Eso le preocupó.
Les estaban conduciendo como ovejas.
Pero ¿Adónde?
Se metió por el callejón, pasó por delante de los quioscos de recuerdos y torció a la derecha para entrar en la ru e principal, dejando que el coche se deslizara cuesta abajo hacia la puerta de la villa.
Una vez pasado el restaurante, la multitud se dispersó y la calle se despejó.
Allá delante, divisó a De Roquefort, de pie, en medio de la calle, bloqueando la puerta.
– Tiene intención de desafiarle -dijo Mark desde el asiento trasero.
– Bien, porque podemos jugar a ver quién se acobarda antes.
Suavemente descansó el pie encima del acelerador.
Sesenta metros y acercándose.
De Roquefort seguía clavado.
Malone no veía ningún arma. Aparentemente el maestre había llegado a la conclusión de que sólo su presencia sería suficiente para detenerles. Más allá, Malone veía que la carretera estaba limpia, pero había una brusca curva inmediatamente después de la puerta, y confió en que nadie decidiera tomarla por el otro lado durante los próximos segundos.
Apretó el pie.
Los neumáticos se agarraron al pavimento, y, con una sacudida, el coche salió disparado.
Treinta metros.
– Piensa matarle -dijo Stephanie.
– Si tengo que hacerlo…
Quince metros.
Malone mantuvo fijo el volante y miró directamente a De Roquefort mientras la forma del hombre se iba agrandando en el parabrisas. Se preparó para el impacto del cuerpo, y apeló a toda su fuerza de voluntad para no aflojar las manos sobre el volante.
Una forma apresurada saltó desde la derecha y empujó a De Roquefort fuera de la trayectoria del coche.
Pasaron rugiendo a través de la puerta.
De Roquefort comprendió lo que acababa de suceder y no se sintió feliz. Estaba totalmente preparado para desafiar a su adversario, listo para lo que pudiera venir, y le ofendía la intrusión.
Entonces vio quién le había salvado.
Royce Claridon.
– El coche le habría matado -dijo Claridon.
Apartó el hombre de su lado, y se puso de pie.
– Eso está por ver.
Luego preguntó lo que realmente quería saber:
– ¿Se enteró de algo?
– Descubrieron mi treta y me vi obligado a pedir ayuda.
De Roquefort resoplaba de cólera. De nuevo, nada había salido bien. Una idea agradable, sin embargo, cruzó por su cabeza.
El coche en que se habían marchado. El vehículo de alquiler de Malone.
Seguía equipado con un chivato electrónico.
Al menos sabría exactamente adonde se dirigían.
Malone condujo tan deprisa como se atrevió por la serpenteante pendiente. Luego torció al oeste por la carretera nacional y ochocientos metros después giró hacia el sur, en dirección a los Pirineos.
– ¿Adónde vamos? -le preguntó Stephanie.
– A ver a Casiopea Vitt. Iba a ir solo, pero creo que ya es hora de que todos nos conozcamos. -Necesitaba algo para distraerse-. Háblame de ella -le dijo a Mark.
– No sé gran cosa. Me enteré de que su padre era un rico contratista español, y su madre una musulmana de Tanzania. Es brillante. Licenciada en historia, arte y religión. Y es rica. Heredó montones de dinero y aún ha ganado más. Ella y papá discutieron muchas veces.
– ¿Sobre qué? -quiso saber Malone.
– Demostrar que Cristo no murió en la cruz es su misión. Hace doce años, el fanatismo religioso estaba considerado de manera muy diferente. La gente no estaba tan preocupada por los talibanes o Al Qaeda. Entonces, Israel era la zona conflictiva y Casiopea estaba furiosa porque los musulmanes eran pintados siempre como extremistas. Aborrecía la arrogancia del cristianismo y la actitud presuntuosa de los judíos. Su búsqueda era la búsqueda de la verdad, diría papá. Quería desmontar el mito y ver exactamente cuán parecidos fueron realmente Cristo y Mahoma. Base común… intereses comunes. Ese tipo de cosas.
