Recordó lo que Mark había dicho en la iglesia, y no pudo dejar de preguntarse:¿Iban hacia la tumba o sal ían de ella?
Movió negativamente la cabeza.
¿Qué demonios estaba sucediendo?
5:30 pm
De Roquefort encontró el yacimiento arqueológico de Givors, que estaba claramente señalado en el mapa Michelin, y se acercó con cierta precaución. No quería anunciar su presencia. Aunque Malone y compañía no estuvieran allí, Casiopea Vitt le conocía. De manera que al llegar ordenó al conductor que cruzara lentamente a través de un campo cubierto de hierba que servía de aparcamiento, hasta encontrar el Peugeot del modelo y el color que recordaba, con una etiqueta adhesiva en el parabrisas indicando que era de alquiler.
– Están aquí -dijo-. Aparca.
El conductor hizo lo que le mandaban.
– Iré a explorar -les dijo a los otros dos hermanos y a Claridon-. Esperad aquí y manteneos fuera de la vista.
Bajó del coche. Era a última hora de la tarde, y el disco color sangre de sol veraniego iba desapareciendo gradualmente por encima de las paredes de arenisca que los rodeaban. Hizo una profunda inspiración y saboreó el fresco y tenue aire, que le recordaba la abadía. Evidentemente habían ganado altitud.
Un rápido examen visual le permitió descubrir un sendero bordeado de árboles sumido en largas sombras, y decidió que aquella dirección parecía la mejor, pero permaneció fuera del sendero, caminando entre los altos árboles, sobre un tapiz de flores y brezo que alfombraba el suelo color violeta. La tierra de los alrededores había sido antaño propiedad templaria. Una de las mayores encomiendas de los Pirineos había ocupado la cima de un cercano promontorio. De hecho era un arsenal, uno de los diversos lugares donde los hermanos trabajaban día y noche elaborando las armas de la orden. Conocía aquella gran destreza que había conseguido unir madera, cuero y metal para crear unos escudos que no se podían hender fácilmente. Pero la espada había sido el verdadero amigo del hermano caballero. Los barones con frecuencia amaban a sus espadas más que a sus esposas, y trataban de conservar la misma durante toda la vida. Los hermanos albergaban una pasión similar, que la regla alentaba. Si se esperaba de un hombre que ofrendara su vida, lo menos que podía hacerse era dejarle llevar el arma de su elección. Las espadas templarias, sin embargo, no eran como las de los barones. Nada de empuñaduras adornadas con oro, o engastadas con perlas. Nada de pomos de cristal que contuvieran reliquias. Los hermanos caballeros no necesitaban de tales talismanes, ya que su fuerza procedía de su devoción a Dios y la obediencia de la regla. Su compañero había sido su caballo, siempre un animal rápido e inteligente. A cada caballero se le asignaban tres monturas, que eran alimentadas, almohazadas y ataviadas a diario. Los caballos fueron uno de los recursos por los que la orden prosperó, y los purasangres, los palafrenes y especialmente los corceles respondían al afecto de los hermanos caballeros con una incomparable lealtad. Había leído la historia de un hermano que regresó al hogar desde una de las Cruzadas y no fue abrazado por su padre, pero sí fue instantáneamente reconocido por su fiel semental.
Y los caballos eran siempre sementales.
Montar una yegua era impensable. ¿Qué era lo que había dicho un caballero? «La mujer con la mujer.»
Siguió andando. El olor a moho y humedad de las ramitas caídas estimuló su imaginación, y casi le pareció oír los pesados cascos que antaño habían aplastado los tiernos musgos y flores. Trató de oír algún sonido, pero interfería el chasquido de los grillos. Estaba atento a la vigilancia electrónica, pero hasta el momento no había percibido ninguna señal. Continuó su camino a través de los altos pinos, separándose del sendero, adentrándose en el bosque. Sentía calor en la piel, y el sudor le goteaba de la frente. Allá arriba, el viento gemía entre las grietas de las rocas.
Monjes guerreros, en eso se convirtieron los hermanos.
Le gustaba aquel término.
El propio San Bernardo de Clairvaux justificaba toda la existencia de los templarios glorificando la matanza de los infieles. «Ni el dar la muerte ni el morir, cuando se hace por el amor de Cristo, contiene nada criminal, sino más bien merece gloriosa recompensa. El soldado de Cristo mata con seguridad y muere de la forma más segura. No lleva la espada sin motivo. Es el instrumento de Dios para el castigo de los malvados y para la defensa de los justos. Cuando mata a malvados, no es un homicida, sino un malicida, y se le considera un ejecutor legal de Cristo.»
Se sabía bien esas palabras. Se enseñaban a todos los novicios. Las había repetido en su mente mientras veía morir a Lars Nelle, Ernest Scoville y Peter Hansen. Todos eran herejes. Hombres que se interponían en el camino de la orden. Ahora había algunos nombres más que añadir a esa lista. Los de los hombres y mujeres que ocupaban el ch âteau que aparecía ente él, más allá de los árboles, en una resguardada hondonada entre una sucesión de riscos rocosos.
Había sabido cosas del ch âteau gracias a la información que había ordenado reunir antes de salir de la abadía. Antaño residencia real en el siglo xvi, una de las múltiples casas de Catalina de Médicis, había escapado a la destrucción durante la Revolución gracias a su aislamiento. De manera que seguía siendo un monumento al Renacimiento, una pintoresca masa de torretas, agujas y tejados perpendiculares. Casiopea Vitt era evidentemente una mujer adinerada. Mansiones como ésta requerían grandes sumas de dinero para comprarlas y mantenerlas, y él dudaba de que ella realizara visitas guiadas aquí como una forma de complementar sus ingresos. No, ésta era la residencia privada de un alma reservada, un alma que por tres veces había interferido en su aventura. Un alma que debía ser vigilada.
Pero él también necesitaba los dos libros que Mark Nelle poseía.
De modo que ni hablar de actos precipitados.
El día estaba cayendo rápidamente, y profundas sombras empezaban ya a engullir el ch âteau. Su mente barajaba todas las posibilidades.
Tenía que estar seguro de que estaban todos dentro. Su actual posición estaba demasiado cerca. Pero descubrió un pequeño grupo de hayas a unos doscientos metros de distancia que proporcionaría una vista despejada de la puerta principal.
Tenía que suponer que esperaban su llegada. Después de lo que había pasado en la casa de Lars Nelle, seguramente sabían que Claridon estaba trabajando para él. Pero quizás no suponían que fuera a llegar tan pronto. Lo cual era estupendo. Necesitaba regresar a la abadía. Lo estaban esperando. Se había convocado un consejo que exigía su presencia.
Decidió dejar a los dos hermanos en el coche para que vigilaran. Eso sería suficiente por ahora.
Pero volvería.
8:00 pm
Stephanie no podía recordar la última vez que ella y Mark se habían sentado a hablar. Quizás desde que él era un adolescente. Así de profunda era la sima que se interponía entre ellos.
Ahora se habían retirado a una sala en lo alto de una de las torres del ch âteau. Antes de sentarse, Mark había abierto cuatro ventanas, permitiendo que el penetrante aire del atardecer los refrescara.
– Lo creas o no, pienso en ti y en tu padre cada día. Amaba a tu padre. Pero en cuanto se tropezó con la historia de Rennes, su atención se desvió completamente. Este asunto se convirtió en su obsesión. Y en aquella época, eso me ofendió.
– Eso puedo comprenderlo. De veras. Lo que no entiendo es por qué le obligaste a elegir entre tú y lo que él consideraba importante.
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