– ¿Eso hizo más fácil matarlo?
– ¿Eso es lo que usted piensa?¿Que maté a Lars Nelle?
– A él y a Ernest Scoville.
– No sabe usted nada, viejo.
– Sé que usted es un problema. -Thorvaldsen hizo luego un gesto señalando a Geoffrey-. Y sé que él es un traidor a su amigo. Y a su orden.
De Roquefort observó cómo Geoffrey acusó el insulto. El desdén apareció en los pálidos ojos grises del joven, desapareciendo luego con la misma rapidez.
– Soy leal a mi maestre. Ése fue el juramento que hice.
– ¿De modo que nos ha traicionado por su juramento?
– No espero que usted lo comprenda.
– En efecto, no lo comprendo, y jamás lo comprenderé.
De Roquefort bajó el arma, y luego hizo una señal a sus hombres. Éstos entraron en la iglesia, y él reclamó silencio con la mano. Hizo luego otras señas, y los hombres comprendieron instantáneamente que seis de ellos habían de situarse fuera y los otros distribuirse en círculo en el interior.
Malone rodeó la trampa que Stephanie había dejado al descubierto y se acercó a la verja de metal. Los demás lo siguieron. Descubrió un candado suspendido de una cadena.
– Latón -dijo, acariciando la puerta-. Pero la verja es de bronce.
– El candado es un coeur-de-bras -dijo Casiopea-. Antaño fueron muy frecuentes en toda esta región para sujetar las cadenas de los esclavos.
Ninguno de ellos se movía para abrir la verja, y Malone sabía el motivo. Podía haber otra trampa esperando.
Con su bota, apartó suavemente la porquería y la gravilla bajo sus pies, y probó la solidez del suelo. Firme. Empleó la linterna para examinar el exterior de la verja. Dos bisagras de bronce sostenían el borde derecho. Iluminó con la linterna a través de la reja. El corredor torcía en ángulo recto a su derecha unos metros más adelante, y no se podía ver nada más allá de la curva. Estupendo. Probó la cadena y el candado.
– Este latón se conserva fuerte. No vamos a poder romperlo a golpes.
– ¿Y qué me dice de cortarlo? -preguntó Casiopea.
– Eso funcionaría. Pero ¿Con qué?
– Las cizallas que traje. Están en la bolsa de herramientas, arriba, junto al generador.
– Iré por ellas -dijo Mark.
– ¿Hay alguien ahí arriba?
Las palabras resonaron desde el interior del soporte vacío del altar y sorprendieron a De Roquefort. Entonces rápidamente se dio cuenta de que la voz era la de Mark Nelle. Thorvaldsen se movió para responder, pero De Roquefort agarró al encorvado viejo y aplicó una mano contra su boca antes de que pudiera emitir un sonido. Hizo entonces una señal a uno de los hermanos, el cual se precipitó hacia delante y cogió al danés, que no dejaba de patear, ayudando con la otra mano a sellar la boca de Thorvaldsen. A una señal de De Roquefort, el prisionero fue arrastrado hasta un rincón alejado de la iglesia.
– Respóndele -articuló con la boca a Geoffrey.
Ésta sería una interesante prueba de la lealtad de su reciente aliado.
Geoffrey se metió el arma en la cintura y se acercó al altar.
– Estoy aquí.
– Ya has vuelto. Bien. ¿Algún problema?
– Ninguno. Compré todo lo de la lista. ¿Qué está pasando ahí?
– Hemos encontrado algo, pero necesitamos unas cizallas. Están en la bolsa de herramientas, junto al generador.
Esperó a que Geoffrey se dirigiera al generador y sacara un par de cizallas.
¿Qué habrían encontrado?
Geoffrey arrojó la herramienta abajo.
– Gracias -dijo Mark Nelle-.¿No bajas?
– Me quedo aquí con Thorvaldsen, y a montar guardia. Por si vienen huéspedes inesperados.
– Buena idea. ¿Dónde está Henrik?
– Desempaquetando lo que he traído y dejando listo el campamento para la noche. El sol casi se ha puesto. Iré a ayudarle.
– Podrías preparar el generador y desenredar los cables para los tubos de neón. Quizás los necesitemos dentro de poco.
