Steve Berry - Los caballeros de Salomón

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La poderosa orden medieval de los templarios poseía un conocimiento secreto que amenazaba los cimientos de la Iglesia y cuya revelación podría haber cambiado el rumbo de la Historia. Condenador por herejía, fueron aniquilados en el siglo XIV, y los rastros de su colosal saber se perdieron en el abismo de la Historia. Hasta hoy. Cotton Malone, un ex agente secreto del gobierno americano, se ve envuelto en una persecución a contrarreloj por descifrar ese enigma que los templarios codificaron. Su búsqueda pone al descubierto una peligrosa conspiración religiosa capaz de cambiar el destino de la humanidad y poner en entredicho la veracidad de los Santos Evangelios.

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– Tranquila, tigre. No es tan sencillo como usted piensa.

– Usted obsérveme.

Mark se acercó a uno de los plintos de piedra que se destacaba entre todos. Había observado algo. Mientras que la parte superior de los otros estaba sostenida por columnas, algunas singulares, la mayoría geminadas, a ésta lo sostenía un soporte de forma rectangular, parecido al del altar de arriba. Y lo que le llamaba la atención era la manera en que estaba dispuesta la piedra. Nueve bloques cuadrados compactos de través, otros siete hacia arriba.

Se inclinó y alumbró con la linterna la parte inferior. No se veía ninguna unión de mortero encima de la fila superior del bloque. Igual que en el altar.

– Hay que quitar estos libros -dijo.

– Ha dicho usted antes que no había que moverlos.

– Lo importante está aquí dentro.

Dejó a un lado el tubo de luz y agarró un puñado de los viejos manuscritos. Esta acción levantó una nube de polvo. Suavemente los dejó en el suelo. De Roquefort hizo lo mismo. Seis viajes fueron suficientes para despejar la losa.

– Tendría que deslizarse -dijo Mark.

Juntos agarraron por un extremo y la losa se movió, mucho más fácilmente de lo que lo había hecho el altar, ya que el plinto tenía la mitad de tamaño. Empujaron y la losa de piedra arenisca cayó al suelo con estrépito y se rompió en pedazos. Dentro del plinto, Mark vio un contenedor, más pequeño, de unos setenta centímetros de largo, por la mitad de ancho, y de cincuenta y cinco centímetros de alto más o menos. Hecho de una roca entre beige y grisácea, y en notable buen estado.

Agarró el tubo de luz y lo metió dentro. Tal como había sospechado, apareció una inscripción en el costado.

– Esto es un osario -dijo De Roquefort-.¿Está identificado?

Estudió la escritura y observó encantado que se trataba de arameo. Eso confirmaba su autenticidad. La costumbre de dejar a los muertos en criptas subterráneas hasta que todos los restos se convirtieran en huesos secos, y luego recoger esos huesos y depositarlos en una caja de piedra, fue popular entre los judíos en el siglo i. Sabía que habían sobrevivido algunos miles de osarios. Pero sólo una cuarta parte de ellos llevaba inscripciones que identificaran su contenido… Muy probablemente esto se explicaba por el hecho de que la mayoría de las personas de aquella época era analfabeta. Muchas falsificaciones habían aparecido a lo largo de los siglos… Una, en particular, unos años atrás, había pretendido que contenía los huesos de Santiago, el medio hermano de Jesús. Otra prueba de autenticidad sería el tipo de material usado -piedra caliza de unas canteras próximas a Jerusalén-, junto con el estilo de las tallas, el examen microscópico de la pátina y la prueba del carbono.

Él había aprendido arameo en un curso de posgrado. Un difícil idioma, complicado mucho más por los diferentes estilos, su argot y los múltiples errores de los antiguos escribas. Y el modo en que las letras se grababan constituía un problema también. La mayoría de las veces eran poco profundas, rayadas con un clavo. Otras veces aparecían garabateadas al azar por toda la tapa, como grafitis. En ocasiones, como aquí, estaban grabadas con un punzón, y las letras se distinguían con claridad. Por eso, estas palabras no eran difíciles de traducir. De hecho las había visto antes. Leyó de derecha a izquierda como se requería, y luego las invirtió en su cabeza:

YESHUA BAR YEHOSEF

– «Jesús, hijo de José» -dijo, traduciendo.

– ¿Sus huesos?

– Eso está por ver. -Examinó la tapa-. Levántelo.

De Roquefort alargó la mano y agarró la tapa plana. La movió de un lado a otro hasta que la piedra cedió. Entonces levantó la cubierta y la dejó descansar verticalmente contra el osario.

