Ahora el informe del mariscal había desaparecido. Lo que quizás no resultaba tan malo, ya que poseía el diario de Lars Nelle, que contenía el criptograma de Saunière. Sin embargo, ¿era, tal como informaba el mariscal, el mismo que el de Gélis? No había forma de saberlo sin el informe del mariscal, que sin duda había sido sacado de los archivos por alguna razón.
Cinco minutos antes, mientras escuchaba gracias a un micrófono pegado a una ventana lateral cómo Stephanie Nelle y el hermano Geoffrey establecían un vínculo, se había enterado de que Mark Nelle y Cotton Malone iban camino de la iglesia. Stephanie Nelle había incluso llorado después de leer las palabras del antiguo maestre. Cuán conmovedor. El maestre había evidentemente planificado las cosas con anticipación, y todo este asunto se estaba rápidamente escapando de control. Necesitaba dar un tirón a las riendas y reducir la velocidad. De modo que mientras Royce Claridon trataba con los ocupantes de la casa de Lars Nelle, él iba a encargarse de los otros dos.
El chivato electrónico fijado al coche de alquiler de Malone había revelado que éste y Stephanie Nelle regresaron a Rennes desde Aviñón de madrugada. Mark Nelle debía de haber ido directamente allí desde la abadía, lo cual no resultaba sorprendente.
Después de lo ocurrido la noche anterior en el puente, De Roquefort pensó que Malone y Stephanie Nelle ya no eran importantes, por lo que sus hombres habían recibido la orden de limitarse a reducirlos. Matar a una alta funcionaria de Estados Unidos y a un ex agente norteamericano seguramente llamaría la atención. Había viajado a Aviñón para descubrir qué secreto guardaban los archivos del palacio, y para capturar a Claridon, no para despertar el interés de la inteligencia norteamericana. Había realizado los tres objetivos y conseguido además de premio el diario de Lars Nelle. Considerándolo todo, no era una mala noche de trabajo. Se había sentido incluso dispuesto a dejar marchar a Mark Nelle y a Geoffrey, ya que, lejos de la abadía, constituían una amenaza mucho menor. Pero tras enterarse de que faltaban esos dos libros, su estrategia había cambiado.
– Estamos en posición -dijo una voz en su oído.
– Quedaos quietos hasta que os diga -susurró por el micrófono de solapa.
Había traído a seis hermanos, que ahora estaban repartidos por el pueblo, mezclándose con la creciente multitud dominguera. El día era brillante, soleado y, como siempre, ventoso. Mientras que los valles del río Aude eran cálidos y tranquilos, las cumbres que los rodeaban estaban perpetuamente azotadas por vientos.
Subió a grandes zancadas por la ru e principal hacia la iglesia de María Magdalena, sin hacer el menor esfuerzo por ocultar su presencia.
Quería que Mark Nelle supiera que estaba allí.
Mark se encontraba de pie ante la tumba de su padre. El monumento se hallaba en buenas condiciones, como lo estaban todas las tumbas, ya que el cementerio ahora parecía una parte integrante de la creciente industria turística de la ciudad.
Durante los primeros seis años después de la muerte de su padre, había atendido personalmente la tumba, visitándola casi cada fin de semana. También había cuidado de la casa. Su padre había sido popular entre los residentes de Rennes, pues trataba al pueblo con bondad y a la memoria de Saunière con respeto. Ésa era, tal vez, una razón por la que su padre había incluido tanta ficción sobre Rennes en sus libros. El misterio embellecido era una máquina de hacer dinero para toda la región, y los escritores que desmentían esa dimensión mística no eran apreciados. Como se sabía muy poco con seguridad sobre cualquier aspecto de la leyenda, quedaba mucho margen para la improvisación. También contribuía el hecho de que su padre era considerado como el hombre que había despertado la atención del mundo sobre la historia, aunque Mark sabía que un relativamente desconocido libro francés de Gérard de Sede, Le Tr ésor Maudit, publicado a finales de los sesenta, fue lo primero que despertó la curiosidad de su padre. Siempre había pensado que el título - El tesoro maldito - era adecuado, especialmente después de que su padre muriera repentinamente. Mark era un adolescente cuando leyó por primera vez el libro de su padre, pero fue años más tarde, cuando se encontraba en el curso de posgrado, afinando su conocimiento de la historia medieval y la filosofía religiosa, cuando su padre le habló de lo que estaba realmente en juego.
