Steve Berry - Los caballeros de Salomón

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La poderosa orden medieval de los templarios poseía un conocimiento secreto que amenazaba los cimientos de la Iglesia y cuya revelación podría haber cambiado el rumbo de la Historia. Condenador por herejía, fueron aniquilados en el siglo XIV, y los rastros de su colosal saber se perdieron en el abismo de la Historia. Hasta hoy. Cotton Malone, un ex agente secreto del gobierno americano, se ve envuelto en una persecución a contrarreloj por descifrar ese enigma que los templarios codificaron. Su búsqueda pone al descubierto una peligrosa conspiración religiosa capaz de cambiar el destino de la humanidad y poner en entredicho la veracidad de los Santos Evangelios.

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Una hora antes, cuando se dirigían a las montañas, se detuvieron y compraron ropa en un mercado de las afueras de Aix-les-Thermes, que abastecía de comida a excursionistas y esquiadores. Sus túnicas multicolores y largas batas habían provocado miradas de extrañeza, pero ahora iban vestidos con vaqueros, camisas, botas y chaquetas de piel, listos para lo que pudiera presentarse.

St. Agulous se encontraba encaramado en el borde de un precipicio, rodeado de colinas que formaban terrazas, al final de una estrecha carretera que serpenteaba montaña arriba a través de un paso difuminado por las nubes. El pueblo, no mucho mayor que Rennes-le-Château, era una masa de edificios de arenisca gastada por el tiempo que parecían haberse fundido con la roca.

Malone se detuvo, evitando entrar en la población, manteniéndose en un estrecho sendero de tierra. Casiopea le seguía. Ambos bajaron de sus vehículos al frío aire de la montaña.

– No creo que sea una buena idea que entremos todos -dijo-. Éste no parece un lugar que reciba un montón de turistas.

– Tiene razón -dijo Mark-. Papá siempre se acercaba a estos pueblos con cautela. Dejen que Geoffrey y yo lo hagamos. Un par de excursionistas. Eso no es nada insólito en verano.

– ¿No cree usted que yo causaría una buena impresión? -preguntó Casiopea.

– Causar impresión no es problema para usted -dijo Malone, sonriendo-. Conseguir que la gente olvide esa impresión, eso ya es otra cosa.

– ¿Y quién le ha puesto a usted al mando? -quiso saber Casiopea.

– Yo lo he hecho -declaró Thorvaldsen-. Mark conoce estas montañas. Habla la lengua. Dejemos que vayan él y el hermano.

– Entonces, no faltaba más -dijo ella-. Que vayan.

Mark iba delante cuando él y Geoffrey cruzaron tranquilamente la puerta principal y entraron en una pequeña plaza sombreada por árboles. Geoffrey llevaba todavía la mochila con los dos libros, de manera que su aspecto era el de un par de excursionistas que habían salido a dar un paseo por la tarde. Las palomas volaban en círculo por encima de la jungla de negros tejados de pizarra, luchando con las ráfagas de viento que soplaban a través de las hendiduras y empujaban las nubes hacia el norte, por encima de las montañas. De una fuente en el centro de la plaza, cubierta de verdín por el paso del tiempo, manaba agua. No había nadie a la vista.

Una calle adoquinada que salía de la plaza estaba bien conservada y recibía a trechos la luz del sol. El golpeteo de unas pezuñas anunció la aparición de una peluda cabra, que se desvaneció por otra callejuela lateral. Mark sonrió. Como tantos otros pueblos de esa región, aquél no era un lugar donde mandara el reloj.

El único vestigio de cualquier posible gloria del pasado procedía de la iglesia, que se alzaba al final de la plaza. Un tramo de amplias escaleras bajas conducía a una iglesia románica. El edificio en sí, no obstante, era más bien gótico, su campanario de extraña forma octogonal, algo que inmediatamente llamó la atención de Mark. No recordaba haber visto otro igual en la región. El tamaño y grandeza de la iglesia revelaba una prosperidad y un poder perdidos.

– Resulta interesante que una pequeña población como ésta tenga una iglesia de este tamaño -dijo Geoffrey.

– He visto otras parecidas. Hace quinientos años, esto era un floreciente mercado. Una iglesia así habría sido imprescindible.

Apareció una joven. Las pecas le daban un aire de campesina. Sonrió, y luego entró en una pequeña tienda de comestibles. A su lado había lo que parecía ser una estafeta de Correos. Mark se preguntó sobre el extraño capricho del destino que había al parecer preservado a St. Agulous de los sarracenos, los españoles, los franceses y los cruzados francos que pusieron fin al catarismo.