– ¿No es exactamente lo mismo que tu padre quería hacer?
– Es lo que yo solía decirle.
Malone sonrió.
– ¿Cuánto falta para llegar a su ch âteau ?
– Menos de una hora. Dentro de unos kilómetros, hemos de torcer al oeste.
Malone echó una mirada por los espejos retrovisores. Todavía no les seguía nadie. Bien. Redujo la velocidad cuando entraban en una población llamada St. Loup. Como era domingo, todo estaba cerrado excepto una gasolinera y un pequeño súper justo al sur. Salió de la carretera y se detuvo.
– Esperen aquí -dijo mientras bajaba del vehículo-. Tengo que ocuparme de algo.
Malone abandonó la carretera y condujo el coche por un sendero de gravilla que se internaba en el espeso bosque. Un rótulo indicaba que givors -una aventura medieval en el mundo moderno- se encontraba unos ochocientos metros más adelante. El viaje desde Rennes había durado menos de cincuenta minutos. La mayor parte del tiempo se habían dirigido hacia el oeste, pasando por delante de la fortaleza en ruinas de los cátaros de Montségur, enfilando luego hacia el sur en dirección a las montañas donde empinadas laderas resguardaban valles fluviales y altos árboles.
La avenida, de la amplitud de dos coches, estaba bien conservada y cubierta de frondosas hayas que proyectaban una ensoñadora quietud bajo sus alargadas sombras. La entrada se abría a un claro cubierto de hierba corta. El campo estaba atestado de coches. Esbeltas columnas de pinos y abetos bordeaban el perímetro. Se detuvo y todos bajaron. Un rótulo en francés e inglés anunciaba el lugar:
yacimiento arqueológico de givors.
bienvenidos al pasado. aquí, en givors, un lugar ocupado
por primera vez por luis ix, se está construyendo un castillo
utilizando los únicos materiales y técnicas de que disponían
los artesanos del siglo xiii.
una torre construida con mampostería era el verdadero
símbolo del poder de un señor, y el castillo de givors estaba
diseñado como una fortaleza militar de gruesos muros
y muchas torres esquineras.
los alrededores proporcionaban abundancia de agua, piedra
tierra, arena y madera, que era todo lo que se necesitaba
para su construcción.
canteros, talladores, albañiles, carpinteros, herreros
y alfareros están actualmente trabajando, viviendo y vistiendo
exactamente como lo hubieran hecho hace setecientos años.
el proyecto tiene financiación privada, y se ha calculado
que harán falta treinta años para terminar el castillo.
disfrute de este rato en el siglo xiii.
– ¿Casiopea Vitt lo financia todo ella sola? -preguntó Malone.
– La historia medieval es una de sus pasiones -dijo Mark-. La conocen bien en la Universidad de Toulouse.
Malone había decidido que lo mejor sería la aproximación directa. Seguramente Vitt ya contaba con que acabarían por localizarla.
– ¿Dónde vive?
Mark señaló hacia el oeste, donde las ramas de robles y olmos, cerradas como un claustro, daban sombra a otro callejón.
– El ch âteau es por ahí.
– ¿Estos coches son para los visitantes? -preguntó.
Mark asintió con la cabeza.
– Hacen el recorrido de las obras para generar ingresos. Yo cogí uno una vez, hace años, inmediatamente después de que empezara la construcción. Es impresionante lo que están haciendo.
Se dirigió hacia el camino que llevaba al ch âteau.
– Vayamos a saludar a nuestra anfitriona.
Anduvieron en silencio. A lo lejos, en el lado escarpado de una empinada ladera, descubrió la triste ruina de una torre de piedra, sus restos amarillentos por el musgo. El seco aire era cálido y quieto. Brezo púrpura, retama y flores silvestres alfombraban las pendientes a ambos lados del camino. Malone se imaginó el choque de las armas y los gritos de batalla que siglos atrás habrían retumbado por el valle cuando los hombres luchaban por su dominio. Sobre sus cabezas, pasó gritando estrepitosamente una bandada de cuervos.
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