– Siete muertos. Nueve heridos -murmuró Stephanie.
La misma idea pareció pasar espontáneamente por cada una de las mentes de los reunidos, y Malone pudo ver comprensión, especialmente en el rostro de Mark.
– Cotton, podría estar usted en lo cierto. -Mark se sentó a la mesa-. 1681. Sumemos los primeros dos dígitos y luego los dos siguientes. Siete, nueve. El grabado de la columna. Saunière la volvió cabeza abajo para enviar un mensaje. La erigió en 1891, pero si se invierte esa fecha, da 1681. La columna está invertida para llevarnos en la dirección correcta. Siete, nueve, otra vez.
– Cuente ahora las letras -dijo Malone-. Siete en «misión» (mission). Nueve en «penitencia» (penitence). Eso es algo más que simple coincidencia. Y el ciento sesenta y ocho de los números romanos sobre la lápida sepulcral. Ese total está ahí por algún motivo. Sume uno a seis y a ocho, y tendrá siete y nueve. El patrón aparece por todas partes.
Alargó la mano en busca de una imagen en color de la estación n.° 10 del interior de la iglesia de María Magdalena.
– Miren aquí. Donde el soldado romano está arrojando los dados para jugarse la túnica de Cristo. Miren la cara del dado. Un tres, un cuatro y un cinco. Cuando Mark y yo estuvimos en la iglesia, me pregunté por qué habían sido elegidos estos números en particular. Mark, tú dijiste que Saunière supervisaba personalmente cada detalle que se incorporaba a esa iglesia. De manera que escogió esos números por una razón. Creo que lo importante aquí es la secuencia. El tres es primero, luego el cuatro y luego el cinco. Tres más cuatro siete, cuatro más cinco, nueve.
– Así que siete y nueve resuelven el criptograma -dijo Casiopea.
– Hay una forma de averiguarlo.
Mark hizo un gesto y Geoffrey le tendió la mochila. Mark abrió con cuidado el informe del mariscal y encontró el dibujo.
Se puso entonces a aplicar la secuencia siete, nueve, moviéndose a través de las trece líneas de letras y símbolos. A medida que lo hacía, anotaba cada carácter seleccionado:
TEMPLIERTRESORENFOUIAULAGUSTOUS
– Es francés -dijo Casiopea-. El idioma de Bigou.
Mark asintió.
– Las entiendo.
Añadió espacios para que el mensaje tuviera sentido:
TEMPLIER TRESOR EN FOUI AU LAGUSTOUS
– El tesoro templario puede ser hallado en Lagustous -tradujo Malone.
– ¿Dónde está Lagustous? -preguntó Henrik.
– No tengo ni idea -dijo Mark-. Y no recuerdo mención alguna de semejante lugar en los archivos templarios.
– He vivido en esta región toda mi vida -dijo Casiopea-, y no conozco ese lugar.
Mark parecía frustrado.
– Las Crónicas hablan específicamente de que los carros trasladaban el Legado a los Pirineos.
– ¿Por qué el abate hubiera puesto las cosas tan fáciles? -preguntó con calma Geoffrey.
– Tiene razón -dijo Malone-. Bigou podría haber incorporado una salvaguarda para que resolver la secuencia no fuera suficiente.
Stephanie parecía desconcertada.
– Yo no diría que esto ha sido fácil.
– Sólo porque las piezas están tan esparcidas, y algunas se han perdido para siempre -dijo Malone-. Pero en tiempos de Bigou existía todo, y él erigió la lápida para que todos lo vieran.
– Pero Bigou protegió su apuesta -dijo Mark-. El informe del mariscal indica específicamente que Gélis encontró un criptograma idéntico al de Saunière en su iglesia. Durante el siglo xviii, Bigou ejerció su ministerio en esa iglesia, así como en Rennes, de manera que escondió una señal en cada una.
– Confiando en que una persona muy curiosa encontraría alguna de ellas -dijo Henrik-. Que es precisamente lo que ha pasado.
– De hecho, Gélis resolvió el rompecabezas -dijo Mark-. Eso lo sabemos. Se lo dijo al mariscal. Dijo también que tenía sospechas sobre Saunière. Luego, unos días más tarde fue asesinado.
