¿Con qué fin? Hemos podido pasar sin él durante setecientos años. No es importante.

De Roquefort se sintió escandalizado.

– ¿Cómo puede usted decir semejante cosa? Es nuestra herencia.

– ¿Y qué podría significar eso hoy?

– Nuestra salvación.

– Ya estamos salvados. Los hombres de aquí poseen todos unas almas buenas.

– Esta orden no se merece el destierro.

– Nuestro destierro es autoimpuesto. Estamos contentos con él.

– Yo no.

– Ésta es su lucha, no la nuestra.

Su ira iba creciendo.

– No tengo intención de ser desafiado.

– Maestre, aún no hace una semana, y se ha olvidado ya de dónde vino.

Mirando fijamente al capellán, intentó penetrar los rasgos de la rígida cara. Pensaba hacer lo que había dicho. No iba a ser desafiado. El Gran Legado tenía que ser hallado. Y las respuestas estaban con Royce Claridon y con aquellos que se encontraban ante el ch âteau de Casiopea Vitt.

De manera que ignoró la inescrutable mirada del capellán y se concentró en la multitud que estaba sentada ante él.

– Hermanos, recemos por el éxito.

LII

1:00 am

Malone se encontraba en Rennes, paseando por el interior de la iglesia de María Magdalena. Los detalles chillones le producían la misma sensación de incomodidad. La nave estaba vacía, salvo por un hombre que estaba de pie ante el altar, vestido con casulla. Cuando el hombre se dio la vuelta, el rostro le resultó familiar.

Bérenger Saunière.

– ¿Por qué está usted aquí? -preguntó Saunière con una voz estridente-. Ésta es mi iglesia. Mi creación. De nadie más. Sólo mía.

– ¿Y cómo es que es suya?

– Yo corrí el riesgo. Sólo yo.

– ¿Riesgo de qué?

– Aquellos que desafían al mundo siempre corren riesgos.

Entonces observó un agujero abierto en el suelo, justo delante del altar, y unos escalones que conducían a la oscuridad.

– ¿Qué hay ahí? -preguntó.

– El primer escalón en el camino de la verdad. Dios bendiga a todos aquellos que han guardado esa verdad. Dios bendiga su generosidad.

La iglesia que lo rodeaba repentinamente se desvaneció y se encontró en medio de una plaza arbolada que se extendía ante la embajada de Estados Unidos de Ciudad de México. La gente corría en todas direcciones, y los sonidos de los cláxones, el rechinar de los neumáticos y el rugir de los motores diesel no paraban de crecer.

Entonces se oyeron disparos.

Procedían de un coche que había frenado hasta detenerse. De él salían unos hombres. Disparaban contra una mujer de mediana edad y un joven diplomático danés que estaba disfrutando de su almuerzo en la sombra. Los infantes de Marina que guardaban la embajada reaccionaron, pero estaban demasiado lejos.

Él echó mano de su arma y disparó.

Cayeron cuerpos al pavimento. La cabeza de Cai Thorvaldsen reventó cuando las balas que iban dirigidas contra la mujer le dieron a él. Malone disparó a los dos hombres que habían iniciado el tiroteo, y entonces sintió que una bala le rasgaba el hombro.

El dolor hería sus sentidos.

Manaba sangre de la herida.

Se tambaleó, pero consiguió disparar a su atacante. La bala penetró en la oscura cara, que nuevamente se convirtió en la de Bérenger Saunière.

– ¿Por qué me disparó usted? -preguntó con calma Saunière.

Aparecieron las paredes de la iglesia reformada y las estaciones del Vía Crucis. Malone vio un violín sobre uno de los bancos. Un plato de metal descansaba sobre las cuerdas. Saunière flotó y esparció arena sobre el plato. Entonces deslizó un arco por las cuerdas y, cuando sonaron unas agudas notas, la arena se dispuso ella sola en un dibujo distinto.

Saunière sonreía.

– Cuando el plato no vibra, la arena permanece inmóvil. Si cambia la vibración, se crea otro dibujo. Uno diferente cada vez.

La estatua del sonriente Asmodeo cobraba vida, y la forma diablesca abandonaba la pila de agua bendita de la puerta principal y se dirigía hacia él.

– Es terrible este lugar -decía el demonio.

– No eres bienvenido aquí -gritaba Saunière.

– Entonces, ¿por qué me incluiste?

Saunière no respondía. Otra figura emergió de las sombras. Era el hombrecillo del hábito de monje de Leyendo las reglas de la caridad. Seguía con el dedo en los labios, indicando silencio, y transportaba el taburete en el que aparecía escrito acaboce a° 1681.

El dedo se apartaba y el hombrecillo decía:

– Yo soy el alfa y el omega, el comienzo y el fin.

Entonces el hombrecillo se desvanecía.

Aparecía una mujer, su cara oculta, vestida con ropas oscuras, sin adornos.

– Usted conoce mi tumba -decía.

Marie d’Hautpoul de Blanchefort.

– ¿Tiene usted miedo a las arañas? -preguntaba-. No le harán daño.

Sobre su pecho aparecían números romanos, brillantes como el sol. LIXLIXL. Bajo los símbolos se materializaba una araña, el mismo dibujo de la lápida sepulcral de Marie. Entre sus tentáculos había siete puntos. Pero los dos espacios próximos a la cabeza estaban vacíos. Con el dedo, Marie trazaba una línea desde su cuello, por el pecho, a través de las resplandecientes letras, hasta la imagen de la araña. Y aparecía una flecha allí donde habían estado sus dedos.

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