Steve Berry - Los caballeros de Salomón

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La poderosa orden medieval de los templarios poseía un conocimiento secreto que amenazaba los cimientos de la Iglesia y cuya revelación podría haber cambiado el rumbo de la Historia. Condenador por herejía, fueron aniquilados en el siglo XIV, y los rastros de su colosal saber se perdieron en el abismo de la Historia. Hasta hoy. Cotton Malone, un ex agente secreto del gobierno americano, se ve envuelto en una persecución a contrarreloj por descifrar ese enigma que los templarios codificaron. Su búsqueda pone al descubierto una peligrosa conspiración religiosa capaz de cambiar el destino de la humanidad y poner en entredicho la veracidad de los Santos Evangelios.

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– Eso siempre ayuda -comentó Malone.

– De Molay también sabía algo sobre Clemente V. Antes de su elección como papa, Clemente se encontró con Felipe IV. El rey tenía el poder de entregar el papado a quien deseara. Antes de dárselo a Clemente, impuso seis condiciones. La mayor parte tenía que ver con que Felipe pudiera hacer lo que le viniera en gana, pero la sexta se refería a los templarios. Felipe quería que la orden se disolviera, y Clemente accedió.

– Un tema interesante -dijo Stephanie-, pero lo que parece más importante, de momento, es lo que el abate Bigou sabía. Él es el hombre que realmente encargó la lápida sepulcral de Marie. ¿Habría tenido noticia de una posible relación entre el secreto de la familia de Blanchefort y los templarios?

– Sin la menor duda -dijo Thorvaldsen-. A Bigou le informó del secreto familiar la propia Marie d’Hautpoul de Blanchefort. El marido de ésta era un descendiente directo de Gilbert de Blanchefort. Una vez que la orden fue suprimida y los templarios empezaron a arder en la hoguera, Gilbert de Blanchefort no le habría contado a nadie el lugar donde estaba escondido el Gran Legado. De manera que ese secreto familiar tenía que estar relacionado con los templarios. ¿Qué otra cosa podía ser?

Mark asintió.

– Las Crónicas hablan de carros cubiertos de heno moviéndose por la campiña francesa, todos en dirección sur, camino de los Pirineos, escoltados por hombres armados disfrazados de campesinos. Todos menos tres consiguieron realizar el viaje sin incidentes. Por desgracia, no aparece mención alguna de su destino final. Sólo una pista en todas las Crónicas: «¿Cuál es el mejor lugar para esconder un guijarro?»

– En medio de un montón de piedras -dijo Malone.

– Eso es lo que el maestre dijo también -corroboró Mark-. Para la mentalidad del siglo xiv, la ubicación más evidente era la más segura.

Malone contempló nuevamente la reproducción de la lápida sepulcral.

– De modo que Bigou hizo grabar esta lápida, que, en código, dice que oculta los secretos de Dios, pero se tomó la molestia de colocarla a la vista de todo el mundo. ¿Con qué objeto?¿Qué estamos pasando por alto?

Mark metió la mano en su mochila y sacó otro volumen.

– Éste es un informe del mariscal de la orden escrito en 1897. El hombre estaba investigando a Saunière y tropezó con otro cura, el abate Gélis, de un pueblo cercano, que encontró un criptograma en su iglesia.

– Como Saunière -dijo Stephanie.

– Correcto. Gélis descifró el criptograma y quiso que el obispo tuviera conocimiento de lo que había descubierto. El mariscal se hizo pasar por representante del obispo y copió el rompecabezas, pero se guardó la solución para sí.

Mark les mostró el criptograma, y Malone estudió las líneas de letras y símbolos.

– ¿Alguna especie de clave numérica?

Mark asintió.

– Es imposible hacerlo sin la clave. Hay miles de millones de combinaciones posibles.

– Había uno de éstos en el diario de tu padre también -dijo Malone.

– Lo sé. Papá lo encontró en un manuscrito no publicado de Noël Corbu.

– Claridon nos habló de eso.

– Lo cual quiere decir que De Roquefort la tiene -dijo Stephanie-. Pero ¿No forma parte de la ficción del diario de Lars?

– Cualquier cosa que Corbu tocó debe ser visto con sospecha -dijo Thorvaldsen-. Embelleció la historia de Saunière para promocionar su maldito hotel.

