Steve Berry - Los caballeros de Salomón

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Los caballeros de Salomón: краткое содержание, описание и аннотация

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La poderosa orden medieval de los templarios poseía un conocimiento secreto que amenazaba los cimientos de la Iglesia y cuya revelación podría haber cambiado el rumbo de la Historia. Condenador por herejía, fueron aniquilados en el siglo XIV, y los rastros de su colosal saber se perdieron en el abismo de la Historia. Hasta hoy. Cotton Malone, un ex agente secreto del gobierno americano, se ve envuelto en una persecución a contrarreloj por descifrar ese enigma que los templarios codificaron. Su búsqueda pone al descubierto una peligrosa conspiración religiosa capaz de cambiar el destino de la humanidad y poner en entredicho la veracidad de los Santos Evangelios.

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– Cotton, yo no tenía ni idea de que fuera el dueño de esa propiedad.

– ¿Tenemos que creer eso? -preguntó Stephanie.

– Me importa un bledo si me cree usted o no. No sabía nada de esto hasta hace unos momentos.

– ¿Y cómo lo explica entonces? -preguntó Malone.

– No puedo explicarlo. Lo único que puedo decir es que Lars me pidió prestados ciento cincuenta mil dólares antes de morir. Nunca dijo para qué era ese dinero, y yo no se lo pregunté.

– ¿Simplemente le dio ese dinero sin hacer preguntas? -quiso saber Stephanie.

– Lo necesitaba. Así que se lo di. Confiaba en él.

– El cura del pueblo dijo que el comprador adquirió la propiedad al gobierno regional. Se estaban desprendiendo de las ruinas, y tenían pocos compradores, pues éstas se encuentran allí arriba, en las montañas, y en malas condiciones. Fueron vendidas en subasta aquí, en St. Agulous. -Mark se encaró ahora con Thorvaldsen-. Usted fue el postor más alto. El cura conocía a papá y dijo que él fue el único que pujó.

– Entonces Lars contrató a alguien para que lo hiciera en su nombre, porque no fui yo. Luego puso la propiedad a mi nombre para encubrirlo. Lars era bastante paranoico. Si yo hubiera sido el dueño de la propiedad y lo hubiera sabido, lo habría dicho anoche.

– No necesariamente -murmuró Stephanie.

– Mire, Stephanie. No le tengo miedo a usted ni a ninguno de los demás. No tengo por qué dar explicaciones. Pero les considero a todos ustedes amigos míos, y de ser el dueño de la propiedad, y haberlo sabido, se lo hubiera dicho.

– ¿Por qué no suponemos que Henrik está diciendo la verdad? -sugirió Casiopea. Había estado extrañamente callada durante la discusión-. Y subimos allí. Oscurece pronto en estas montañas. Yo, por lo menos, quiero ver lo que hay allí.

Malone se mostró de acuerdo.

– Tiene razón, vayamos. Podemos discutir esto más tarde.

El trayecto hasta la cima llevó unos quince minutos y requirió esfuerzo mental y físico. Siguieron la dirección marcada por el abate, y finalmente divisaron el desmoronado priorato, descansando sobre una aguilera, su destruida torre flanqueada por un inmisericorde precipicio. El camino terminaba a unos ochocientos metros de las ruinas, y la excursión, a lo largo de un tramo de descarnada roca salpicada de tomillo, bajo un dosel de grandes pinos, llevó otros diez minutos.

Entraron en el lugar.

Los signos de abandono aparecían por todas partes. Las gruesas paredes estaban desnudas, y Malone deslizó sus dedos por el granito esquistoso gris-verdoso, cada piedra extraída de las montañas y trabajada con fiel paciencia por manos antiguas. Lo que debía de haber sido una gran galería se abría al cielo, con columnas y capiteles que siglos de intemperie y luz solar habían empañado hasta hacerlos irreconocibles. El musgo, líquenes anaranjados y una tiesa hierba gris cubrían el suelo, cuya piedra había recuperado desde hacía mucho tiempo su estado arenoso. Los grillos hacían sonar con fuerza su canto de castañuelas.

Resultaba difícil distinguir el contorno de las habitaciones, ya que el tejado y la mayor parte de las paredes se habían derrumbado, pero eran aún visibles las celdas de los monjes, así como un amplio vestíbulo y otra espaciosa sala que podría haber sido una biblioteca o scriptorium. Malone sabía que la vida aquí habría sido frugal y austera.

– Vaya lugar que posee usted -le dijo a Henrik.

