– Mark no es rival para ese hombre -dijo Malone-. Va a necesitar ayuda.
– Estoy de acuerdo -añadió Casiopea, hablando entre dientes.
– Las perspectivas no son buenas -dijo Malone-. Doce hombres armados, y nosotros no lo estamos.
– Yo no diría eso -susurró Casiopea.
Y a Malone le gustó el brillo que veía en sus ojos.
Mark estudió el tesoro que le rodeaba. Nunca había visto tanta riqueza. Las urnas contenían plata y oro, tanto monedas acuñadas como metal en bruto sin acuñar. Había dinares de oro, dracmas de plata y monedas bizantinas, todas apiladas en limpias filas. Y joyas. Tres de los cofres rebosaban de piedras en bruto. Demasiadas para imaginarlas siquiera. Cálices y vasos sagrados captaron su atención, la mayor parte de ébano, vidrio, plata y en parte dorados.
Algunos estaban cubiertos de figuras en relieve, y tachonados de piedras preciosas. Se preguntó qué restos contendrían. De uno sí estaba seguro. Leyó lo que estaba grabado y susurró «De Molay» mientras miraba dentro del tubo de cristal de roca del relicario.
De Roquefort se acercó.
Dentro del relicario había trocitos de hueso ennegrecido. Mark conocía la leyenda. Jacques de Molay había sido asado vivo en la isla del Sena, a la sombra de Nôtre Dame, proclamando a gritos su inocencia y maldiciendo a Felipe IV, que contemplaba desapasionadamente su ejecución. Durante la noche, algunos hermanos atravesaron el río a nado y robaron las cenizas. Regresaron también a nado con los acres huesos de De Molay en la boca. Ahora él estaba contemplándolos.
De Roquefort se santiguó y murmuró una plegaria.
– Mira lo que le hicieron.
Pero Mark era consciente de algo aún más importante.
– Esto significa que alguien visitaba este lugar después de marzo de 1314. Debieron de seguir viniendo hasta que todos murieron. Cinco de ellos sabían de este escondite. La Peste Negra seguramente se los llevó a mediados del siglo xiv. Pero nunca le dijeron nada a nadie, y este lugar se perdió para siempre.
Un velo de tristeza le cubrió el rostro al pensar en ello.
Se dio la vuelta y la luz de su tubo reveló crucifijos y estatuas de madera ennegrecida dispuestos en una pared, aproximadamente una cuarentena, variando los estilos del románico al alemán, al bizantino y al período culminante del gótico, las intrincadas tallas de las figuras tan perfectamente modeladas que parecían casi estar respirando.
– Es espectacular -dijo De Roquefort.
El total era incalculable; los nichos de piedra que abarcaban dos paredes estaban completamente llenos. Mark había estudiado en detalle la historia y propósito de la escultura medieval a partir de las piezas que habían sobrevivido en los museos, pero aquí, ante él, se alzaba una amplia y espectacular muestra de la artesanía de la Edad Media.
A su derecha, sobre un pedestal de piedra, divisó un libro de tamaño descomunal. La tapa aún brillaba -laminilla de oro, supuso- y estaba tachonada de perlas. Al parecer alguien había abierto el libro con anterioridad, ya que en su interior se veía pergamino desmenuzado, esparcido como si fueran hojas. Se inclinó, acercó los trocitos a la luz, y vio que era latín. Pudo leer algo de la escritura y rápidamente decidió que antaño había sido un libro de cuentas.
De Roquefort observó su interés.
– ¿Qué es?
– Un libro de contabilidad. Saunière probablemente trató de examinarlo cuando encontró este lugar. Pero ha de tener usted cuidado con el pergamino.
– Un ladrón. Eso es lo que era. Nada más que un vulgar ladrón. No tenía ningún derecho a coger nada de esto.
– ¿Y nosotros sí?
– Es nuestro. Dejado para nosotros por el propio De Molay. Fue crucificado en una puerta, pero no les contó nada. Sus huesos están aquí. Esto es nuestro.