– Pero está el manuscrito que él escribió -dijo Mark-. Papa siempre creyó que contenía la verdad. Corbu fue muy amigo de la amante de Saunière hasta que ella murió en 1953. Muchos creían que le había contado cosas. Por eso Corbu nunca publicó el manuscrito. Contradecía su versión novelizada de la historia.

– Pero seguramente el criptograma del diario es falso, ¿no? -dijo Thorvaldsen-. Eso habría sido exactamente lo que De Roquefort hubiera querido del diario.

– No podemos hacer más que esperar -dijo Malone, mientras descubría una reproducción de Leyendo las reglas de la caridad sobre la mesa.

Levantó la reproducción, del tamaño de una carta, y estudió lo escrito debajo del hombrecillo, con hábito de monje, subido a un taburete que se llevaba el dedo a los labios, indicando silencio:

ACABOCE A°

de 1681

Algo no cuadraba, e instantáneamente comparó la imagen con la litografía.

Las fechas eran diferentes.

– Me he pasado la mañana aprendiendo cosas sobre ese cuadro -informó Casiopea-. Descubrí esa imagen en internet. El cuadro fue destruido por el fuego a finales de los años cincuenta, pero, antes de eso, la tela había sido limpiada y preparada para su exhibición. Durante el proceso de restauración se descubrió que 1687 era realmente 1681. Pero, por supuesto, la litografía fue realizada en una época en que la fecha estaba oculta.

Stephanie hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Esto es un rompecabezas sin respuesta. Todo cambia a cada minuto.

– Están haciendo ustedes justamente lo que el maestre quería -dijo Geoffrey.

Todos le miraron.

– Dijo que en cuanto se asociaran ustedes, todo se revelaría.

Malone estaba confuso.

– Pero tu maestre nos advirtió específicamente de que tuviéramos cuidado con el ingeniero.

Geoffrey señaló a Casiopea.

– Quizás deberían ustedes tener cuidado con ella.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Thorvaldsen.

– Su raza luchó contra los templarios durante dos siglos.

– De hecho, los musulmanes derrotaron a los hermanos y los echaron de Tierra Santa -declaró Casiopea-. Y los musulmanes andalusíes mantuvieron a raya a la orden en España, cuando los templarios trataron de extender su esfera de influencia hacia el sur, más allá de los Pirineos. De manera que su maestre tenía razón. Cuidado con el ingeniero.

– ¿Qué haría usted si encontrara el Gran Legado? -le preguntó Geoffrey a Casiopea.

– Depende de lo que se encuentre.

– ¿Por qué importa eso? El Legado no es suyo, sea lo que sea.

– Es usted muy atrevido para ser un simple hermano de la orden.

– Aquí hay mucho en juego, y lo menos importante es su propósito de demostrar que el cristianismo es una mentira.

– No recuerdo haber dicho mi propósito.

– El maestre lo sabía.

La cara de Casiopea se puso tensa… La primera vez que Malone veía un síntoma de agitación en su expresión.

– Su maestre no sabía nada de mis motivos.

– Y manteniéndolos ocultos -replicó Geoffrey-, no hace usted otra cosa que confirmar sus sospechas.

Casiopea se enfrentó a Henrik.

– Este joven podría ser un problema.

– Fue enviado por el maestre -dijo Thorvaldsen-. No deberíamos cuestionarlo.

– Él nos traerá problemas -declaró Casiopea.

– Tal vez -repuso Mark-. Pero forma parte de esto, así que acostúmbrese a su presencia.

Ella se quedó tranquila y serena.

– ¿Confía usted en él?

– No importa -dijo Mark-. Henrik tiene razón. El maestre confiaba en él, y eso es lo que cuenta. Aunque el buen hermano pueda ser irritante.

Casiopea no insistió en el tema, pero en sus cejas estaba escrita la sombra de un motín. Y Malone no estaba necesariamente en desacuerdo con su impulso.

Dirigió de nuevo su atención a la mesa y contempló fijamente las fotografías tomadas en la iglesia de María Magdalena. Observó el jardín con la estatua de la Virgen y las palabras misión 1891 y penitencia, penitencia grabadas en la cara de la invertida columna visigoda. Repasó las fotos en primer plano de las estaciones del Vía Crucis, deteniéndose un momento en la estación n.° 10, en la que un soldado romano se estaba jugando la túnica de Cristo, los números, tres, cuatro y cinco visibles en las caras de los dados. Luego hizo una pausa en la estación 14, que mostraba el cuerpo de Cristo trasladado al amparo de la oscuridad por dos hombres.

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