De Roquefort hizo un gesto y uno de los hombres cacheó a Malone; luego se movió hacia los demás.
– ¿Qué hiciste, llamar a la abadía cuando saliste a comprar las provisiones? -le preguntó Mark a Geoffrey-. Me preguntaba por qué te habías ofrecido voluntario. No me perdiste de vista durante dos días.
Geoffrey continuaba callado, su cara rígida con convicción.
– Eres una vergüenza de ser humano -le espetó Mark.
– Estoy de acuerdo -dijo De Roquefort, y Malone vio cómo el arma de éste se alzaba y de ella brotaban tres disparos que impactaron en el pecho de Geoffrey. Las balas hicieron tambalearse al joven hacia atrás, y De Roquefort remató su asesinato con un disparo en la cabeza.
El cuerpo de Geoffrey se desplomó en el suelo. Manaba sangre de sus heridas. Malone se mordió los labios. No había nada que pudiera hacer.
Mark se lanzó contra De Roquefort.
El arma apuntó al pecho de Mark.
Éste se detuvo.
– Me atacó en la abadía -dijo De Roquefort-. Atacar al maestre se castiga con la muerte.
– No desde hace quinientos años -gritó Mark.
– Era un traidor. Para ti y para mí. Ninguno de nosotros puede utilizarlo. Ése es el peligro inherente a ser un espía. Probablemente sabía el riesgo que estaba corriendo.
– ¿Sabe usted el riesgo que está corriendo?
– Una extraña pregunta viniendo de un hombre que mató a un hermano de su orden. Este acto se castiga con la muerte también.
Malone se dio cuenta de que aquel numerito estaba dedicado a los demás allí presentes. De Roquefort necesitaba a su enemigo, al menos de momento.
– Hice lo que tenía que hacer -le espetó Mark.
De Roquefort amartilló su pistola automática.
– Igual que yo.
Stephanie se adelantó, colocándose entre los dos hombres, su cuerpo tapando el de Mark.
– ¿Y me matará a mí también?
– Si hace falta.
– Pero yo soy cristiana y no he hecho daño a ningún hermano.
– Palabras, querida señora. Sólo palabras.
Ella levantó el brazo y sacó una cadena con una medalla de su cuello.
– La Virgen. Siempre va conmigo a todas partes.
Malone sabía que De Roquefort no dispararía contra ella. Stephanie había captado el teatro también y puesto en evidencia el farol de De Roquefort ante sus hombres. El maestre no podía permitirse ser un hipócrita. Éste estaba impresionado. Hacían falta redaños para enfrentarse con un arma cargada. No estaba mal para una chupatintas.
De Roquefort bajó el arma.
Malone corrió hacía el cuerpo sangrante de Geoffrey. Uno de los hombres levantó una mano para detenerlo.
– Yo de usted bajaría ese brazo -dejó claro Malone.
– Déjale pasar -dijo De Roquefort.
Malone se acercó al cuerpo. Henrik se encontraba de pie contemplando el cuerpo. Una expresión de dolor aparecía en el rostro del danés, y Malone vio algo que no había visto en el año que le conocía.
Lágrimas.
– Tú y yo iremos abajo -le dijo De Roquefort a Mark-, y me mostrarás lo que habéis encontrado. Los demás se quedarán aquí.
– Jódase.
De Roquefort se encogió de hombros y su arma apuntó a Thorvaldsen.
– Es judío. Reglas diferentes.
– No le provoques -le dijo Malone a Mark-. Haz lo que dice. -Esperaba que Mark comprendiera que unas veces había que resistirse y otras doblegarse.
– Conforme. Bajaremos -dijo Mark.
– Me gustaría ir -dijo Malone.
– No -dijo De Roquefort-. Éste es un asunto de la hermandad. Aunque nunca consideré a Nelle uno de los nuestros, hizo el juramento, y eso cuenta. Además, puede ser necesaria su presencia. Usted, por otra parte, podría convertirse en un problema.
– ¿Cómo sabe que Mark se comportará bien?
– Lo hará. De lo contrario, cristianos o no, todos ustedes morirán antes de que él pueda salir de ese agujero.
