Steve Berry - Los caballeros de Salomón

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La poderosa orden medieval de los templarios poseía un conocimiento secreto que amenazaba los cimientos de la Iglesia y cuya revelación podría haber cambiado el rumbo de la Historia. Condenador por herejía, fueron aniquilados en el siglo XIV, y los rastros de su colosal saber se perdieron en el abismo de la Historia. Hasta hoy. Cotton Malone, un ex agente secreto del gobierno americano, se ve envuelto en una persecución a contrarreloj por descifrar ese enigma que los templarios codificaron. Su búsqueda pone al descubierto una peligrosa conspiración religiosa capaz de cambiar el destino de la humanidad y poner en entredicho la veracidad de los Santos Evangelios.

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Ella avanzó un paso para ponerse a su lado.

– Quizás están ocupados en la iglesia. Iremos allí, siguiendo el muro exterior, a través del aparcamiento, apartándonos de la ru e principal. -Le devolvió el arma-. Guárdeme las espaldas.

Él sonrió.

– Con sumo placer, madame.

De Roquefort contempló la vacía cámara secreta. ¿Dónde estaban aquellos dos? Sencillamente no había ningún otro lugar donde ocultarse dentro de la iglesia.

Volvió a colocar la alacena en su lugar.

El otro hermano seguramente había visto el momento de confusión que cruzó por su rostro cuando descubrieron que el lugar oculto estaba vacío. Pero eliminó toda duda de sus ojos.

– ¿Dónde están, maestre? -preguntó el hermano.

Meditando la respuesta, avanzó hacia la vidriera y atisbo a través de uno de los segmentos claros. Abajo, el Jardín del Calvario seguía concurrido por los visitantes. Entonces vio a Mark Nelle y Cotton Malone en el jardín y que giraban hacia el cementerio.

– Fuera -dijo con calma, dirigiéndose hacia la puerta de la sacristía.

Mark pensaba que el truco de la cámara secreta podía hacerles ganar suficiente tiempo para conseguir escapar. Confiaba en que De Roquefort hubiera traído consigo sólo un pequeño contingente de hermanos. Pero otros tres habían estado esperando fuera… Uno en la calle mayor, otro bloqueando el callejón que conducía al aparcamiento y finalmente un tercero posicionado ante la Villa Betania, impidiendo que la arboleda se convirtiera en una vía de escape. De Roquefort, al parecer, no había pensado en el cementerio como una posible escapatoria, ya que estaba cercado por un muro, con un precipicio de más de cuatrocientos metros al otro lado.

Pero allí era precisamente adonde Mark se dirigía.

Dio gracias al cielo por las múltiples exploraciones de altas horas de la noche que él y su padre habían efectuado en el pasado. Los vecinos fruncían el ceño ante esas visitas al cementerio después del crepúsculo, pero ése era el mejor momento, decía su padre. De manera que lo recorrieron muchas veces, buscando pistas, tratando de encontrar sentido a Saunière y su inexplicable comportamiento. En algunas de aquellas incursiones habían sido interrumpidos, de modo que improvisaron otra manera de salir que no fuera a través de la puerta de la calavera y las tibias.

Ya era hora de sacar partido de ese descubrimiento.

– Siento tener que preguntar cómo vamos a salir de aquí -dijo Malone.

– Es pavoroso, pero al menos el sol está brillando. Siempre que hice esto, era de noche.

Mark giró hacia la derecha y bajó precipitadamente por la escalera de piedra hasta la parte inferior del cementerio. Había unas cincuenta personas más o menos esparcidas por el lugar admirando las lápidas. Más allá del muro, el limpio cielo era de un azul brillante y el viento gemía como un alma en pena. Los días claros eran siempre ventosos en Rennes, pero el aire del cementerio permanecía quieto, pues la iglesia y la casa parroquial bloqueaban las ráfagas más fuertes, que procedían del sur y el oeste.

Se abrió paso hasta un monumento que se alzaba junto a la pared oriental, bajo un dosel de olmos que cubrían el suelo con sus largas sombras. Observó que la multitud se apiñaba principalmente en el nivel superior, donde se encontraba la tumba de la amante de Saunière. Saltó sobre una gruesa lápida y se encaramó al muro.

– Sígame -dijo mientras saltaba al otro lado, rodaba por el suelo y luego se ponía de pie, limpiándose la arenisca.

Miró hacia atrás mientras Malone se dejaba caer los dos metros y medio hasta el estrecho sendero.