La atención de Mark se desvió hacia un cofre parcialmente abierto. Lo iluminó y vio más pergaminos. Lentamente hizo girar la tapa sobre sus goznes para abrirla. Ésta sólo se resistió un poco. No se atrevía a tocar las hojas apiladas juntas. De manera que se inclinó para descifrar lo que había en la página de arriba. Francés antiguo, concluyó rápidamente. Pudo leer lo suficiente para saber que se trataba de un testamento.
– Documentos que la orden guardaba. Este cofre está probablemente lleno de escrituras y testamentos de los siglos xiii y xiv. -Movió la cabeza en un gesto negativo-. Hasta el final, los hermanos se aseguraron de que su deber se cumpliera. -Consideró las posibilidades que se alzaban ante él-. Lo que podríamos aprender de estos documentos.
– Eso no es todo -declaró repentinamente De Roquefort-. No hay libros. Ni uno. ¿Dónde está el conocimiento?
– Lo que usted ve es todo lo que hay.
– Estás mintiendo. Hay más. ¿Dónde?
Mark se volvió hacia De Roquefort.
– Esto es todo.
– No te hagas el tonto conmigo. Nuestros hermanos guardaron en secreto nuestro conocimiento. Lo sabes. Felipe nunca lo encontró. De manera que tiene que estar aquí. Puedo verlo en tus ojos. Hay más cosas. -De Roquefort alargó la mano en busca de su arma, y apuntó con el cañón a la frente de Mark-. Dímelo.
– Antes moriría.
– Sí, perote gustaría hacer que muriera tu madre?¿O tus amigos de ahí arriba? Porque a ellos son a los que mataré primero, mientras tú observas, hasta que me entere de lo que quiero saber.
Mark consideró la amenaza. No es que tuviera miedo de De Roquefort -curiosamente, no sentía ningún temor-. Era simplemente que quería saber también. Su padre había buscado durante años y no encontró nada. ¿Qué le había dicho el maestre a su madre sobre él? «No posee la decisión necesaria para terminar sus batallas.» La solución a la búsqueda de su padre estaba a corta distancia.
– De acuerdo. Venga conmigo.
– Está todo terriblemente oscuro aquí -le dijo Malone al hermano que parecía estar al frente-.¿Le importa si pongo en marcha el generador y enciendo esas luces?
– Esperaremos a que el maestre regrese.
– Ellos van a necesitar esas luces aquí, y tardan unos minutos en encenderse. Su maestre quizás no esté dispuesto a esperar cuando las pida. -Confiaba en que la predicción podría afectar al juicio del hombre-.¿A quién perjudica? Vamos sólo a montar unas luces.
– Conforme. Adelante.
Malone se retiró hacia donde estaban los demás.
– Se lo ha tragado. Instalémoslas.
Stephanie y Malone se dirigieron a uno de los juegos, mientras Henrik y Casiopea agarraban el otro. Los tubos consistían en dos lámparas reflectoras de halógeno encima de un trípode naranja. El generador era una pequeña unidad de gasolina. Situaron los trípodes en los extremos opuestos de la iglesia y dirigieron las bombillas hacia arriba. Los cables fueron conectados y tendidos hasta donde se encontraba el generador, cerca del altar.
Había una bolsa de herramientas al lado del generador. Casiopea estaba buscando en su interior cuando uno de los guardianes la detuvo.
– Necesito hacer un puente con los cables. No puedo usar clavijas para esta clase de amperaje. Sólo busco un destornillador.
El hombre vaciló, y luego retrocedió, con el arma a su costado, al parecer preparado. Casiopea buscó en la bolsa y con cuidado sacó el destornillador. A la luz de los fuegos, empalmó los cables que conducían al generador.
– Comprobemos las conexiones de las luces -le dijo a Malone.
Se dirigieron con paso indiferente hacia el primer trípode.
– Mi pistola de dardos está en la bolsa de herramientas -susurró ella.
– Supongo que son las mismas monadas que usó en Copenhague, ¿no?
Había mantenido los labios quietos, como los de un ventrílocuo.
– Hacen efecto deprisa. Y sólo necesito unos segundos para dispararlos.
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