– Empecemos por ahí -dijo, señalando a la iglesia-. El cura puede ser de utilidad.

Entraron en una compacta nave rematada por un techo salpicado de estrellas, de un vívido azul. No había estatuas que decoraran las sencillas paredes de piedra. Del altar colgaba una cruz de madera. Gastadas tablas, cada una de ellas al menos de sesenta centímetros de ancho, cubrían el suelo y crujían a cada paso. Donde la iglesia de Rennes se veía animada por detalles de mal gusto, en esta nave reinaba una quietud poco usual.

Mark observó el interés de Geoffrey por el techo. Sabía lo que el hermano estaba pensando. El maestre había usado una túnica azul con estrellas doradas los últimos días de su vida.

– ¿Coincidencia? -quiso saber Geoffrey.

– Lo dudo.

De las sombras próximas al altar surgió un anciano. Sus encorvados hombros apenas cubiertos por un holgado hábito marrón. Caminaba con un paso entrecortado que le recordó a Mark una marioneta colgando de cordeles.

– ¿Es usted el sacerdote? -le preguntó al hombre en francés.

Oui, monsieur.

– ¿Cómo se llama esta iglesia?

– La capilla de St. Agulous.

Mark observó que Geoffrey se adelantaba unos pasos, hasta el primer banco ante el altar.

– Es un lugar tranquilo.

– Los que vienen aquí se pertenecen sólo a sí mismos. Es un sitio tranquilo.

– ¿Cuánto tiempo hace que es usted el cura?

– Oh, hace muchos años. No parece que nadie más quiera servir aquí. Pero a mí me gusta.

Mark recordó lo que sabía.

– En esta zona, antaño, se escondían los bandoleros españoles, ¿no es verdad? Entraban en España, aterrorizaban a las gentes, robaban en las granjas, y luego regresaban silenciosamente a las montañas, a salvo, aquí en Francia, lejos del alcance de las autoridades españolas.

El cura asintió.

– Para saquear España tenían que vivir en Francia. Y ni una sola vez tocaron a un francés. Pero eso fue hace un montón de tiempo.

Mark continuó estudiando el austero interior de la iglesia. Nada sugería que el edificio albergara un gran secreto.

– Abate -dijo-, ¿ha oído usted alguna vez el nombre de Bérenger Saunière?

El anciano lo pensó un instante, y luego negó con la cabeza.

– ¿Es un nombre que alguien haya mencionado alguna vez en este pueblo? -insistió Mark.

– No acostumbro a escuchar las conversaciones de mis feligreses.

– Tampoco quiero decir que lo haga. Pero es un nombre que usted recordaría si alguien lo mencionase, ¿no?

De nuevo negó con la cabeza.

– ¿Cuándo fue construida esta iglesia?

– En 1732. Pero el primer edificio fue erigido en el siglo xiii. Muchos más vinieron posteriormente. Desgraciadamente, no queda nada de esas primeras edificaciones.

La atención del anciano se dirigió a Geoffrey, que seguía merodeando cerca del altar.

– ¿Le molesta? -preguntó Mark.

– ¿Qué está buscando?

«Buena pregunta», pensó Mark.

– Quizás está orando y desea estar cerca del altar, ¿no?

El abate se volvió hacia él.

– Miente usted muy mal.

Mark se dio cuenta de que el viejo que se encontraba ante él era mucho más inteligente de lo que quería dar a entender su interlocutor.

– ¿Por qué no me dice usted lo que quiero saber? -preguntó Mark.

– Es usted igual que él.

Mark tuvo que esforzarse por ocultar su sorpresa.

– ¿Conocía usted a mi padre?

– Vino a esta región muchas veces. Hablamos a menudo.

– ¿Le dijo a usted algo?

El cura movió negativamente la cabeza.

– Usted lo sabrá mejor.

– ¿Sabe usted lo que debo hacer?

– Su padre me dijo que si alguna vez venía usted aquí, debería saber ya lo que tenía que hacer.

– ¿Sabe usted que está muerto?

– Naturalmente. Me lo dijeron. Se quitó la vida.

– No necesariamente.

– Eso es fantasear. Su padre era un hombre desgraciado. Vino aquí buscando, pero, por desgracia, no encontró nada. Eso lo frustró. Cuando me enteré de que se había suicidado, no me sorprendí. No había paz para él en esta tierra.

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