Se encontraban en la base del muro, en un sendero rocoso que mediría algo más de un metro de ancho. Unas hayas y pinos de aspecto anómalo sostenían la pendiente situada más allá, batida por el viento, sus ramas retorcidas y entrelazadas, sus raíces empotradas en grietas entre las rocas.

Mark señaló a su izquierda.

– Este sendero termina justo ahí delante, después del ch âteau, sin ningún lugar adonde ir. -Se dio la vuelta-. Así que tenemos que ir por este lado. Nos lleva en dirección al aparcamiento. Hay una manera fácil de subir por ahí.

– No hay viento aquí, pero cuando demos la vuelta a esa esquina… -señaló Malone al frente- me imagino que soplará.

– Como un huracán. Pero no tenemos elección.

XLIII

De Roquefort se llevó a un hermano con él cuando entró en el cementerio, en tanto los demás aguardaban fuera. Era inteligente lo que Mark Nelle había hecho: utilizar la cámara secreta como diversión. Probablemente se habían quedado dentro el tiempo suficiente para que su explorador abandonara la iglesia. Y luego se escondieron en el confesionario hasta que él mismo hubo entrado en la sacristía.

Dentro del recinto mortuorio se detuvo y tranquilamente examinó las tumbas, pero no veía a su presa. Le dijo al hermano que se quedara cerca de él, buscando a su izquierda, y De Roquefort se fue a la derecha, donde se tropezó con la tumba de Ernest Scoville. Cuatro meses antes, cuando tuvo noticias por primera vez del interés del antiguo maestre por Scoville, había enviado a un hermano a controlar las actividades del belga. Por medio de un dispositivo de escucha instalado en el teléfono de Scoville, su espía se había enterado de la existencia de Stephanie Nelle, de sus planes para visitar Dinamarca y luego Francia, así como de su intento de hacerse con el libro. Pero cuando se hizo evidente que a Scoville no le gustaba la viuda de Lars Nelle y estaba meramente engañándola, tratando de desbaratar sus esfuerzos, un coche lanzado a gran velocidad en la pendiente de Rennes resolvió el problema de su potencial interferencia. Scoville no era un jugador en el juego que se desarrollaba. Stephanie sí lo era, y, en aquel momento, no se podía permitir que nada estorbara sus movimientos. De Roquefort se había encargado personalmente de acabar con Scoville, sin involucrar a nadie de la abadía, ya que no podía permitirse explicar por qué era necesario aquel asesinato.

El hermano regresó del otro lado del cementerio e informó.

– Nada.

¿Dónde podían haber ido?

Su mirada descansó en el muro gris rojizo que formaba el borde exterior. Se acercó a un lugar donde la pared se alzaba sólo hasta la altura del pecho. Rennes estaba situada en la loma de una cumbre con laderas tan empinadas como las de una pirámide en tres de sus caras. Los objetos del valle de abajo se perdían en una neblina gris que envolvía la tierra, como algún lejano mundo liliputiense, y la cuenca, las carreteras y las poblaciones parecían como vistas en un atlas. El viento azotaba su rostro y le secaba los ojos. Plantó ambas manos sobre la pared, se izó e hizo balancear su cuerpo hacia delante. Miró a su derecha. El saliente rocoso estaba vacío. Entonces miró a la izquierda y captó una vislumbre de Cotton Malone girando desde el lado norte de la pared hacia el occidental.

Se dejó caer nuevamente hacia atrás.

– Están en un saliente, dirigiéndose hacia la Torre Magdala. Detenlos. Yo voy camino del belvedere.

Stephanie encabezó la marcha cuando ella y Geoffrey salieron de la casa. Un callejón calentado por el sol corría paralelamente al muro occidental y conducía al norte, hacia el aparcamiento, y más allá al dominio de Saunière. Geoffrey bullía de expectación y, para ser un hombre que parecía tener sólo veintiocho o veintinueve años, se había manejado con soltura profesional.

Sólo algunas casas diseminadas se levantaban en ese rincón de la villa. Pinos y abetos, formando grupos, se alzaban hacia el cielo.

Algo zumbó junto a su oído derecho y produjo un ruido metálico al rebotar contra la piedra caliza del edificio que estaba justo delante. Se dio la vuelta, descubriendo al cabello corto de la casa, que apuntaba desde unos cuarenta y cinco metros de distancia. Stephanie se escondió tras un coche aparcado, que se encontraba junto a la parte trasera de una de las casas. Geoffrey se dejó caer al suelo, rodó sobre sí mismo, se incorporó y luego disparó. La detonación, como un petardo, fue ahogada por el viento, que no paraba de aullar. Una de las balas encontró su blanco y el hombre lanzó un grito de dolor, luego se agarró el muslo y cayó al suelo.

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