– Me ocuparé de ello.
Geoffrey se demoró un momento y luego se alejó del altar y susurró:
– Se ha ido.
De Roquefort sabía lo que se tenía que hacer.
– Ya es hora de tomar el mando.
Malone agarró las cizallas y rodeó con los dientes la cadena de latón. Apretó luego los mangos y dejó que la acción del muelle rompiera limpiamente el metal. Un chasquido indicó el éxito, y la cadena, junto con el cierre, se deslizó al suelo.
Casiopea recuperó ambas cosas.
– Hay museos en todo el mundo a los que les encantaría tener esto. Estoy segura de que no hay muchos que hayan sobrevivido en este estado.
– Y nosotros acabamos de cortarlo -dijo Stephanie.
– No había elección -dijo Malone-. Teníamos un poco de prisa. -Apuntó con la linterna a través de la reja-. Que todo el mundo se eche a un lado. Voy a abrir esta cosa lentamente. Parece que no hay peligro, pero uno nunca sabe.
Colocó las cizallas alrededor de la reja, y luego se echó él mismo a un lado utilizando la pared rocosa como protección. Los goznes estaban rígidos y tuvo que mover la reja adelante y atrás. Finalmente, la puerta se abrió.
Se disponía a abrir la marcha al interior cuando una voz gritó desde arriba:
– Señor Malone. Tengo a Henrik Thorvaldsen. Necesito que usted y sus compañeros suban. Ahora mismo. Les daré un minuto, y luego mataré de un tiro a este viejo.
Malone fue el último en subir. Cuando dejó la escalera atrás vio que la iglesia estaba ocupada por seis hombres armados junto con el propio De Roquefort. Fuera, el sol se había puesto. El interior estaba ahora iluminado por el brillo de dos pequeñas fogatas, el humo saliendo precipitadamente a la noche a través de las rendijas de las ventanas sin cristales.
– Señor Malone, finalmente nos volvemos a encontrar -dijo Raymond de Roquefort-. Se las arregló usted bien en la catedral de Roskilde.
– Me alegra saber que es usted un admirador.
– ¿Cómo nos encontró? -preguntó Mark.
– Ciertamente no gracias a ese falso diario de su padre, por listo que fuera. Contaba lo obvio y cambiaba los detalles lo suficiente para hacerlo inútil. Cuando monsieur Claridon descifró el criptograma que contenía, el mensaje, desde luego, no fue de ninguna ayuda. Nos decía que ocultaba los secretos de Dios. Dígame, ya que han estado ustedes ahí abajo, ¿oculta tales secretos?
– No tuvimos la oportunidad de averiguarlo -dijo Malone.
– Entonces deberíamos remediar eso. Pero para responder a su pregunta…
– Geoffrey nos traicionó -lo interrumpió Thorvaldsen.
El asombro nubló la cara de Mark.
– ¿Qué?
Malone ya había observado el arma en la mano de Geoffrey.
– ¿Es cierto?
– Soy un hermano de Temple, leal a mi maestre. Cumplí con mi deber.
– ¿Tu deber? -gritó Mark-. Mentiroso hijo de puta.
Mark se lanzó hacia Geoffrey, pero dos de los hermanos le cortaron el paso. Geoffrey permaneció inmóvil.
– ¿Tú me guiaste a todo esto sólo para que De Roquefort pudiera ganar?¿Es eso lo que nuestro maestre te enseñó? Él confiaba en ti. Yo confiaba en ti.
– Sabía que eras un problema -declaró Casiopea-. Todo en ti anunciaba peligro.
– Y usted debería saber -dijo De Roquefort- cómo lo ha sido usted para mí. Dejando el diario de Lars Nelle en Aviñón para que yo lo encontrara. Pensó usted que eso me mantendría ocupado algún tiempo. Pero ya ve, mademoiselle, la lealtad a nuestra hermandad es prioritaria. De manera que todos sus esfuerzos no han servido de nada. -Se volvió a Malone-. Tengo a seis hombres aquí, y otros seis fuera… Y saben cómo arreglárselas. Ustedes no tienen armas, o al menos así me ha informado Geoffrey. Pero para estar seguros…
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