– ¿Por Saunière? -quiso saber Stephanie.
Mark se encogió de hombros.
– Nadie lo sabe. Siempre pensé que el mariscal podía ser sospechoso. Desapareció de la abadía semanas después del asesinato de Gélis, y no reveló en su informe la solución del criptograma.
Malone señaló el bloc.
– Ahora lo tenemos. Pero hemos de encontrar ese «Lagustous».
– Es un anagrama -dijo Casiopea.
Mark asintió.
– Igual que sobre la lápida sepulcral donde Bigou escribió «Et in arcadia ego » como un anagrama de « I tego arcana dei ». Pudo haber hecho lo mismo aquí.
Casiopea estaba estudiando el bloc y de pronto su mirada irradió conocimiento.
– Lo sabe, ¿verdad? -preguntó Malone.
– Creo que sí.
Todos esperaron.
– En el siglo décimo un opulento barón llamado Hildemar conoció a un hombre llamado Agulous. Los parientes de Hildemar tomaron a mal la influencia de Agulous sobre él en oposición a su familia. Hildemar cedió todas sus tierras a Agulous, el cual convirtió el castillo en una abadía a la que se unió el propio Hildemar. Mientras estaban arrodillados en oración en la capilla de la abadía, Agulous e Hildemar fueron asesinados por unos sarracenos. Ambos fueron finalmente canonizados por los católicos. Hay un pueblo allí todavía. A unos ciento cincuenta kilómetros de aquí: St. Agulous.
Alargó la mano en busca de una pluma y convirtió «lagustous» en «St. Agulous».
– Había propiedades templarias allí -dijo Mark-. Una gran encomienda, pero desapareció.
– Ese castillo, que se convirtió en abadía, sigue allí -dejó claro Casiopea.
– Tenemos que ir -dijo Henrik.
– Eso podría ser un problema -replicó Mark-. Nuestra anfitriona permitió a De Roquefort que se hiciera con el diario de papá. En cuanto comprenda que ese objeto es inútil, su actitud cambiará.
– Tenemos que salir de aquí sin ser descubiertos -indicó Mark.
– Somos muchos -dijo Henrik-. Lograr algo así sería un desafío.
Casiopea sonrió.
– Me gustan los desafíos.
7:30 am
De Roquefort se abrió camino a través del bosque de altos pinos, el suelo bajo sus pies plateado por el blanco brezo. Un perfume de miel flotaba en el aire matutino. Las rocas de arenisca roja que lo rodeaban aparecían envueltas por una fina niebla. Un águila penetraba y salía de la niebla, merodeando en busca de su desayuno. De Roquefort había tomado el suyo con los hermanos, en medio del tradicional silencio, mientras les eran leídas las Escrituras.
Tenía que dar crédito a Claridon. Éste había descifrado el criptograma con la combinación de siete y nueve, y revelado el secreto. Por desgracia, el mensaje era inútil. Claridon le dijo que Lars Nelle había encontrado un criptograma en un manuscrito no publicado de Noël Corbu, el hombre que había difundido gran parte de la ficción que corría sobre Rennes a mediados del siglo xx. Pero ¿Había modificado Nelle el rompecabezas?¿O lo había hecho Saunière?¿Fue la frustrante solución lo que llevó a Lars Nelle a suicidarse? Todo aquel esfuerzo, y cuando finalmente conseguía descifrar lo que Saunière había dejado, no le decía nada. ¿Era eso lo que Nelle quería decir cuando declaró: «No hay absolutamente nada que encontrar»?
Era difícil de saber.
Pero, maldita sea, iba a averiguarlo como fuera.
Un cuerno sonó en la lejanía procedente del castillo. El trabajo diario iba a empezar. Allá delante, descubrió a uno de sus centinelas. Había hablado con el hombre por teléfono móvil durante el viaje hacia el norte desde la abadía, y por él supo que todo estaba tranquilo. A través de los árboles divisó el ch âteau, a un par de cientos de metros de distancia, bañado por un filtrado sol matutino.
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