– De manera que De Roquefort necesita encontrarla -dejó claro Stephanie-. Igual que nosotros.
– Parece, madame, que uno de los libros que Mark cogió del archivo de la orden también contiene un criptograma. De Roquefort quiere recuperar ese libro.
– ¿Eso forma parte también de lo que usted oyó por casualidad?
Claridon asintió.
– Oui. Me creían dormido, pero estaba escuchando. Un mariscal, de la época de Saunière, descubrió el criptograma y lo reprodujo en el libro.
– No tenemos ningún libro -dijo Geoffrey.
– ¿Qué quiere usted decir?
El asombro se reflejaba en el rostro del hombrecillo.
– No tenemos ningún libro. Salimos de la abadía con mucha precipitación y no nos llevamos nada.
Claridon se puso de pie.
– Es usted un mentiroso.
– Atrevidas palabras. ¿Puede demostrar esa alegación?
– Es usted un hombre de la orden. Un guerrero de Cristo. Un templario. Su juramento debería bastar para impedirle mentir.
– ¿Y qué se lo impide a usted? -preguntó Geoffrey.
– Yo no miento. He pasado por una prueba muy dura. Me escondí en un asilo durante cinco años para evitar caer prisionero de los templarios. ¿Sabe usted lo que planeaban hacerme? Cubrirme los pies de grasa y ponerlos luego delante de un brasero al rojo vivo. Cocerme la piel hasta el hueso.
– No tenemos ningún libro. De Roquefort está persiguiendo una sombra.
– Pero eso no es así. Dos hombres recibieron disparos durante su fuga, y ambos dijeron que Mark llevaba una mochila.
Stephanie se animó ante aquella información.
– ¿Y cómo habrá sabido usted eso? -preguntó Geoffrey.
De Roquefort entró en la iglesia seguido del hermano que acababa de registrar su interior. Avanzó por el pasillo central y penetró en la sacristía. Tenía que conceder crédito a Mark Nelle. Pocos eran los que conocían la sala secreta de la iglesia. No formaba parte de las visitas, y sólo los muy estudiosos de Rennes podrían tener algún indicio de que existía dicho espacio oculto. Con frecuencia había pensado que los encargados del complejo no explotaban ese añadido de Saunière a la arquitectura de la iglesia -las habitaciones secretas siempre aumentan cualquier misterio-, pero había un montón de cosas sobre la iglesia, la ciudad y la historia que se resistían a toda explicación.
– Cuando viniste aquí antes, ¿estaba abierta la puerta de esta habitación?
El hermano negó con la cabeza y murmuró:
– Estaba cerrada, maestre.
Éste cerró suavemente la puerta.
– No permitas que entre nadie.
Se acercó al aparador y guardó su arma. Nunca había visto realmente la cámara secreta que había más allá, pero había leído suficientes relatos de anteriores mariscales que habían investigado Rennes para saber que existía una sala oculta. Si recordaba correctamente, el mecanismo se encontraba en la esquina derecha superior de la alacena.
Alargó la mano y localizó una palanca de metal.
Sabía que en cuanto tirara de ella, los dos hombres del otro lado serían alertados, y tenía que suponer que iban armados. Malone ciertamente podía arreglarse solo, y Mark Nelle había demostrado ya que no era un hombre al que se pudiera subestimar.
– Prepárate -dijo.
El hermano sacó una automática de cañón corto y apuntó hacia la alacena. De Roquefort tiró del pomo y rápidamente se echó hacia atrás, apuntando con el arma, esperando ver qué sucedía a continuación.
La alacena se abrió unos dedos y luego se detuvo.
Él permanecía en el borde derecho más alejado y, con el pie, hizo girar la puerta para abrirla totalmente.
La cámara estaba vacía.