– El núcleo del cristianismo es la resurrección de la carne. Es el cumplimiento de la promesa del Viejo Testamento. Si los cristianos no han de resucitar algún día, entonces su fe es inútil. La no resurrección significa que los Evangelios son todos una mentira (la fe cristiana es solamente para esta vida), no hay nada más después. Es la resurrección lo que hace que todo lo realizado por Cristo valga la pena. Hay otras religiones que predican acerca del paraíso y la vida futura. Pero sólo el cristianismo ofrece un Dios que se convierte en hombre, muere por sus seguidores y después resucita de entre los muertos para gobernar eternamente. Piensa en ello -le había dicho su padre-. Los cristianos pueden tener un montón de creencias diferentes sobre muchos temas. Pero todos están de acuerdo en la resurrección. Es su universo constante. Jesús se alzó de entre los muertos sólo por ellos. La muerte fue conquistada sólo por ellos. Cristo está vivo y trabajando por su redención. El reino de los cielos los está esperando cuando ellos también se levanten de entre los muertos para vivir eternamente con el Señor. Así pues, hay un significado en cada tragedia humana, ya que la resurrección da esperanzas de un futuro.
Luego su padre hizo la pregunta que había flotado en su memoria desde entonces.
– ¿Y si eso no llegó a suceder?¿Y si Cristo simplemente murió, polvo al polvo?
Realmente, ¿y si?
– Piensa en todos los millones que fueron sacrificados en el nombre de Cristo. Durante la Cruzada Albigense solamente, quince mil hombres, mujeres y niños fueron quemados en la hoguera simplemente por negar las enseñanzas de la crucifixión. La Inquisición mató a millares más. Las Cruzadas a Tierra Santa costaron cientos de miles de vidas. Y todo por el supuestamente resucitado Cristo. Los papas, durante siglos, han utilizado el sacrificio de Cristo como una manera de motivar a los guerreros. Si la resurrección no ocurrió jamás, y por tanto no hay ninguna promesa de vida futura, ¿cuántos de aquellos hombres crees que se hubieran enfrentado a la muerte?
La respuesta era sencilla. Ni uno solo.
¿Y si la resurrecci ón no hubiera ocurrido nunca?
Mark acababa de pasar cinco años buscando una respuesta a esa pregunta dentro de una orden que el mundo consideraba erradicada setecientos años antes. Sin embargo, había salido tan confuso como la primera vez que fue llevado a la abadía. ¿Qué se había ganado?
Y más importante aún, ¿qué se había perdido?
Se sacudió la confusión de la mente y volvió a concentrarse en la lápida de su padre. Él mismo había encargado la losa y contemplado cómo era colocada en su lugar una triste tarde de mayo. El cuerpo de su padre había sido encontrado una semana antes, colgando de un puente, a una media hora hacia el sur de Rennes. Mark estaba en casa, en Toulouse, cuando se produjo la llamada de la policía. Recordaba el rostro de su padre cuando identificó el cuerpo… la cenicienta piel, la abierta boca, los ojos sin vida. Una imagen grotesca que temía que jamás le abandonaría.
Su madre había regresado a Georgia poco después del funeral. Habían hablado poco entre ellos durante los tres días que ella estuvo en Francia. Él tenía veintisiete años, y acababa de empezar en la Universidad de Toulouse como profesor adjunto, no muy preparado para la vida. Pero se preguntaba ahora, once años más tarde, si estaba ya preparado. El día anterior hubiera matado a Raymond de Roquefort. ¿Qué había pasado con todo lo que le habían enseñado?¿Dónde estaba la disciplina que creía haber adquirido? Los fallos de De Roquefort era fáciles de comprender -un falso sentido del deber impulsado por el ego-, pero sus propias debilidades resultaban desconcertantes. En el lapso de tres días, había pasado de senescal a fugitivo. De la seguridad al caos. De tener un claro propósito al vagabundeo.
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