A unos noventa o cien metros de distancia, camino abajo, divisó el ch âteau. Ocupaba una depresión abrigada que proporcionaba un evidente grado de intimidad. El ladrillo rojo oscuro y la piedra estaban dispuestos en simétricos dibujos sobre cuatro pisos, flanqueados por dos torres cubiertas de yedra y rematadas por inclinados tejados de pizarra. El verdor se esparcía por la fachada como el óxido por el metal. Huellas de un foso, actualmente lleno de hierbas y hojas, lo rodeaban por tres de sus lados. Esbeltos árboles se alzaban en la parte trasera y recortados setos de tejo guardaban su base.
– Menuda casa -dijo Malone.
– Del siglo xvi -aclaró Mark-. Me dijeron que compró el ch âteau y el yacimiento arqueológico que lo rodea. Ella lo llama la plaza Royal Champagne, por uno de los regimientos de caballería de Luis XV.
Había dos coches aparcados delante. Un Bentley Continental GT, último modelo -de unos 160.000 dólares, recordó Malone- y un Porsche Roadstar, barato en comparación. Había también una motocicleta. Malone se acercó a la moto y examinó el costado izquierdo del neumático trasero y el silenciador. El brillante cromado mostraba una rascadura.
Y él sabía precisamente cómo había ocurrido eso.
– Ahí es donde le disparé.
– Tiene toda la razón, señor Malone.
Éste se dio la vuelta. La cultivada voz procedía del pórtico. De pie ante la puerta abierta se encontraba una alta mujer, delgada como un chacal, con un cabello castaño largo hasta los hombros. Sus rasgos reflejaban una belleza leonina que recordaba a una diosa egipcia… frente estrecha, cejas poco pobladas, altos pómulos que le daban una expresión sombría, nariz chata. La piel era del color de la caoba, e iba vestida con una elegante camiseta sin mangas que dejaba al descubierto sus bronceados hombros y que remataba con una falda de seda estampada estilo safari, larga hasta la rodilla. Calzaba unas sandalias de cuero. El conjunto era informal pero elegante, como si se dispusiera a ir a dar un paseo por los Champs-Élysées.
La mujer le brindó una sonrisa.
– Le estaba esperando.
Su mirada se cruzó con la de Malone, y éste descubrió determinación en los profundos pozos de sus oscuros ojos.
– Eso es interesante, porque yo decidí venir a verla hace sólo una hora.
– Oh, señor Malone. Estoy convencida de que me encuentro en los primeros puestos de su lista de prioridades al menos desde hace dos noches, cuando disparó contra mi motocicleta en Rennes.
Él sentía curiosidad.
– ¿Por qué me encerró en la Torre Magdala?
– Esperaba emplear ese tiempo para marcharme con tranquilidad. Pero usted se liberó demasiado rápidamente.
– ¿Y por qué me disparó?
– No hubiera aprendido nada hablando con el hombre que usted atacó.
Malone observó el tono melodioso de su voz, seguramente pensado para desarmarlo.
– ¿O quizás no quería que yo hablara con él? De todos modos, gracias por salvarme en Copenhague.
Ella hizo un ademán para rechazar su gratitud.
– Habría usted encontrado la manera de escapar por sí mismo. Yo no hice más que acelerar el proceso.
Malone vio que la mujer miraba por encima de su hombro.
– Mark Nelle. Estoy encantada de conocerlo finalmente. Me alegro de ver que no murió en aquella avalancha -dijo Casiopea.
– Veo que le sigue gustando interferir en los asuntos de los demás.
– Yo no lo considero una interferencia. Simplemente estoy controlando los progresos de aquellos que me interesan. Como su padre. -Casiopea se adelantó, pasó por el lado de Malone y extendió la mano hacia Stephanie-. Y me alegro también de verla a usted. Conocía bien a su marido.
– Por lo que he oído, usted y Lars no eran muy amigos.
– No puedo creer que nadie dijera eso. -Casiopea miró a Mark con evidente picardía-. Decirle semejante cosa a su madre.
– No. No fue él -aclaró Stephanie-. Fue Royce Claridon quien me lo dijo.
– Bueno, ése es un tipo al que hay que vigilar. Depositar su confianza en ese individuo no le traerá más que problemas. Ya advertí a Lars en contra suya, pero no quiso escucharme.