Malone se encontraba junto a Mark dentro del confesionario. Habían esperado dentro de la habitación oculta durante un par de minutos, observando la sacristía a través de una diminuta mirilla estratégicamente colocada en la alacena. Mark había visto que uno de los hermanos entraba en la sacristía, contemplaba la habitación vacía y se marchaba. Esperaron unos segundos más, y luego salieron, observando desde la puerta cómo el hermano salía de la iglesia. No viendo a más hermanos dentro, rápidamente se precipitaron al confesionario y se ocultaron en él, justo cuando De Roquefort y el hermano regresaban.
Mark había supuesto que De Roquefort tendría conocimiento de la cámara secreta, pero que no compartiría dicho conocimiento con nadie si no era absolutamente necesario. Cuando descubrieron a De Roquefort esperando fuera, y enviando a otro hermano a investigar, se demoraron sólo un par de minutos, el tiempo suficiente para cambiar de situación, ya que en cuanto el explorador regresara e informara de que no aparecían por ninguna parte, De Roquefort inmediatamente sospecharía dónde se ocultaban. A fin de cuentas, sólo había una manera de entrar y salir de la iglesia.
– Conoce a tu enemigo y conócete a ti mismo -susurró Mark cuando De Roquefort y su secuaz entraban en la sacristía.
Malone sonrió.
– Sun Tzu era un hombre sabio.
La puerta de la sacristía se cerró.
– Esperemos unos segundos y saldremos de aquí -dijo Mark.
– Podría haber más hombres fuera.
– Estoy seguro de que los hay. Pero nos arriesgaremos. Tengo nueve balas.
– No empecemos un tiroteo, a menos que no quede más remedio.
La puerta de la sacristía permanecía cerrada.
– Tenemos que salir -dijo Malone.
Salieron del confesionario, torcieron a la derecha y se dirigieron a la puerta.
Stephanie se puso lentamente de pie, se acercó a Geoffrey y con calma cogió el arma que sostenía el joven. Luego se dio la vuelta, la amartilló y se precipitó hacia delante, aplicando el cañón a la cabeza de Claridon.
– Tú, asquerosa escoria. Estás con ellos.
Los ojos de Claridon se abrieron de par en par.
– No, madame. Le aseguro que no.
– Ábrele la camisa -dijo ella.
Geoffrey le arrancó los botones, dejando al descubierto un micrófono sujeto con cinta adhesiva al estrecho pecho.
– Vamos. Rápido. Necesito ayuda -gritó Claridon.
Geoffrey lanzó su puño contra la mandíbula de Claridon y envió al malévolo individuo al suelo. Stephanie se dio la vuelta, pistola en mano, y descubrió por la ventana a un cabello corto que corría hacia la puerta de la casa.
Una patada y la puerta se abrió de par en par.
Geoffrey estaba preparado.
Se situó a la izquierda de la entrada y, cuando el hombre penetraba, Geoffrey le hizo dar la vuelta. Stephanie vio un arma en la mano del individuo, pero Geoffrey con destreza mantuvo el cañón apuntando al suelo, giró sobre sus talones y proyectó al hombre contra la pared de una patada. Sin darle tiempo a reaccionar, le soltó otro puntapié en el abdomen que provocó un gañido. Cuando el hombre se desplomó hacia delante, la respiración le había abandonado, y Geoffrey lo hizo caer al suelo de un golpe en la columna vertebral.
– ¿Os enseñan eso en la abadía? -preguntó ella, impresionada.
– Eso y más.
– Salgamos de aquí.
– Aguarde un segundo.
Geoffrey se precipitó desde la cocina otra vez al dormitorio y regresó con la mochila de Mark.
– Claridon tenía razón. Tenemos los libros, y no podemos marcharnos sin ellos.
Stephanie descubrió un auricular en la oreja del hombre que Geoffrey había derribado.
Éste debía de estar escuchando a Claridon, y seguramente se hallaba en comunicación con los otros.
– De Roquefort está aquí -dijo Geoffrey.
Ella agarró el teléfono móvil del mármol de la cocina.
– Tenemos que encontrar a Mark y a Cotton.
Geoffrey se acercó a la abierta puerta de la casa y cuidadosamente atisbo en ambas direcciones.
– Supuse que habría más hermanos por aquí a estas alturas.
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