Mark hizo una profunda inspiración.

Dentro del contenedor había unos huesos.

Algunos se habían convertido en polvo. Muchos seguían intactos. Un fémur. Una tibia. Algunas costillas, una pelvis. Lo que parecían dedos de la mano, así como dedos de los pies y partes de una espina dorsal.

Y un cráneo.

¿Era esto lo que Saunière había hallado?

Bajo el cráneo, aparecía un librito en notable buen estado. Lo cual resultaba comprensible, dado que había sido sellado dentro del osario, y éste a su vez metido dentro de otro contenedor. La tapa era exquisita, adornada con laminillas de oro y tachonada de piedras talladas dispuestas en forma de crucifijo. Cristo en la cruz, modelada también en oro. Rodeando la cruz aparecían más piedras en tonalidades carmesíes, de jade y de limón.

Levantó el libro y sopló el polvo de su cubierta, luego lo dejó en equilibrio sobre la esquina del plinto. De Roquefort se acercó con su lámpara. Abrió la tapa y leyó el incipit, escrito en latín y con caligrafía gótica cursiva, sin puntuación, la tinta una mezcla de azul y carmesí:

AQUÍ SE INICIA UN RELATO LOCALIZADO POR LOS HERMANOS FUNDADORES DURANTE SU EXPLORACIÓN DEL MONTE DEL TEMPLO LLEVADA A CABO DURANTE EL INVIERNO DE 1121 EL ORIGINAL SE HALLABA EN UN ESTADO DE DEGRADACIÓN Y HA SIDO COPIADO EXACTAMENTE TAL COMO APARECIÓ EN UN IDIOMA QUE SÓLO UNO DE LOS NUESTROS PUDO COMPRENDER POR ORDEN DEL MAESTRE GUILLERMO DE CHARTRES FECHADO EN 4 DE JUNIO DE 1217 EL TEXTO HA SIDO TRADUCIDO A LAS PALABRAS DE LOS HERMANOS Y PRESERVADO PARA CONOCIMIENTO DE TODOS.

De Roquefort estaba leyendo por encima de su hombro y dijo:

– Ese libro fue colocado dentro del osario por alguna razón.

Mark se mostró de acuerdo.

– ¿Ves lo que sigue?

– Yo pensaba que estaba usted aquí por los hermanos, ¿no?¿No deberíamos llevarlo a la abadía para que lo leyéramos todos?

– Tomaré una decisión después de haberlo leído.

Mark se preguntó si los hermanos llegarían a saber de él jamás. Pero él quería saber, de manera que estudió la escritura de la siguiente página y reconoció el revoltijo de garabatos.

– Es arameo. Sólo puedo leer algunas palabras. Esa lengua desapareció hace dos mil años.

– El incipit hablaba de una traducción.

Cuidadosamente levantó unas hojas y vio que el arameo se extendía durante varias páginas. Luego vio palabras que podía comprender, las palabras de los hermanos. Latín. La vitela había sobrevivido en excelentes condiciones, su superficie del color del pergamino envejecido. La tinta coloreada, igualmente, seguía clara. Un título encabezaba el texto:

EL TESTIMONIO DE SIMÓN

Empezó a leer.

LXIV

Malone se acercó a uno de los hermanos, un hombre vestido como los otros cinco con vaqueros y chaqueta, y con un gorro sobre su corto cabello. Al menos otros seis se encontraban en el exterior -eso era lo que De Roquefort había dicho-, pero ya se preocuparía de ellos una vez que los seis de dentro fueran reducidos.

Al menos entonces estaría armado.

Observó a Stephanie mientras ésta agarraba una pala y atizaba una de las fogatas, revolviendo los leños y avivando las llamas. Casiopea se encontraba aún junto al generador, con Henrik, esperando a que él, Malone, y Stephanie se posicionaran.

Se volvió hacia Casiopea y asintió.

La mujer tiró de la cuerda de arranque.

El generador chisporroteó y luego se calló. Dos tirones más y el pistón arrancó, emitiendo el motor un suave ronroneo. Los focos de los dos trípodes cobraron vida, intensificándose su brillo a medida que el voltaje aumentaba. Las bombillas halógenas se calentaron rápidamente y empezó a levantarse una condensación de los cristales en forma de espirales de niebla que desaparecían con la misma rapidez.

Malone advirtió que el ruido distraía a sus guardianes. Un error. Pero necesitarían un poco más de distracción para darle tiempo a Casiopea de que disparara sus dardos. Se preguntó sobre la destreza de la mujer, pero entonces recordó su excelente puntería en Rennes.

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