– En eso estamos de acuerdo -repuso Stephanie.
Malone presentó a Geoffrey.
– ¿Es usted de la hermandad? -preguntó Casiopea.
Geoffrey no dijo nada.
– No, no esperaba que me respondiera. Sin embargo, es usted el primer templario al que he conocido de manera cortés.
– No es cierto -replicó Geoffrey, señalando a Mark-. El senescal es de la hermandad, y le conoció usted primero.
Malone se extrañó ante aquella información dada voluntariamente. Hasta entonces, el joven había mantenido cerrada la boca.
– ¿Senescal? Estoy segura de que ahí hay una historia interesante -dijo Casiopea-.¿Por qué no entran ustedes? Me estaban preparando el almuerzo, pero, cuando les vi, le dije al chambelán que pusiera más servicios. Ya deberían haber acabado con eso.
– Estupendo -exclamó Malone-. Estoy muerto de hambre.
– Entonces vayamos a comer. Tenemos mucho de qué hablar.
La siguieron al interior de la casa, y Malone se fijó inmediatamente en los caros cofres italianos, inusuales armaduras de caballero, soportes españoles de antorchas, tapices de Beauvais y pinturas flamencas. Todo un banquete para el experto.
Marcharon tras ella hasta un espacioso comedor revestido de cuero. La luz del sol entraba a través de unos ventanales adornados con elaboradas colgaduras y cubría la mesa de blanco mantel, y el suelo de mármol, de sombras verdosas. Del techo colgaba un candelabro eléctrico de doce brazos, apagado. Los sirvientes estaban colocando una reluciente cubertería de plata en cada lugar de la mesa.
El ambiente era impresionante, pero lo que llamó toda la atención de Malone fue el hombre que estaba sentado al otro extremo de la mesa.
Forbes Europe lo había clasificado como la octava persona más rica del continente, su poder e influencia en proporción directa con sus miles de millones de euros. Los jefes de Estado y la realeza lo conocían bien. La reina de Dinamarca lo consideraba, incluso, un amigo personal. Las instituciones benéficas de todo el mundo lo tenían como un generoso benefactor. Durante el último año, Malone lo había visitado tres días por semana… para hablar de política, de libros, del mundo, de que la vida es una porquería. Iba y venía de la propiedad del hombre como si formara parte de la familia, y, en muchos sentidos, Malone creía que lo era.
Pero ahora cuestionó seriamente todo aquello.
De hecho, se sentía como un estúpido.
Pero todo lo que Henrik Thorvaldsen podía hacer era sonreír.
– Ya era hora, Cotton. Llevo esperando dos días.
De Roquefort se sentó en el asiento del pasajero y se concentró en la pantalla del GPS. El chivato fijado al coche de alquiler de Malone funcionaba perfectamente, la señal se recibía muy bien. Uno de los hermanos conducía mientras Claridon y otro hermano ocupaban el asiento trasero. De Roquefort seguía irritado por la interferencia de Claridon allá en Rennes. No tenía intención de morir y se hubiera finalmente apartado del camino del coche, pero quería comprobar si Cotton Malone era capaz de pasar por encima de él.
El hermano que había caído al vacío estaba muerto, recibiendo un disparo en el pecho antes de caer. Un chaleco de Kevlar había impedido que la bala le causara algún daño, pero en la caída el hombre se había roto el cuello. Afortunadamente, ninguno de ellos llevaba identificación, pero el chaleco era un problema. Un equipo como ése indicaba sofisticación, aunque nada vinculaba al muerto con la abadía. Todos los hermanos conocían la regla. Si alguno de ellos era muerto fuera de la abadía, sus cuerpos quedarían sin identificar. Al igual que el hermano que había saltado de la Torre Redonda, la baja de Rennes terminaría en un depósito de cadáveres regional, siendo destinados sus restos finalmente a una fosa común. Pero antes de que eso sucediera, el procedimiento exigía que el maestre enviara a un clérigo, el cual reclamaría aquellos restos en el nombre de la Iglesia, ofreciéndose para proporcionar un entierro cristiano sin coste alguno para el Estado. Nunca había sido rechazado ese ofrecimiento. Además de no despertar sospechas, ese gesto garantizaba que el hermano recibiría un adecuado entierro.
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