De Roquefort alargó la mano hacia el diario y pasó las páginas hasta encontrar el criptograma.
– ¿Y qué pasa con esto?¿Es correcto?
– No tengo manera de saberlo. Lars nunca me contó que hubiera descubierto la secuencia matemática que lo explica.
De Roquefort estaba preocupado.
– ¿Me está usted diciendo que el diario es inútil?
– Lo que estoy diciendo es que hay errores. Incluso algunas de las anotaciones del diario personal de Saunière están equivocadas. Yo mismo leí algunas de ellas hace mucho tiempo.
De Roquefort estaba confuso. ¿Qué estaba pasando allí? Recordó el último día de la vida de Lars Nelle, lo que el norteamericano le había dicho.
– No podr ía usted encontrar nada, aunque lo tuviera ante sus narices.
All í, de pie entre los árboles, se hab ía sentido ofendido por la actitud de Nelle, pero admiraba el coraje del hombre… considerando que hab ía una cuerda enrollada alrededor de su cuello. Unos minutos antes hab ía observado c ómo el norteamericano ataba la cuerda a uno de los montantes del puente, y luego aseguraba el nudo. Nelle se hab ía subido entonces de un salto a la pared de piedra y mirado fijamente al oscuro r ío de abajo.
Él hab ía seguido a Nelle todo el d ía, pregunt ándose qu é estaba haciendo en los altos Pirineos. El pueblo cercano no ten ía ninguna relaci ón con Rennes-le-Ch âteau ni con ninguna de las investigaciones conocidas de Lars Nelle. Ahora se estaba aproximando la medianoche y la oscuridad envolv ía el mundo a su alrededor. S ólo el borboteo del agua que corr ía bajo el puente perturbaba el silencio de las monta ñas.
Sali ó del follaje a la carretera y se acerc ó al puente.
– Me estaba preguntando si acabar ía usted por dejarse ver - dijo Nelle d ándole la espalda -. Supuse que un insulto le har ía salir.
– ¿ Sab ía que estaba ah í?
– Estoy acostumbrado a que los hermanos me sigan. - Nelle finalmente se dio la vuelta hacia él y se ñal ó la cuerda que llevaba en torno al cuello -. Si no le importa, me dispon ía a suicidarme.
– Al parecer, la muerte no le asusta.
– Yo mor í hace mucho tiempo.
– ¿ No teme usted a su Dios? Él no permite el suicidio.
– ¿ Qu é Dios? El polvo al polvo, ése es nuestro destino.
– ¿ Y si estuviera usted equivocado?
– No lo estoy.
– ¿ Y qu é pasa con su b úsqueda?
– No ha tra ído m ás que desgracias. Y por qu é le preocupa mi alma?
– No me preocupa. Pero lo de su b úsqueda ya es otra cuesti ón.
– Ustedes me han estado vigilando mucho tiempo. Incluso su maestre ha hablado conmigo. Por desgracia, la orden tendr á que continuar la b úsqueda… sin que yo le indique el camino.
– ¿ Era usted consciente de que lo vigil ábamos?
– Naturalmente. Los hermanos han tratado durante meses de conseguir mi diario.
– Ya he dicho que es usted un hombre extra ño.
– Soy un hombre miserable que simplemente ya no quiere continuar viviendo. Una parte de m í lamenta esto. Por mi hijo, al que quiero. Y por mi mujer, que me ama a su manera. Pero ya no tengo deseos de seguir viviendo.
– ¿ Y no hay maneras m ás r ápidas de morir?
Nelle se encogi ó de hombros.
– Detesto las armas, y el veneno me parece ofensivo. Desangrarme hasta la muerte no resulta atractivo, as í que opt é por colgarme.
De Roquefort se encogi ó de hombros.
– Parece ego ísta.
– ¿ Ego ísta? Le dir é lo que es ego ísta. Lo que la gente me ha hecho. Creen que en Rennes se oculta todo, desde la reencarnada monarqu ía francesa hasta alien ígenas procedentes del espacio. ¿C uántos investigadores nos han visitado con su equipo para profanar la tierra? Se han derribado paredes, cavado agujeros, excavado t úneles. Incluso se han abierto tumbas y exhumado cad áveres. Los escritores han considerado todas las absurdas teor ías imaginables… Todo para hacer dinero.
Estaba at ónito ante aquel extra ño discurso de un suicida.
– He sido espectador mientras los m édiums celebraban sesiones y los clarividentes ten ían conversaciones con los muertos. Se ha fabulado tanto que, de hecho, la verdad resulta aburrida. Me obligaron a escribir ese galimat ías. Ten ía que aprovecharme de su fanatismo para vender libros. La gente quer ía leer tonter ías. Es rid ículo. Hasta yo me re ía de m í mismo. ¿Eg oísmo? Todos esos retrasados mentales son los que deber ían llevar esa etiqueta.
– ¿ Y cu ál es la verdad sobre Rennes? - pregunt ó él con calma.
– Estoy seguro de que le gustar ía saberla.
De Roquefort decidi ó probar otro enfoque.
– ¿ Se da cuenta de que es usted la única persona que podr ía resolver el rompecabezas de Saunière?
– ¿ Que podr ía? Digamos mejor que lo he resuelto.
Record ó el criptograma que hab ía visto en el informe del mariscal guardado en los archivos de la abad ía, el que los curas G élis y Saunière encontraron en sus iglesias, el que G élis tal vez hab ía muerto resolvi éndolo.
– ¿ No podr ía usted dec írmelo?
Hab ía casi una s úplica en esta pregunta, una s úplica que no le gust ó.
– Es usted como todos los dem ás… en busca de respuestas f áciles. ¿ Dónde hay un desaf ío en eso? A m í me llev ó a ños descifrar esa combinaci ón.
– Y supongo que la puso por escrito.
– Eso ya lo descubrir á usted.
– Es usted un hombre arrogante.
– No, soy un hombre trastornado. Hay una diferencia. Ya ve, todos esos oportunistas que vinieron por su propio inter és, para marcharse sin nada, me ense ñaron algo.
Él esper ó una explicaci ón.
– No hay absolutamente nada que encontrar.
– Est á usted mintiendo.
Nelle se encogi ó de hombros.
– Tal vez, o tal vez no.
De Roquefort decidi ó dejar a Lars Nelle con su tarea.
– Que encuentre usted la paz.
Se dio la vuelta y comenz ó a irse.
– Templario - grit ó Nelle.
De Roquefort se detuvo y se dio la vuelta.
– Voy a hacerle un favor. No se lo merece, porque lo que hicieron todos ustedes, los hermanos, fue crearme molestias. Pero tampoco su orden se merec ía lo que le pas ó. De modo que le dar é una pista. S ólo usted la tendr á, y, si es inteligente, podr ía incluso resolver el rompecabezas. ¿Tiene papel y l ápiz?
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