– Yo estaba precisamente admirando lo que ciento cincuenta mil dólares podían comprar hace doce años.

Casiopea parecía cautivada.

– Imagínese a los monjes recogiendo una magra cosecha. Los veranos aquí eran breves, los días cortos. Casi se les puede oír cantando.

– Este sitio habría estado suficientemente aislado -dijo Thorvaldsen-. Un lugar de retiro.

– Lars puso esta propiedad a nombre de usted -dijo Stephanie- por alguna razón. Llegó aquí por algún motivo. Algo tiene que haber aquí.

– Tal vez -señaló Casiopea-. Pero el cura del pueblo le ha dicho a Mark que Lars no encontró nada. Ésta podría ser otra más de las perpetuas búsquedas en que estaba metido.

Mark negó con la cabeza.

– El criptograma nos ha conducido aquí. Papá estuvo aquí. No encontró nada, pero lo consideró lo bastante importante para comprarlo. Éste tiene que ser el lugar.

Malone se sentó sobre uno de los pedruscos y miró fijamente al cielo.

– Quizás nos queden unas cinco o seis horas de luz. Sugiero que las aprovechemos al máximo. Estoy seguro de que hará un frío de mil diablos aquí por la noche, y estas chaquetas forradas de piel no van a ser suficientes.

– Traje algo de equipo y herramientas en el Land Rover -informó Casiopea-. Supuse que podíamos tener que andar bajo tierra, así que tengo tubos de neón, linternas y un pequeño generador.

– Bien, no es usted ninguna novata -dijo Malone.

– Aquí -gritó Geoffrey.

Malone dirigió la mirada hacia el fondo del derruido priorato. No se había dado cuenta de que Geoffrey se había separado del grupo.

Todos se apresuraron hacia el lugar donde Geoffrey se encontraba de pie ante lo que antaño había sido un pórtico románico. Poco quedaba de su artesanía aparte de la débil imagen de unos toros con cabeza humana, leones alados y un motivo de hojas de palmera.

– La iglesia -dijo Geoffrey-. La tallaron en la roca.

Malone pudo ver que realmente las paredes no eran de factura humana, sino que formaban parte del precipicio que se elevaba sobre la antigua abadía.

– Necesitaremos esas linternas -le dijo a Casiopea.

– No, no las necesitaremos -dijo Geoffrey-. Hay luz en el interior.

Malone encabezó la marcha. Multitud de abejas zumbaban en las sombras. Polvorientos rayos de luz atravesaban la roca en diversos ángulos, aparentemente concebidos para aprovechar el desplazamiento del sol. Algo captó su atención. Se acercó a una de las paredes de roca, que había sido labrada hasta dejarla lisa, pero que ahora estaba desnuda de toda decoración excepto por una talla situada a unos tres metros por encima de él. La insignia consistía en un casco con una franja de tela que caía a cada lado de una cara masculina. Los rasgos habían desaparecido, la nariz gastada hasta quedar lisa, y los ojos en blanco y sin vida. En la parte de arriba había una esfinge. Abajo un escudo de piedra con tres martillos.

– Eso es templario -dijo Mark-. He visto otra así en nuestra abadía.

– ¿Qué está haciendo aquí? -preguntó Malone.

– Los catalanes que vivían en esta región durante el siglo xiv no sentían ningún amor por el rey francés. Los templarios fueron tratados con bondad aquí, incluso después de la Purga. Ésta es una razón por la que la zona fue elegida como refugio.

Las macizas paredes se alzaban hasta un techo redondeado. Seguramente en el pasado los frescos lo adornaban todo, pero no quedaba ni rastro. El agua que se filtraba a través de la porosa roca había borrado hacía mucho tiempo todo posible vestigio artístico.

– Es como una cueva -dijo Stephanie.

– Más parece una fortaleza -señaló Casiopea-. Ésta bien podría haber sido la última línea de defensa de la abadía.

Malone había estado pensando lo mismo.

– Pero hay un problema. -Hizo un gesto hacia la penumbra que los rodeaba-. No hay ninguna salida.

Algo más captó su atención. Se acercó y se concentró en la pared, la mayor parte de la cual se alzaba en las sombras. Se estiró para ver mejor.

– Me iría bien una de esas linternas.

Los demás se aproximaron.

A una altura de tres metros distinguió los débiles restos de unas letras toscamente grabadas en la piedra gris.

– «P», «R», «N», «V», «R» -preguntó.

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