Mark bajó por la escalera, seguido de De Roquefort. Señaló a la izquierda y le habló a De Roquefort de la cámara que habían encontrado.
De Roquefort deslizó nuevamente el arma en su funda sobaquera y apuntó al frente con la linterna.
– Ve delante. Y ya sabes lo que pasará si se presenta algún problema.
Mark echó a andar, sumando la luz de su linterna a la del maestre. Rodearon con cuidado el pozo de las púas que casi había acabado con Stephanie.
– Ingenioso -exclamó De Roquefort mientras examinaba el pozo.
Encontraron la abierta verja.
Mark recordó la advertencia de Malone sobre otras trampas y daba unos pasitos cortos como los de un niño. El pasaje se estrechaba más allá hasta aproximadamente unos noventa centímetros de amplitud, y luego torcía a la derecha. Al cabo de sólo una par de metros, formaba nuevamente un ángulo a la izquierda. Dando un solo paso cada vez, fue avanzando lentamente.
Dobló el último recodo y se detuvo.
Alumbró con la linterna y vio ante sí una cámara, quizás de unos nueve por nueve metros, con un elevado techo redondeado. La apreciación de Casiopea de que los túneles subterráneos podrían ser de origen romano parecía correcta. La galería formaba un perfecto depósito, y a medida que la luz de la linterna disolvía la oscuridad, una multitud de maravillas fue apareciendo ante su vista.
Primero vio las estatuas. Pequeños objetos llenos de color. Varias de ellas representaban a la Virgen y el Niño en el trono. Doradas piet às. Ángeles. Bustos. Todo en filas rectas, como soldados, dispuestas en la pared trasera. Estaba luego el brillo del oro de los cofres rectangulares. Algunos revestidos de paneles de marfil, otros cubiertos de un mosaico de ónix y oropel, algunos recubiertos de cobre y decorados con escudos de armas y escenas religiosas. Cada uno de ellos era demasiado precioso para ser un simple objeto donde almacenar algo. Eran urnas de relicarios, hechas para contener los restos de santos muy venerados, con toda probabilidad recogidas precipitadamente, cualquier cosa capaz de contener lo que necesitaban transportar.
Oyó que De Roquefort se quitaba la mochila que había estado llevando, y de repente la habitación se vio envuelta en un brillante resplandor procedente de un tubo de neón alimentado por una batería. De Roquefort le tendió uno.
– Éstos funcionarán mejor.
No le gustaba cooperar con el monstruo, pero sabía que tenía razón. Cogió la luz, y se desplegaron para ver lo que contenía la habitación.
– Tapémoslo -dijo Malone a uno de los hermanos, haciendo un gesto hacia Geoffrey.
– ¿Con qué? -fue la pregunta.
– Los cables de los fluorescentes iban envueltos en una manta. Puedo usar eso.
Se movió a través de la iglesia, más allá de una de las fogatas encendidas. El templario pareció considerar la sugerencia un momento, y luego dijo:
– Oui. Hágalo.
Malone cruzó a grandes zancadas el irregular suelo y encontró la manta, en tanto valoraba la situación. Regresó y envolvió el cuerpo de Geoffrey. Tres de los guardianes se habían retirado al otro fuego. Los restantes estaban apostados cerca de la salida.
– No era un traidor -susurró Henrik.
Todos se quedaron mirándole.
– Vino solo y me dijo que De Roquefort estaba aquí. Lo había llamado. Tenía que hacerlo. El antiguo maestre le hizo jurar que, una vez que fuera encontrado el Legado, se lo diría a De Roquefort. No tenía elección. No quería hacerlo, pero confiaba en el viejo. Me dijo que siguiera el juego, me pidió perdón y dijo que cuidaría de mí. Por desgracia, no he podido devolverle el favor.
– Fue estúpido por su parte -dijo Casiopea.
– Quizás -dijo Thorvaldsen-. Pero sus palabras significaron algo para él.
– ¿Explicó por qué tenía que decírselo? -murmuró Stephanie.
– Sólo que el maestre preveía una confrontación entre Mark y De Roquefort. La tarea de Geoffrey era garantizar que se produjera.
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